sábado, 5 de enero de 2019

CAPITULO 60




Paula se despertó algo confusa en una cama que, para su desgracia, no le era desconocida. ¿Cómo había sido capaz de caer otra vez en los brazos de aquel sujeto?


Pero es que con él no tenía remedio y su cuerpo cedía continuamente a la tentación, a pesar de saber que Pedro se negaba a convertirse en el hombre que ella necesitaba.


De hecho, se negaba a cambiar en nada, mostrándoles a todos que su gruñón temperamento no variaba.


Paula se puso un nuevo conjunto de ropa interior y rebuscó entre sus pertenencias otros vaqueros, ya que los que había llevado esa mañana, igual que casi toda su ropa, seguían en el estudio donde se había abandonado a las pecaminosas caricias de su embaucador escritor.


Luego salió de la habitación decidida a recoger su ropa antes de que Esteban James la encontrara y dedujera lo que habían hecho tras las puertas cerradas del refugio de Pedro, donde, según él, buscaba inspiración. Aunque por las veces que lo había visto remoloneando ante su trabajo, más bien lo que hallaba allí eran distracciones para no hacer lo que debía.


Mientras salía del cuarto de Pedro, vio la mirada burlona que le dirigía Esteban desde su cómoda postura en el amplio sofá; indudablemente ya sabía lo que habían estado haciendo en el estudio.


De repente sonó el tono de llamada de su móvil, que sólo podía significar que su padre estaba otra vez en problemas, y Paula corrió hacia el estudio, donde había dejado olvidado aquel insufrible y viejo aparato que siempre llevaba consigo. Y mientras aceleraba su alocada carrera, cayendo en la cuenta de que Pedro seguramente estaría encerrado en su estudio, creando otro de los capítulos de la novela que lo ponía de tan mal humor, Paula rogó porque por una vez en su vida se comportara y no contestara su teléfono, metiéndola de ese modo en más problemas de los que en esos momentos podía abarcar.


Desgraciadamente, después de caerse en el barro esa misma mañana, Paula sospechó que aquél era uno de esos días en los que todo le salía torcido, lo que confirmó al abrir la puerta del estudio y encontrar a Pedro distrayéndose nuevamente de sus responsabilidades como escritor, esta vez contestando la llamada de su padre, que exigía saber quién era el hombre que contestaba el teléfono de su adorada y sobreprotegida hija.


—¿Que quién soy yo? —preguntaba Pedro en ese momento, con un hosco semblante, mientras respondía con su habitual tacto.


—No lo digas, no lo digas, no lo digas... —rogó Paula, juntando las manos en gesto de súplica.


Y como era habitual en aquel malicioso hombre que sólo sabía meterla en problemas, Pedro sonrió ladino mientras daba respuesta a esa pregunta.


—Me extraña que no lo sepa: yo soy Miss Dorothy —le dijo al padre de Paula, que ahora se preguntaba qué clase de trabajo estaba haciendo su hija.


Ella consiguió arrebatarle el teléfono para calmar los ánimos de su padre que, con toda certeza, en esos momentos estaría haciendo cuentas para conseguir un billete de avión que lo llevara hacia donde se hallaba su querida hija. Jeremias estaba bastante alterado, y repetía incansablemente sus sabios consejos sobre por qué no debía enredarse nunca con tipos como Pedro.


«Si tú supieras...», pensó Paula y suspiró resignada, poniendo los ojos en blanco, sin poder evitar susurrar un irónico y silencioso agradecimiento al individuo que se había reclinado en su asiento, para contemplar complacido el gran problema en el que la había metido con sus estúpidas palabras.


—Papá, papá… ¡cálmate! No es lo que tú crees… —intentó explicar Paula.


—¿Como que ese hombre es Miss Dorothy? ¿No se supone que ibas a Escocia para ayudar a una pobre ancianita? ¿Dónde está esa anciana, y qué narices hace ese hombre ahí? ¡Paula! ¿Qué te tengo dicho sobre los hombres?


