miércoles, 2 de enero de 2019

CAPITULO 51




Cuando Pedro decidió salir al fin del cálido lecho en el que se encontraba, que hacía horas que había dejado de ser placentero al carecer de la presencia de la mujer que tanto lo tentaba, halló a Paula preparando un apetecible desayuno, mientras desafinaba una de las escandalosas canciones que había tenido la desgracia de aprenderse la noche anterior con aquella panda de granujas amigos de Luis.


Por lo visto, su resaca no había durado demasiado, ya que se movía alegremente por la cocina y el olor de la comida no la molestaba. Pedro se sentó en uno de los taburetes sin poder dejar de admirar cada uno de sus sensuales movimientos, y decidió que, sin ningún género de dudas, tenía que volver a tener a aquella mujer en su cama.


Que ella sólo deseara volver allí cuando ambos sintieran algo llamado «amor» era un problema en el que pensaría más tarde. Si fuera un buen hombre, tal vez permitiría que Paula se alejara de él, tal como ella deseaba, y que hallara en otro ese amor con el que soñaba. Pero como nadie podría definirlo jamás con esas palabras, Pedro simplemente hacía lo que quería.


Y en esos momentos, lo que más anhelaba era volver a tenerla entre sus brazos para demostrarle que no tenía que sentir ese estúpido sentimiento para poder disfrutar del buen sexo que ellos compartían.


Pedro degustó lentamente su desayuno sin dejar de observarla ni un solo instante, ni de rememorar en su calenturienta mente cada uno de los momentos de la noche que habían pasado juntos. Mientras no dejaba de idear descabellados planes para que volviera a caer entre sus brazos, la inspiración que siempre acudía a él cuando Paula lo acompañaba se adueñó de su mente y lo hizo volver a sus historias, en las que sus protagonistas siempre conseguían tener sexo con la mujer que deseaban.


Si todo fuera tan fácil como en una de esas novelas que escribía, Paula no saldría de su habitación en una semana, y ese estúpido sentimiento que todos llamaban «amor» no se interpondría en su camino para conseguir a la mujer que más deseaba.


Paula se había sentado frente a él y Pedro se disponía a utilizar todos sus trucos para hacerla caer de nuevo con sus tentadoras palabras, cuando un impertinente y molesto personaje interrumpió su momento osando llamarla a su teléfono móvil, y ella contestó con una jubilosa sonrisa.


—¿Diga…? —dijo ella alegremente.


Sus siguientes palabras hicieron que Pedro volviera a sacar a relucir su conocido mal humor, porque si ya era bastante malo que la mujer que había tenido entre sus brazos la noche anterior gritando su nombre le negara su cuerpo a la mañana siguiente, era aún peor que riera tontamente con las bromas de otro hombre que tal vez sí le podría dar lo que Paula buscaba, esas dos palabras que ilusionaban tanto a las mujeres y que muy pocas veces tenían la importancia que ellas les daban, ya que un «te quiero» pronunciado despreocupadamente no significaba nada.


—¡Sí, Luis, estoy de maravilla…! ¡No te preocupes, se lo recordaré! Yo también me lo pasé genial y…


La conversación de Paula finalizó en el preciso instante en que Pedro le arrebató el teléfono y simplemente colgó. Luego la miró bastante molesto.


—Como mi secretaria que eres, tienes mucho trabajo que hacer organizando todos los detalles de mi viaje. Como mi niñera enviada por esa adinerada editorial, ni siquiera has empezado a cumplir con tu deber, y como mi ayudante, para pagar tus gastos de alojamiento dejas mucho que desear, ya que todavía no has sido capaz ni de terminar de montar mi coche. Que sepas que no tienes tiempo para divertirte. ¡De hecho, todo tu tiempo en estos instantes me pertenece! —reprendió severamente Pedro a la mujer que tanto lo había alterado con el simple juego de risitas que había compartido con otro.


—Si no fuera porque es imposible en alguien como tú, juraría que estás celoso— comentó Paula suspicaz, intentando recuperar su teléfono, algo del todo imposible cuando un hombre del tamaño de Pedro decidía ponerlo fuera de su alcance.


