domingo, 6 de enero de 2019

CAPITULO 63




Cuando me desperté a la mañana siguiente, mi rostro mostraba una placentera sonrisa.


Dormir en un inmenso lecho, cálido y confortable, era una delicia. Y que me pudiera tumbar a mis anchas en él suponía un gran privilegio del que pocas veces disfrutaba, ya que en mi adorado hogar de Brooklyn me esperaba una minúscula cama, que, sinceramente, ya era hora de que cambiara.


Pero lo que más me regocijaba ese día era el hecho de que había disfrutado de un merecido descanso gracias a dos idiotas que todavía se preguntaban cómo les había ganado si al principio de la partida apenas tenía una pareja de ases.


Aún recordaba sus asombrados rostros cuando se percataron de que yo me adueñaría de la única cama disponible y de que para ambos sólo quedaba un sofá que tendrían que compartir.


Como siempre, los hombres no se tomaban demasiado bien su derrota, y aquellos dos no fueron una excepción: protestaron incesantemente mientras me relataban sus múltiples quejas, que yo desoí. Y sin piedad alguna tomé posesión de mi preciado premio al final de la noche. Pero antes de que eso ocurriera, Pedro y Esteban intentaron convencerme una y otra vez de que invitara a uno de ellos a compartir mi cama, cosa que nunca pasaría, porque, aunque Pedro y yo no hubiéramos pasado ni una sola noche separados, eso era algo que no podía volver a ocurrir. Algo que yo estaba decidida a evitar a toda costa.


Mi admirado actor me deleitó con algunos de sus superficiales coqueteos y sus falsas sonrisas, mientras insinuaba el placer que podía llegar a obtener entre sus brazos.


Por supuesto, a la vez que soltaba cada una de sus atrevidas proposiciones, era acribillado por la dura mirada de Pedro, que le advertía de que eso nunca pasaría. Mi adorado escritor no se quedó atrás y echó a un lado a su amigo para simplemente susurrarme al oído algunas de sus maliciosas ofertas que tanto me atraían.


De nuevo me sentí tentada de caer en sus brazos, pero decidí mantenerme firme y, sonrojada, le mostré mi determinación mientras me encerraba en el cuarto, dispuesta a no ceder nunca más al pecado que él representaba.


A pesar de la confortable cama de la que disfrutaba, esa noche tardé varias horas en dormirme, porque no podía dejar de pensar en las palabras de Pedro. Él simplemente se había limitado a describir en mi oído la forma en que nuestros cuerpos se habían amado esa tarde, haciéndome imposible negar sus palabras, porque era algo que ambos habíamos deseado y que siempre permanecería grabado en mi mente.


Finalmente, cuando me quedé dormida, tuve algún que otro tórrido sueño con un sensual pelirrojo, un libro y unos ojos castaños que nunca dejaban de mostrarme su ardiente deseo. Después de remolonear un poco en la cama, estirándome a mis anchas, decidí salir para preparar el desayuno, ya que posiblemente ni el actor de bella sonrisa ni el resentido escritor estarían de humor para entrar en la cocina.


La imagen que encontré en el salón me hizo reír a carcajadas y confirmar que era algo que ambos se tenían merecido por intentar engañar a una inocente chica de Brooklyn: en el sofá dormía el invitado. Mientras tanto, el dueño y señor de la casa había sido desterrado al duro suelo. Eso sí, en su camino había conseguido hacerse con las mantas, en las que estaba enrollado como un gusano, mientras su amigo tiritaba de frío.


Decidida a no regocijarme mucho más en mi victoria, preparé el desayuno y lo dejé en la pequeña mesa auxiliar cercana a ellos. Luego, cogí una cacerola y un gran cucharón y los desperté como hacía mi padre conmigo los días en que perezosamente no quería ir al colegio.


Nunca pensé que con el atronador ruido Esteban se caería del sofá, yendo a parar justo encima de Pedro, que se despertó con el peor humor de todos los tiempos, maldiciendo incesantemente a todo y a todos, sin poder salir del encierro de sus mantas debido al peso de su amigo, que le impedía moverse. Esta divertida escena fue algo que no pude resistirme a guardar para la posteridad, de modo que, sacando mi móvil del bolsillo trasero de mis vaqueros, los animé a sonreír. ¡Qué pena que ellos no estuvieran por la labor y tan sólo mostraran a la cámara gestos obscenos, mientras me gritaban algunas desagradables amenazas!