—Que todos son unos cerdos... —recitó ella, repitiendo el mantra con el que su padre la había aleccionado desde pequeña y con el que pocas veces había estado de acuerdo. Hasta ese momento.


—¿Y qué más? —exigió Jeremias Chaves, haciendo que su hija recordara cada una
de sus lecciones.


—Que los hombres sólo quieren una cosa de las mujeres… —continuó Paula, mirando fijamente a su escritor y repitiendo las palabras que su padre le hacía recordar, como si las dirigiera al insufrible Pedro Alfonso, que la observaba con una perversa sonrisa desde la silla de detrás de su escritorio, disfrutando con su complicada situación.


—¿Y qué es lo que quieren los hombres? —exigió Jeremias, dispuesto a que su hija rememorara cada una de sus lecciones, para que no cayera en las garras de algún despreciable tiparraco.


—Llevarlas a la cama... —finalizó Paula, poniendo nuevamente los ojos en blanco, mientras su padre comenzaba a enumerar motivos por los que no debería acostarse con nadie hasta el matrimonio, cosa que Paula hacía desde mucho tiempo atrás, aunque él se negara a admitirlo.


—Y después de eso…


—Se deshacen de ellas —completó Paula, finalizando una vez más las palabras que su padre estaba dispuesto a grabar a fuego en su cabeza para toda la vida.


Pedro se levantó de su silla pausadamente y caminó hacia Paula. Cuando estuvo frente a ella, se agachó y le susurró al oído, antes de decidirse a abandonar la estancia:
—¿Por qué no le cuentas a tu padre que aún no hemos probado la cama? Puede que así se tranquilice...


Ella tapó el auricular con una mano mientras lo fulminaba con la mirada y le rogaba en silencio que la dejara solucionar sus problemas en paz.


—Y después de todo lo que has aprendido, ¿todavía crees en el amor? —preguntó cínicamente Pedro, mientras se alejaba negando con la cabeza por lo irracionales que podían llegar a ser algunas mujeres.


En el momento en que volvió a prestar atención a las palabras de su padre, Paula dio gracias de que su extenso monólogo sólo fuera por la mitad y Jeremias no se hubiese percatado de la pausa que había hecho al enfrentarse a Pedro


Mientras, pensaba cómo explicarle todo lo que le había ocurrido sin que su padre acabara presentándose en la puerta de Miss Dorothy con un coche provisto de un espacioso
maletero y con algunas herramientas de su taller, como la amenazante pala que guardaba en al armario de su apartamento para espantar a sus citas.


La puerta del despacho volvió a abrirse y esta vez quien se adentró en la estancia no fue otro que Esteban James, su adorado actor, que, deleitándola con una de sus espectaculares sonrisas, le quitó el móvil y comenzó a representar a la perfección a la adorable Miss Dorothy, a la que todos amaban. Paula se quedó asombrada ante las palabras que leía de un arrugado papel, con una voz de mujer anciana ante la que nadie dudaría.


—Siento la impertinencia de mi sobrino, pero él es quien espanta a las molestas visitas que quieren irrumpir en mi merecido reposo, señor Chaves. Lo ha confundido con una de ellas y de ahí su brusquedad. Su hija Paula ha sido para mí una ayuda inestimable en mi enfermedad y espero que no le moleste el tiempo que pasa conmigo. Ahora lo tengo que dejar, es la hora de tomarme mis medicamentos —tras recitar esas
frases, Esteban hizo una bola con el papel que tenía en la mano y le tendió el teléfono a Paula, mientras desaparecía tan de repente como había aparecido, exigiendo su recompensa.


—¡Pedro, me debes una cerveza! —gritó, a la vez que ella tapaba el teléfono para que su padre no oyera los gritos de un energúmeno que realmente era un maravilloso actor.