—¡No seas ridícula! ¡Yo no he sentido celos en mi vida! —replicó Pedrodevolviéndole el móvil bruscamente por haberse atrevido a decir tal cosa—. ¿Qué quería ese hombre de ti? —indagó a continuación, sin darse cuenta de que su pregunta hacía que la afirmación de Paula pareciera cada vez más acertada.


—Sólo preguntarme cómo estoy y recordarme que te dé el correo que te trajo ayer, cuando tú habías ido en busca de «inspiración» —contestó, haciendo bastante hincapié en el tipo de inspiración que había ido a buscar a esa taberna.


—Y que finalmente encontré... —sonrió el escritor con malicia, devorando el cuerpo de Paula con la mirada.


—Gracias, Pedro, pero no me gusta ser tu musa en ninguna de tus novelas: ni en las de intriga, ni mucho menos en las de amor —replicó Paula irónica, consciente de la forma en que se inspiraba, mientras le tendía a Pedro el abultado sobre que había recibido el día anterior.


Él se lo arrebató de las manos y después de ver la dirección del remitente, sonrió como si de una broma se tratase y lo abrió sin prisa, sacando de él una película que aún no había sido lanzada al mercado y que todo el mundo esperaba con gran impaciencia.


Entre sus manos, Pedro tenía el último estreno del maravilloso actor Esteban James, una joven promesa de esas comedias románticas que tanto atraían a todas las mujeres. De hecho, Paula había reído, llorado y disfrutado con cada una de las actuaciones de ese hombre, convirtiéndose en una acérrima seguidora de cada una de sus películas.


Y esa que Pedro tenía en sus manos era una de sus favoritas, y la que más deseaba volver a ver después de haberla disfrutado en el cine, pero por desgracia no saldría a la venta hasta al cabo de unos meses. Entonces, ¿cómo narices podía poseer él ese preciado tesoro?


No pudo resistir la tentación de arrancársela de las manos, pensando que a él, sin duda alguna, le desagradaría ese género, ya que en su extensa colección de DVD sólo había thrillers, películas de asesinatos y alguna que otra de suspense o terror.


—¡Es el último DVD de Esteban James! —gritó Paula emocionada, mirando detenidamente la bella portada en la que destacaba el hermoso perfil del actor, un atractivo moreno de ojos azules, cuyo rostro podía ser la perdición de cualquier mujer.


—Esto no es tuyo —dijo Pedro, arrebatándole violentamente la película de las manos y llevándosela consigo, así que ella lo persiguió por toda la casa, para ver dónde ocultaba ese bien tan codiciado.


Se quedó anonadada cuando vio que Pedro se dirigía hacia la parte trasera de la casa, donde junto a la ventana había sido colocado un imaginativo artilugio para espantar a los pájaros que sobrevolaban el lugar. El ingenioso invento consistía en unos brillantes adornos hechos con unos simples DVD que colgaban de hilos de pescar, creando deslumbrantes destellos que espantaban a las insolentes aves que osaban acercarse.


A ella no le parecía mal, ya que era una solución bastante buena, que utilizaba recursos desechables que de otro modo acabarían en la basura. Pero lo que le pareció un sacrilegio fue que Pedro colocara junto a ellos, con una gran sonrisa, el DVD de esa nueva película que tantas mujeres deseaban poseer y luego, encima, el muy cabrón le hiciera una insultante fotografía que seguramente mandaría a alguno de sus amigos.


—¡Ni se te ocurra bajarlo de ahí! —ordenó Pedro, en un tono bastante más brusco de lo habitual.


—¡Pero ésa es una de mis películas favoritas! —gimió Paula, desesperada por alcanzar el DVD.


—¡Cómo no! Alguien como tú tenía que ser una fanática seguidora de ese idiota... —le reprochó Pedro, molesto con ella, porque intentaba por todos los medios alcanzar la película.


—¡Esteban James no es un idiota! ¡Tiene mucho talento, y por los reportajes que se pueden ver en la tele sobre él, es un hombre con mucho carisma! —defendió Paula a su adorado actor de las rudas palabras de aquel fastidioso hombre.


—Sí, claro… Y según todo el mundo, Miss Dorothy es una dulce y adorable ancianita —le recordó Pedro irónicamente, señalándole uno de sus mayores defectos: su ingenuidad.