—Vamos, chicos, ¡sonreíd! —insistí, haciendo una nueva foto.


—¡Paula, borra ahora mismo esa foto! —me ordenó Pedro, consiguiendo al fin deshacerse del pesado bulto que tenía encima.


—Las estoy guardando para ponerlas en un álbum que diga «Visita de Esteban James a su adorada Miss Dorothy» —me burlé.


—¿En serio, preciosa? Si quieres una foto mía, te mandaré miles de ellas firmadas, pero ¡por favor, deshazte de esa imagen que podría dañar mi reputación! Además, Pedro nunca sale bien en las fotos, es muy poco fotogénico —añadió
alegremente Esteban, mientras se sentaba en el suelo y comenzaba a degustar el delicioso desayuno.


—¡Tú calla! ¿Para qué narices iba a querer Paula una foto tuya? —gruñó Pedro, mostrando ante mí aquellos irracionales celos que siempre negaba.


—Porque soy famoso, y al contrario que lo que ocurre contigo, todo el mundo me conoce y admira —concluyó el actor, sin poder dejar de alabarse a sí mismo.


—Para tu información, yo soy mucho más conocido que tú —replicó Pedroolvidándose por completo de la denigrante foto y compitiendo de nuevo con su desesperante amigo.


Y tras estas palabras, Pedro cogió su plato y se dirigió hacia el estudio, alejándose de Esteban, todavía molesto por su rudo despertar.


Esto habría sido todo si el ego del actor no se hubiera resentido por las palabras de Pedro, haciendo que el nombre que más irritaba a su amigo saliera de su boca.


—Creo recordar que no es a ti a quien conocen, sino a la adorable Miss Dorothy —declaró Esteban, consiguiendo que la espalda de Pedro se tensara y que su única respuesta fueran unos amargos gruñidos y un fuerte portazo antes de encerrarse en su estudio. Seguramente para escribir una de esas novelas de intriga que tanto le gustaban, donde una de sus víctimas con toda probabilidad sería un actor con demasiado tiempo libre que no sabía mantener la boca cerrada.



CAPITULO 62




Después de disfrutar de pollo frito y una ensalada, con un delicioso postre de natillas caseras, Paula recogió la mesa y se mantuvo apartada de los dos chistosos amigos que continuamente se burlaban de ella. Mientras los observaba jugar a las cartas desde la esquina del sofá, ella apuntaba en su libreta notas para una nueva novela que estaba escribiendo, ya que, en algunas ocasiones, las palabras de aquel hombre merecían ser escuchadas.


Paula había decidido rehacer su historia desde el principio. De vez en cuando, revisaba las anotaciones que Pedro había añadido a los márgenes de su manuscrito, con el insultante rotulador rojo, haciéndole conocer su seria opinión sobre su novela.


En ocasiones sus palabras la ofendían, pero otras la inspiraban a cambiar su historia y a
seguir adelante. Así era Pedro: toda una contradicción, que siempre se debatía entre
lo más dulce y lo más amargo.


Cuando estaba revisando una de las escenas, Paula se dio cuenta de que ya era un poco tarde y de que Esteban estaba un tanto achispado, demasiado como para conducir por esos escabrosos caminos hacia su lugar de descanso, así que, con delicadeza, hizo la pregunta que había dejado de lado durante todo el día.


Pedro, ¿Esteban se quedará a dormir? —preguntó, algo confusa al ver que Pedro barajaba las cartas preparándose para una nueva partida.


—¡Pues claro! ¡Yo nunca permitiría que mi amigo durmiera en otro sitio que no fuera mi hogar! —respondió él, bastante ofendido.


—Ya veo… ¿Y se puede saber dónde dormirá? —volvió a preguntar, un poco desconcertada, ya que el número de personas no cuadraba con la cantidad de lugares de la casa donde se podía pasar la noche.


—¿No me habías comentado que tenías listo el cuarto de invitados? —le recordó Esteban a su amigo, sin comprender aún cuál era el problema, algo que Paula no dudó en aclararle cuando le mostró la cama sin somier y sin colchón, presentándole de este modo a Esteban el «agradable» lugar que Pedro había dispuesto para su descanso.


—Aquí tienes tu cama, Esteban —anunció irónicamente, sin poder evitar sonreír ante la sorpresa de aquel sujeto que parecía no conocer lo suficiente a su amigo.