—Paula, ahí pasa algo raro... No obstante, no voy a ir a buscarte. Pero recuerda cada una de mis palabras y llámame más a menudo, cariño —comentó finalmente su padre, que por lo visto no era tan idiota como los otros hombres que la rodeaban—. Y ahora, el problema importante por el que te he llamado es: ¿cómo se fríe un huevo? —preguntó Jeremias, seriamente preocupado, intentando llevar a cabo otra de sus incursiones en la cocina.


—¡Papá! ¡Aléjate ahora mismo de la cocina! —gritó Paula, sabiendo en lo que podía acabar aquello si no lo paraba en seco, ya que en sus últimos cuatro intentos, Jeremias había acabado llamando a los bomberos.


—Tranquila, cariño, lo tengo todo controlado.


Y ésas eran las peores palabras que podía pronunciar Jeremias Chaves, porque, después de que cada uno de sus infructuosos intentos de aprender a cocinar acabara con un pequeño incendio, eso no era verdad en absoluto.


—He llamado a Raúl antes de hacer nada, como tú me pediste. He echado aceite en la sartén y ahora creo que tengo que romper el huevo y echarlo ahí, ¿verdad? — comentó Jeremias, desoyendo las advertencias de su hija y llevando sus acciones a cabo.


—Papá, ¿cuánto aceite has echado? ¿Cuánto tiempo lo has dejado al fuego? ¡Papá, por Dios, espera a Raúl! ¡No te atrevas a…!


—¡Ya está hecho! ¿Ves? No soy un cocinero tan terrible y… pero ¿qué mierda es ésta? —exclamó Jeremias, entre irritado y sorprendido.


Paula comenzó a recorrer la estancia de arriba abajo llamando a su padre, tremendamente preocupada al no recibir respuesta de éste. Tras oír sólo alguno que otro de sus imaginativos insultos, dedujo que habría abandonado su móvil en algún lado. Al fin suspiró aliviada al oír la voz de Raúl, que seguramente habría llegado a la carrera después de oír que su jefe quería experimentar de nuevo con la cocina.


—¡Joder, Jeremias! ¡¿Qué cojones hace un huevo pegado en el techo de la cocina?! —gritó Raúl, dudando entre reírse a carcajadas o llorar, porque sería él quien tendría que limpiar todo ese desastre.


—Ni idea. Estoy esperando a que baje.


—¿Quieres quitar ese plato de ahí? ¡El huevo no va a bajar! —replicó Raúl, resignado, mientras se percataba de que Paula estaba a la espera al otro lado del teléfono, al oírla gritar.


—¡Raúl! ¡Raúl!


Al fin su amigo atendió su llamada, y la calmó tras asegurarle que, después del último intento de su padre en la cocina, no tenía que llamar otra vez a los bomberos.


—Lo siento, Paula, pero tenemos algunos problemas técnicos… Ya te volveremos a llamar —se despidió Raúl.


Y antes de que colgara, Paula pudo oír las habituales riñas de su familia, a la que tanto añoraba en esos momentos:
—¿Lo ves? ¡Ha bajado! —señaló su padre.


—¡Ni se te ocurra comerte eso, Jeremias! —lo reprendió de nuevo Raúl, posiblemente tan decidido como ella a que aquel hombre no volviera a pisar la cocina en su vida.


Paula salió del estudio sonriendo con las locuras que sólo su padre era capaz de hacer, y por unos instantes olvidó todas sus preocupaciones: la impertinente editora que la había engañado, el obtuso escritor que se negaba a terminar su trabajo y el hombre del que comenzaba a enamorarse y que tal vez nunca le correspondería. Todo eso quedó recluido en un lugar de su mente, mientras recordaba lo mucho que echaba de menos su hogar y a los peculiares personajes que formaban su pequeña familia.





CAPITULO 59




Por primera vez en mi vida no tuve prisa por alejarme de una mujer y soltarle el típico «ya te llamaré», cuando en verdad nunca volvería a pensar en ella. Aunque lo cierto es que tampoco podría deshacerme tan fácilmente de aquella mujer en concreto que había decidido invadir mi vida, si no para siempre, sí al menos hasta que acabara la novela.