—Sí, pero todo el mundo no es como Miss Dorothy —señaló Paula burlona, sin abandonar sus intentos de apoderarse de un objeto que podía convertirse en una de sus más preciadas posesiones.


—No, cariño, yo soy único —sonrió Pedro, alzando la barbilla de Paula y atrayendo sus labios hacia un dulce beso que la hizo olvidarse de por qué admiraba tanto a otro hombre que no fuera su exasperante escritor.


Cuando él finalizó el beso, dejándola un tanto aturdida, volvió a mostrar su perversa personalidad colgando el disco en la parte más alta de su ingenioso artefacto.


Paula lo maldijo una y otra vez, mientras Pedro se alejaba hacia el interior de su confortable hogar y ella se quedaba dando estúpidos saltitos con la esperanza de alcanzar alguna de las películas de su actor preferido, porque ahora que se fijaba con más atención, todos los DVD que colgaban ante sus ojos como si de unos tentadores caramelos se tratasen, eran de su amado Esteban James. Todos y cada uno de ellos.


¡Qué narices le pasaba a Pedro para odiar tanto a ese actor! Y lo más importante: ¿por qué tenía el privilegio de recibir con antelación sus películas si era algo que simplemente desaprovechaba?




CAPITULO 50




A la mañana siguiente me levanté con la mayor resaca de mi vida. Y eso que estaba más que acostumbrada a beber, ya que, cuando salíamos, mi amigo Raúl siempre me retaba a ir a un bar donde el juego de moda era participar, totalmente trompa, en el concurso estilo Trivial que el dueño exponía en la gran pantalla de plasma del local.


Los que sabían poco, acababan sabiendo aún menos, pero si acababas ganando, las copas te salían gratis durante toda la noche.


Yo, por suerte, casi siempre ganaba. Aunque cuando volvía a casa siempre me encontraba la mirada reprobadora de mi padre, que sostenía una gran taza de café muy cargado, que me hacía reflexionar sobre por qué había fallado la penúltima pregunta del juego si apenas veía doble...


En ese momento eché de menos a mi amoroso padre y su espléndido remedio para la resaca que siempre me hacía sentirme como un despojo a la mañana siguiente. Y los eché de menos, muy especialmente, cuando el resultado de mi locura fue despertarme desnuda junto a aquel indecente hombre y su espectacular trasero.


Él dormía boca abajo, ocupando casi toda la cama, mientras uno de sus fuertes brazos me retenía contra su cuerpo, haciéndome imposible huir sigilosamente y aparentar que nada de eso había ocurrido. Traté de apartar su brazo de mí, despacio, pero él murmuró algo ininteligible, al tiempo que se removía inquieto hasta volver a abrazarme. Así que, después de intentar mi huida varias veces y acabar con él más enlazado a mi cuerpo, desistí de ello y decidí tratar de recuperar poco a poco los recuerdos de lo ocurrido la noche anterior, hasta que Pedro al fin se despertara y me permitiera escapar de sus ansiosos brazos que no se apartaban de mí ni un solo instante.


Bien, veamos: yo había ido a una acogedora taberna con el sonriente y agradable Luis, luego hizo su aparición Pedro y lo más lamentable de todo era que había acabado la noche con el escritor gruñón… Definitivamente, mis hormonas estaban muy mal para preferir a aquel detestable hombre en vez de a uno que todo el rato me hacía reír.


Más recuerdos… Después de unas cuantas cervezas, había conocido a unos amigos de Luis, todos encantadores y solteros, que no paraban de halagarme. Y una vez más me pregunté por qué había acabado en la cama de un hombre que desconocía el significado de la palabra «amabilidad».


Bueno, creo que lo que me llevó a coger la cogorza de mi vida fueron los chupitos de un fuerte brebaje fabricado en las Highlands que era puro alcohol. Creo recordar que alguien me sacó a bailar. Luego yo bailé como me había enseñado mi vecina la estríper y después sólo sé que alguien me cargó sobre su hombro como un saco de patatas y me llevó a…


¡Oh, Dios mío! Ahora que me había calmado un poco y que mi mente comenzaba a estabilizarse, me acordé de mi confesión a Pedro, los insinuantes besos que le di y todas las veces que mi cuerpo había gozado de sus caricias...