—¡Yo no puedo dormir ahí! —replicó indignado, mirando reprobadoramente a Pedro.


—Ni tú ni nadie —apuntó Paula, echándole en cara a Pedro que ése fuera el cuarto que él le había asignado a ella en un primer momento.


—Bueno, pues entonces dormiré en el sofá —concluyó Esteban, pensando que al fin había solucionado su problema.


—¡El sofá es mío! —reclamó Paula, dispuesta a defender su lugar de descanso con uñas y dientes, ya que no pensaba compartir de nuevo la cama con Pedro y volver a caer tontamente en sus brazos.


—Bueno, solucionemos esto como personas civilizadas: quien gane esta partida elige. ¿Qué os parece? —sugirió Pedro malicioso, retándola a seguirle el juego.


Por lo visto, aquellos niños mimados no sabían cómo se las gastaban las mujeres de Brooklyn cuando querían conseguir algo, pensó Paula, mientras dejaba a un lado sus anotaciones y, con paso decidido, se unía a la partida.


Pedro repartió las cartas de póquer, y si creyó por un momento que la baraja de insinuantes mujeres desnudas con la que estaban jugando la alteraría lo más mínimo, era que aún no la conocía lo suficiente. Como siempre que se encontraba en una situación peliaguda, Paula hizo caso a otro de los sabios consejos que le había dado su padre: «Cuando juegues con un granuja… ¡haz trampas!».





CAPITULO 61




El día transcurrió deprisa. Los dos amigos no dejaron de recordar viejas anécdotas del pasado y finalmente, por la noche, ambos se sentaron en la cocina, disfrutando de unas cervezas, sin dejar de atosigar ni un instante a la interesante mujer que se había ofrecido a hacerles la cena como agradecimiento por su ayuda con su padre, a pesar de que uno de ellos fuera el culpable de todos los problemas que enturbiaban su vida en esos momentos.


—¿Por qué tu padre es tan protector contigo? Con tu edad ya debería estar acostumbrado a que salieras con algún que otro hombre —preguntó Pedro con curiosidad, ante la atenta mirada de su amigo, que observaba con gran interés su extraño comportamiento, ya que Pedro Alfonso nunca se interesaba por la vida de ninguna mujer.


—Mi padre y yo estamos muy unidos. Mi madre murió cuando yo tenía catorce años y desde entonces hemos cuidado el uno del otro. Yo me encargo de las labores de la casa, en las que él es un auténtico desastre, y él cuidaba de que ningún indeseable se acercara a mí.


—¿Aún vives con tu padre? No me extraña que no tengas vida... —se burló el amargo escritor.


—No. Yo vivo sola…


—Pero… —trató de replicar Pedro, intuyendo que había alguna contradicción en las palabras de Paula.


—Mi padre vive en un apartamento al lado del mío —suspiró Paula, resignada a escuchar de nuevo las burlas de ese sujeto.


—Por tu respuesta, deduzco que no has tenido muchos novios —dijo Pedrobuscando una respuesta que satisficiera su curiosidad.


—Por tu carácter, intuyo que ninguna mujer se ha quedado mucho tiempo a tu lado —contestó Paula vengativa, molesta por la impertinente curiosidad respecto a su vida privada.


—Cariño, yo no las he dejado quedarse, que no es lo mismo. Y te informaré ahora mismo de que no quiero ninguna fémina en mi vida que amargue con sus múltiples quejas mi amada soledad.


—Algún día te enamorarás de alguien y espero que, cuando eso pase, hagas el idiota de una forma tan patética que hasta yo pueda reírme de ello —le advirtió Paula, señalándolo con la cuchara de madera con la que removía la ensalada.


—Eso nunca pasará —negó firmemente Pedro, acercando su rostro al de ella y brindando por su soledad con su amigo, que no podía apartarse ni un instante de la interesante conversación de aquella inusual pareja.


—¡Oh, lo dejo! ¡Los hombres sois imposibles...! —se quejó Paula saliendo de la cocina con los platos, para poner la gran mesa del comedor, que en aquella casa apenas utilizaban.


—¿Estás totalmente seguro de eso, Pedro? —le preguntó Esteban cuando Paula los dejó a solas, recibiendo como respuesta un único gruñido que lo hizo volver a reírse de la suerte que su amigo estaba teniendo en el amor, ya que había encontrado a su media naranja y todavía no comprendía cuánto estaba haciendo el idiota delante de ella.