Abracé a Paula con fuerza, acercándola a mí, y por miedo a despertarla de su apacible sueño, aguanté hasta el final aquella melosa película que detestaba. En mi mente no cabía la idea de que existiera un hombre tan estúpido como el protagonista, al que no le importaba hacer el idiota cuantas veces fuera necesario para recuperar a su amada.


¿Qué tenía de especial enamorarse si luego lo pasabas tan mal como aquel estúpido que ahora sonreía falsamente a la pantalla?


Me extrañaron las palabras con las que mi amigo Esteban me había reprendido sobre el amor. Al principio creía que sólo estaba repitiendo alguno de los guiones baratos que tenía que memorizar, pero tras percibir la seriedad que había tras ellas no tuve dudas de su sinceridad.


Esteban, que no paraba de bromear sobre las mujeres y todo lo que las rodeaba, se había llegado a enamorar, y por lo visto aún no había aprendido la lección, porque a pesar de haber salido dañado por ese necio sentimiento, todavía se lamentaba de no estar junto a ella.


Definitivamente, algunos hombres eran estúpidos.


Por lo que había podido descubrir de la mente femenina mientras escribía todas esas fantasiosas novelas de amor, las mujeres siempre pedían algo absurdo, algo que te dejaba en ridículo o algo que, sencillamente, era imposible de lograr. Por eso yo me negaba a rendirme a ese incoherente sentimiento en el que todos al final caían.


¿Qué tenía de especial pasar toda mi vida junto a una persona y compartir todas mis quejas, dudas y sentimientos con ella? Sin duda, la soledad era mucho más cómoda y no te hacía ningún reproche por ninguna de tus manías.


En mi vida ya había tenido más que suficiente conviviendo con cinco hermanas que no paraban de gritarme sus lamentaciones y recriminarme mis defectos… ¡Ni loco volvería a repetir esa pesadilla! Para mí, compartir uno de los cajones de la cómoda ya era demasiado, y no digamos una relación completa: era algo impensable. Simplemente, no me veía compartiendo mi día a día con nadie, cuando todos me estorbaban. Yo amaba la soledad y la paz de mi encierro.


En cuanto al sexo… eso era otra cuestión. Un hombre como yo, que no carecía de dinero ni atractivo, podía conseguir a quien quisiera y cuando quisiera. Para mi desgracia, mi entrepierna se había encaprichado de aquella delicada mujer que tenía entre los brazos y que, a pesar de no ser nada especial, no podía borrar de mi mente. Y eso, definitivamente, se estaba convirtiendo en un problema, porque empezaba a sentir alguno de esos ñoños síntomas de lo que se conocía como «amor».


El primero, sin duda, eran esos celos irracionales que sentía cuando veía a otro hombre intentando conquistar lo que consideraba de mi propiedad. Nunca me había importado desechar rápidamente los encantos de una mujer cuando otro se interesaba por ella y le prometía ese «para siempre» que todas esperaban. Sin embargo, con Paula todo era distinto: me negaba a apartarme de su lado a pesar de no poder decirle lo que quería escuchar de mis labios. No podía mentirle a alguien como ella, porque simplemente no se merecía a un canalla como yo, y, pese a saberlo, Paula seguía cayendo en mis brazos y yo seguía intentando disfrutar del placer de tenerla entre ellos.


Cuando noté que empezaba a sentir el frío de la estancia, a pesar de tenerla abrazada, y ya pasaban lentamente ante mis ojos los créditos del final de la insustancial película que había mirado unos momentos, decidí trasladarla a un sitio más acogedor que la áspera alfombra que teníamos debajo.


Así que la levanté con cuidado, sin percatarme de que ese gesto era uno de los primeros que esos idiotas enamorados hacían, y la llevé hasta mi cálida habitación, donde ella siempre sería bienvenida. Mientras la acogía contra mi cuerpo, susurró mi nombre y se acurrucó amorosamente contra mi pecho. En mi rostro apareció una sonrisa llena de satisfacción al ver que pensaba en mí tanto como yo en ella.