¡Mierda! ¡No sólo lo habíamos hecho en mitad del camino en un pequeño coche de alquiler, sino que cuando llegamos a su casa probamos todas las habitaciones excepto el dichoso cuarto de invitados, que seguía siendo inhabitable!


El sofá había sido el primero. Después la mesa de la cocina, el suelo del pasillo, la ducha y al final caímos rendidos en la cama, sin poder mover ni un músculo de nuestros cuerpos, que únicamente nos reclamaban unas cuantas horas de sueño.


Vale… ¿y ahora cómo salgo de ésta? ¿Le digo que no recuerdo nada y lo mantengo alejado de mí, o le recrimino su comportamiento ante una desvalida y embriagada mujer que no sabía lo que hacía?


No, ésas eran vanas excusas que con él no servirían de nada. Además, había sido yo quien había buscado sus caricias, así que haría caso a los sabios consejos de mi padre para responder ante cualquier nefasta situación: mantendría la cabeza bien alta, sonreiría y diría siempre la verdad, ya que los dos éramos adultos y yo no tenía nada de lo que avergonzarme.


Mientras pensaba en las palabras más acertadas para hacerle entender a Pedro que aquello no volvería a pasar, noté que la fuerte mano que me retenía había comenzado a acariciarme, así que me volví hacia él y me encontré con su pícara sonrisa y sus penetrantes ojos castaños que devoraban mi desnudo cuerpo, sin duda, dispuesto a repetir alguna de las hazañas de la noche anterior.


—La cama no llegamos a probarla... —musitó sensual en mi oído, haciéndome desear caer una vez más en la tentación.


Pero yo, firmemente decidida, lo aparté de mi lado y me alejé de la cama arrastrando la sábana conmigo, ocultando mi cuerpo a sus ojos e intentando dejarlo todo claro entre nosotros.


Pedro, esto no volverá a pasar. Yo sólo he venido para que termines ese libro. Y cuando todo esto finalice, me marcharé.


—¿Y por qué no podemos divertirnos en el proceso? —propuso ladino, acomodándose en el lecho sin importarle lo más mínimo mostrarme su espléndida desnudez.


Yo, resuelta a decir toda la verdad, me acerqué todavía envuelta con mi protectora sábana, y cuando nuestros labios estuvieron tan cerca que nuestros alientos se tocaban, le expliqué cuáles eran mis sentimientos.


—Esto no volverá a pasar, Pedro Alfonso, porque yo hago el amor, no follo — expliqué con unas palabras tan rudas como las que eran habituales en él. Luego, no pude evitar darle un beso de despedida y me largué hacia el baño, llevándome la sábana enrollada en torno a mí como si del vestido de alguna diosa griega se tratase.


Por primera vez desde que nos conocimos, dejé a mi admirado y reconocido autor sin palabras, y me sentí orgullosa de ello, porque eso sólo significaba que él estaba tan perdido como yo en esos momentos en los que ninguno de los dos sabíamos por qué habíamos acabado en brazos del otro en aquella enorme cama en la que siempre tendríamos presente nuestro primer encuentro.



CAPITULO 49




Conducir hacia su casa y llegar intacto se le estaba haciendo imposible, con la «señorita tentación» sentada junto a él, poniendo la radio a todo volumen y cantando cada una de las canciones que encontraba. Se las supiera o no, Paula las interpretaba con gran emoción. ¡Qué pena que los oídos de Pedro no tuvieran el mismo entusiasmo por oír sus delirantes y desafinados berridos!


La tercera vez que puso fin a ese ensordecedor ruido apagando la radio, Paula intentó encenderla de nuevo, momento en el que Pedro retuvo junto a él su delicada mano. Pero si creyó que con eso conseguiría silenciarla, estaba muy equivocado, ya que, por lo visto, ése fue el momento elegido para que Paula añorara su casa y comenzara a entonar la famosa canción New York, New York, de una manera tan lamentable, que, sin duda alguna, si Frank Sinatra estuviera vivo, le patearía su hermoso trasero sin clemencia alguna.