Cuando levanté la cabeza para proseguir mi camino, vi a mi amigo con una burlona sonrisa en los labios, observando atentamente la empalagosa escena que yo estaba representando. La mía no tardó en desaparecer cuando de nuevo me sermoneó, intentando hacerme reflexionar sobre algo en lo que yo simplemente me negaba a pensar.


¿Y aún te atreves a decir que no sientes algo por ella?


Ignorando sus palabras, y tras asegurarme de que la desnudez de Paula permanecía oculta bajo el holgado jersey, pasé a su lado. Y sin decir nada me encerré en mi habitación, acogiendo entre mis sábanas a la musa que siempre volvía loca mi racional mente y que me incitaba a hacer los gestos más estúpidos, que había jurado no llevar a cabo nunca.


—¿Qué estás haciendo conmigo? —le susurré al oído, para luego terminar compartiendo de nuevo la cama con ella y olvidar así a mi impertinente amigo, que siempre me fastidiaba. Y que ahora había encontrado una nueva razón para meterse conmigo: la remota posibilidad de que lo que yo sintiera por Paula pudiera ser
amor, algo que cualquiera que me conociera habría descartado rápidamente, porque, como todos sabían, yo no tenía corazón.





CAPITULO 58




Mientras miraba emocionada la maravillosa historia de amor en la que los protagonistas conseguían hacer todos sus sueños realidad, Pedro entró silenciosamente en el estudio y se sentó detrás de mí en el suelo enmoquetado, donde yo había decidido acomodarme para ver aquellas hermosas escenas. Me acogió entre sus brazos, abrazándome con ternura, y yo me pregunté qué le sucedía para que me mostrara sus sentimientos de una forma tan abierta, cuando en general apenas los revelaba.


—¿Qué tiene esa película de especial para que te guste tanto? —quiso saber, esperando atentamente mi respuesta.


—Es bonito ver una historia donde el amor lo consigue todo —respondí sin apartar los ojos de la pantalla, donde la pareja ahora se confesaba sus más profundos sentimientos.


—¿Eso es lo que quieres? ¿Que alguien te dedique embaucadoras palabras para llevarte a la cama? —preguntó cínicamente, sin ver en la pantalla lo mismo que yo estaba viendo.


—No, quiero que alguien me ame tanto que ese sentimiento lo lleve a hacer ese tipo de locuras y a pronunciar las palabras que demuestren su amor —dije, mirando sus profundos ojos castaños e ignorando las apasionadas palabras que los amantes se dedicaban en ese momento.


—¿Y si la persona de la que te enamoras no puede hacer lo que tú deseas? — preguntó él, confuso, mirándome a los ojos con determinación.


—Tendrá que demostrarme, a su manera, que me ama —declaré, sin poder resistirme más a sus palabras, que constituían toda una confesión en sí misma. Y acariciándole la cara con una mano, lo guie hacia mis labios, que habían añorado cada uno de sus besos.


Pedro me acogió firmemente entre sus brazos y devoró mi boca como si fuera nuestro último beso. No permitió que me moviera del encierro de su cuerpo e hizo que mis manos se alzaran, sujetando su cabeza, mientras él me acariciaba, tras levantar el ancho jersey, bajo el que él sabía que me hallaba desnuda.


Acarició mis pechos con adoración, obteniendo algún que otro gemido de placer de mi parte cuando sus hábiles dedos jugaron con los enhiestos pezones, con suaves roces mezclados con algún que otro leve pellizco que me producía un tortuoso placer.


Mientras me deshacía en sus brazos, Pedro no tardó en quitarme el jersey. Y después, a la vez que con una mano continuaba con las caricias sobre mis senos, bajó la otra atrevidamente por mi cintura hasta llegar al borde de mis pantalones, que abrió lentamente y, ante mi asombrada mirada, introdujo su ruda mano dentro de mi tanga, descubriendo que mi húmedo sexo lo reclamaba tras el simple roce de nuestros labios.