El dolor de cabeza, que en un principio había comenzado como una leve punzada en su sien derecha, ahora se había convertido en algo bastante insoportable. Y más cuando aquella loca no dejaba de aullar junto a su oído una canción de la que sólo se sabía el estribillo.


Pedro se detuvo unos instantes en un apartado y oscuro lugar alejado del camino, decidido a amordazarla con su camiseta o a meterla en el maletero con tal de acallar aquel irritante sonido que lo estaba poniendo de los nervios.


—¿Ya hemos llegado? —preguntó Paula, confusa, al ver que Pedro no apagaba el motor del vehículo.


—No. Hemos parado un momento para tomarnos un descanso —contestó él, mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad y rebuscaba en la guantera un bote de analgésicos y una botella de agua que había dejado antes.


—Ya sé lo que está pasando, ¡te quieres aprovechar de mí! —exclamó Paula, desabrochándose también el cinturón.


—No, eso no es lo que estoy…


—¡Ya era hora! —interrumpió ella sus explicaciones, colocándose sobre su regazo y poniendo fin a la búsqueda de un alivio para su malestar que no fuera ella misma.


Pedro puso sus manos en la espalda de la mujer que se retorcía insinuante encima de él, sin dejar de besar su rostro con dulzura, tentándolo a abandonarse a la locura.


Decidido a comportarse como un caballero, probó a hacerla razonar, pero la confesión que salió de su boca, esas palabras que él nunca había oído, lo hicieron olvidarse de todas sus buenas intenciones y sucumbir una vez más al pecado, arrastrándola con él hacia el placer que tanto los deleitaba.


—Paula, estás borracha… no quiero que hagas algo de lo que mañana te puedas arrepentir —dijo firmemente Pedro, alejándola por unos instantes de él para que cesara en sus desmedidas muestras de afecto y comprendiera lo que estaba haciendo.


—Te he echado de menos, ¡todas las noches te echo de menos! —confesó ella, aún en su regazo. Y tomando una de sus fuertes manos, hizo que le acariciara la cara, mientras proseguía con la revelación de sus más profundos sentimientos—: Añoro tus gruñones comentarios, tu ácido humor y tu perversa sonrisa —declaró feliz, besando la mano que al fin la volvía a tocar—. Tus embaucadoras palabras, que sólo saben tentarme, y tus fuertes brazos, que en sueños me retienen contra tu cuerpo… —continuó dulcemente, abriendo al fin los ojos y enfrentándose a la sorprendida mirada del hombre al que había comenzado a amar—. Añoro tus palabras como Miss Dorothy y también las bruscas pronunciadas como Pedro Alfonso, que salen de tu boca confundiéndome por igual. Pero lo que más echo de menos son tus caricias, con las que me demuestras que, a pesar de que tus labios lo nieguen, sientes algo por mí que no sabes cómo definir. Y eso te asusta… —declaró Paula, mientras le acariciaba los labios con uno de sus delicados dedos—. Estamos tan cerca, pero a la vez tan lejos, Pedro... —finalizó, llegando a un lugar de aquel hombre al que nunca nadie había llegado: su corazón.


Pedro no pudo ser el caballero que hacía recapacitar a la confusa mujer que tanto lo tentaba de que aquello era un gran error. No pudo convertirse en ese hombre de novela rosa que ella admiraba, porque los hombres de verdad no tenían tanta fuerza de voluntad como para alejar lo que más codiciaban. Y él tenía entre sus brazos su mayor anhelo: una mujer que lo conocía por completo y que, aun así, lo deseaba.


Por primera vez en su vida, se dejó llevar por lo que su loco corazón le dictaba y, tras besar tiernamente la mano de ella, que todavía descansaba sobre sus labios, la llevó hacia su cuello y se apoderó de su boca, haciéndole ver a Paula lo mucho que él también había añorado la unión de sus cuerpos.


Ella se dejó guiar en ese tórrido beso que tanto deseaba y se abandonó a las caricias de aquel hombre que tanto amor le mostraban. Pedro devoró su boca, besando con exquisita delicadeza sus labios, para luego mordisquearlos con ternura y lograr que algún que otro gemido escapase de Paula, aprovechando el momento para que su lengua se adentrara en su boca para jugar con la de ella, mostrándole la dulce pasión de un beso.