Trazó un camino de dulces besos a lo largo de mi cuello, mientras yo me dejaba llevar por sus caricias, enlazando las manos detrás de su nuca y gozando ante el placer que mi cuerpo exigía y que sabía que Pedro nunca podría negarme.


Cuando metió uno de sus juguetones dedos en mi interior, gemí extasiada. Y en el momento en el que su mano comenzó a rozar mi clítoris al tiempo que invadía mi cuerpo, me retorcí entre sus brazos, reclamando sus caricias.


De repente, cuando estaba muy cerca de alcanzar la cúspide de mi placer, hizo que me moviera y, mientras hacía que me apoyase sobre los codos y las rodillas, me despojó del resto de la ropa, que estorbaba a sus propósitos.


Desnuda e indefensa ante sus caricias, comenzó a besarme la nuca y a descender lentamente, trazando un camino de delicados besos hasta llegar a mi trasero, que acarició sensualmente, mientras la otra mano me rozaba el clítoris, haciendo que yo me moviera desesperada buscando el placer que tanto necesitaba.


Mientras, noté como Pedro retenía mis caderas, para, con una arrolladora embestida, introducirse en mi interior haciéndome gritar su nombre una y otra vez, al tiempo que se movía sin piedad dentro de mí, concediéndome todo lo que deseaba.


Mis senos rozaron la moqueta cuando me empujó hacia abajo, haciendo que mi rostro descansara contra el suelo, y cada uno de sus fuertes embates sólo conseguía que ese roce aumentara mi placer.


Una de sus traviesas manos continuó acariciando la parte más sensible de mi cuerpo, mientras la otra sujetaba mis caderas, hasta que finalmente no pude más y llegué al éxtasis mordiéndome los puños para no gritar demasiado, haciéndoles saber a todos el delirante placer que podía hallar en los brazos de ese hombre.


Cuando me derrumbé sobre el suelo, extasiada, creí que había acabado conmigo, pero al darme la vuelta y enfrentarme a su maliciosa sonrisa y a su erecto miembro, supe que tan sólo había comenzado.


Acariciando mi cuerpo sólo con el suave y cálido aliento de su boca, y el delicado roce de sus labios, me hizo estremecer y desearlo de nuevo en mi interior. Cuando su experta lengua prosiguió con las caricias, temblé de placer. Pero cuando rozó mi sensible clítoris sin piedad, me convulsioné desesperada ante un nuevo orgasmo. Y antes de que éste finalizara, Pedro invadió nuevamente mi cuerpo, penetrando en mí de una ruda embestida que me hizo retorcerme de placer, hasta que aumentó el ritmo de sus acometidas y se convulsionó contra mí, guiándome hacia un nuevo éxtasis en el que esta vez él me acompañó.


Cansados y saciados, Pedro cubrió mi desnudez con el abrigado jersey y me retuvo contra su cálido cuerpo, del que no se había molestado en retirar ninguna prenda.


Y de esta manera, los dos tumbados en el suelo, abrazados, al fin le prestamos atención a la película romántica que yo deseaba volver a ver. 


Y miramos esa comedia cada cual con pensamientos distintos, ya que yo quería que algo como aquello sucediera en mi vida, mientras que Pedro sólo pensaba que él nunca sería tan estúpido como el protagonista. O por lo menos eso fue lo que me susurró al oído, antes de que yo cediera al cansancio y me quedara dormida entre sus brazos, que en esos momentos me mostraban más cariño de lo que lo hacían sus rudas palabras en el día a día, palabras que aún no sabían lo que era el amor.


—Tal vez, cuando te enamores, ya no te parezca tan estúpido —susurré, sin saber siquiera si Pedro me habría oído, antes de dejarme llevar por un plácido sueño en el que todos mis deseos se cumplían y aquel hombre no tenía ningún reparo en confesarme sus sentimientos.