Las fuertes manos de Pedro vagaron por el cuerpo de Paula, y alzó poco a poco el jersey que lo había estado tentando toda la noche. Ella levantó los brazos por encima de la cabeza y Pedro se los retuvo con la nívea prenda, que usó para sus tentadores juegos de seducción: cogió con brusquedad el jersey que mantenía aprisionadas las manos de Paula y lo echó hacia atrás, haciendo que ella se recostara contra el volante del coche.


A la vez que con una mano la mantenía prisionera, con la otra le acariciaba la cintura, haciéndola estremecer con cada uno de sus mimos. Pedro subió lentamente hacia el sujetador y se lo desabrochó. Luego, sin más, lo apartó de su camino cuando sus labios decidieron deleitarse con el dulce sabor de Paula.


Devoró sus pequeños senos, haciendo que sus pezones se irguieran impacientes.


Su lengua recorrió con lentitud cada uno de ellos y sus dientes jugaron tentadores con sus pechos. Cuando Paula suplicó más, Pedro simplemente retiró la boca y, después de brindarle una de sus perversas sonrisas, sopló sobre ellos, haciéndola temblar.


La mano de él descendió lentamente por su cintura hasta el borde de los pantalones y se introdujo dentro de ellos, llegando hasta su más recóndito lugar. Ella se removió inquieta, buscando las caricias de un hombre que siempre sabía complacerla, y cuando introdujo varios dedos en su húmedo interior, sin dejar de rozar su clítoris con otro, Paula no pudo evitar gemir de placer, incitándolo a seguir con cada una de sus cautivadoras acciones.


Mientras se movía inquieta sobre el regazo de Pedro, notó la evidencia de lo mucho que aquel hombre la deseaba y le rogó que le liberara las manos, atrapadas por el jersey, para poder tocarlo. Pedro simplemente desoyó sus súplicas y la sujetó más fuerte, a la vez que su ávida boca volvía a devorar los turgentes senos, llevando su cuerpo a la cúspide del goce.


Paula, sintiendo el placer de sus labios junto al de las caricias de sus manos, no pudo evitar entregarse a un desgarrador orgasmo, durante el que gritó el nombre del hombre que tanto confundía su cuerpo y su mente. Se desplomó saciada contra el volante del automóvil, haciendo sonar el claxon.


Él se rio ante el ensordecedor ruido que los sorprendió a ambos y antes de que Paula pudiera reaccionar de alguna manera, la tumbó en el asiento del pasajero, desnudándola rápidamente: el jersey fue arrojado a un lado, liberando al fin sus manos, y él se despojó del suyo, mostrando la desnudez de su pecho. 


Luego se bajó los pantalones para, a continuación, colocarla de nuevo sobre su regazo, entrando esta vez en su húmedo interior de una profunda embestida que los hizo gemir a ambos, deleitándose con el placer de la unión de sus cuerpos.


Pedro sujetó la cintura de la apasionada mujer que lo montaba, marcando el ritmo que exigía su cuerpo, y ella se dejó guiar mientras sus delicadas manos sujetaban los fuertes hombros del hombre que la tentaba.


Paula no tardó en volver a excitarse cuando la boca de Pedro volvió a agasajar sus pechos y él incrementó su ritmo, haciéndola delirar de placer cuando sus labios susurraron en su oído las bellas palabras que en verdad él nunca reconocería.


Ése fue el momento en que Paula se estremeció ante un nuevo orgasmo, dejándose llevar hasta el éxtasis.


Él la acompañó, llevando inclemente su cuerpo hasta el límite del placer, donde los dos gritaron el nombre de la persona que más los irritaba y complacía en todo momento.


Paula se derrumbó sobre él, que la abrazó con un cariño que nunca demostraba. La retuvo contra su cuerpo, acunándola entre sus brazos hasta que el frío de las Highlands comenzó a hacer su aparición. Entonces se vistieron con prisa y volvieron a emprender el camino sin decir una sola palabra sobre lo ocurrido, porque en realidad ninguno de los dos sabía si lo que sentían el uno por el otro podía definirse como amor