jueves, 3 de enero de 2019
CAPITULO 54
Cuando Paula salió de la habitación, dispuesta a sorprender a Esteban con sus habilidades culinarias, encontró a Pedro a cargo de la cocina. El temperamental escritor no cesaba de gruñirle a su amigo alguna que otra protesta por lo mal que llevaba a cabo su función de ayudante. Esteban, sin hacerle ningún caso, cortaba lentamente las verduras que Pedro había decidido añadir al pollo que freía en una enorme sartén con algunas especias, un plato que, en definitiva, la hacía desear que cocinara más a menudo.
—Que tú seas un as en la cocina no significa que yo lo haga tan mal —se quejó penosamente Esteban, mientras seguía cortando pimientos lo más rápido que podía.
—Sí, significa justo eso... —respondió Pedro con brusquedad, apartándolo y cortando él rápidamente las verduras, antes de unirlas al sazonado pollo, que olía maravillosamente bien.
—¡Eh! ¡Que yo no tengo la culpa de no haber tenido hermanas que me enseñaran a cocinar!
—¿Enseñarme? —se indignó Pedro, fulminándolo con la mirada—. ¡Me obligaron a aprender para servirles como esclavo!
—¿Tienes hermanas? —intervino Paula en ese momento, interrumpiéndolos, muy interesada al descubrir otra de las caras ocultas de aquel hombre que la intrigaba.
—Pedro tiene la inmensa suerte de contar con cinco preciosas hermanas mayores. No como yo, que soy un lamentable hijo único... —dramatizó el actor, sentándose en uno de los taburetes de la cocina e invitándola a acompañarlos.
—¡Suerte! —suspiró Pedro despectivo—. ¡Di más bien maldición! ¡Esas mujeres son unas brujas que no cesan de entrometerse en mi vida! ¿Por qué narices crees que estoy escondido en este recóndito lugar?
—Yo nunca huiría de unas hermosas señoritas como tus hermanas, más bien las convencería con algunas de mis palabras —contestó el actor, mientras besaba galante la mano de Paula, como todo un caballero.
Pedro se puso rígido ante la escena que se desarrollaba delante de él e incluso estuvo a punto de quemarse, por lo que exigió con brusquedad la ayuda de aquella mujer que lo afectaba tanto que hasta hacía que se olvidara de lo que estaba haciendo en esos momentos.
—¡Paula! ¡Ayúdame con la comida! ¡Que yo sepa, esto es algo que deberías estar haciendo tú! —rugió furioso, mientras le ordenaba que preparase una ensalada.
—¡Sí, Miss Dorothy! —bromeó ella, ejecutando un impecable saludo militar y corriendo a ocupar su lugar en la cocina.
—¡Ah! Veo que sabes quién es Pedro. No creía que fuese capaz de decírselo nunca a una chica. Es un secreto que mantiene bien guardado, después de que aquella nefasta arpía intentase chantajearlo —comentó Esteban, revelando sin darse cuenta parte del pasado del famoso escritor, que éste ocultaba a todo el mundo.
—Paula es de la editorial, o al menos la ha contratado esa persistente bruja que no me deja ni a sol ni a sombra —informó Pedro, cortando de golpe las confesiones de su amigo sobre su vida privada.
—¿Qué hiciste cuando esa mujer te chantajeó? —preguntó Paula, un poco avergonzada, ya que ella había hecho lo mismo, aunque sus motivos en esos momentos le parecieron menos egoístas.
—Le dije que contara lo que le diera la gana. Después de todo, nadie la iba a creer... —contestó Pedro tranquilamente, mientras seguía cocinando.
—Eso es verdad. Hay que admitir que Natalie Wilson ha hecho un trabajo tan estupendo, que si no conociera tu forma de escribir desde hace años creería que Miss Dorothy existe —apuntó alegremente Esteban, picoteando de la ensalada—. Y la foto de la ancianita es tan espléndida y adorable que nos llega a todos al alma.
—Sí, lo sé —sonrió Pedro con melancolía, haciendo pensar a Paula que esa foto no había sido escogida al azar.
—¿Quién es la mujer que sale en tus libros? —preguntó muy interesada en la respuesta.
—Era Ines Callaghan, mi abuela escocesa y os puedo asegurar que nunca fue una adorable ancianita. Tenía un temperamento endemoniado, pero mi abuelo la adoraba. Murió años antes de que yo llegara a publicar el primero de esos ñoños libros. Cuando la editorial decidió poner alguna estúpida foto en la contraportada, en vez de dejarla en blanco como yo les dije en su momento, les envié la foto de mi abuela que más le gustaba a mi abuelo. Me negué a cambiarla, aunque ellos deseaban una foto moderna y en color. —Tras unos segundos de reflexión, Pedro continuó—: A pesar de lo poco que me agradan algunas de esas estúpidas historias de amor, siempre me alegra ver la foto de mi abuela en los libros.
Paula se quedó sin palabras ante su confesión, y sus tiernas palabras le recordaron por qué se había enamorado de un hombre como él.
Aunque eso tal vez llegara a ser su perdición, se trataba de algo que simplemente no podía evitar.
—Bueno, ¡basta de sentimentalismos! —concluyó Pedro, sirviendo el almuerzo y
poniendo fin a esos escasos momentos en los que permitía a los demás vislumbrar un poco más de sí mismo.
CAPITULO 53
Cuando salí del baño, después de darme una ducha bastante larga con la que intenté esconder mi vergüenza ante el peculiar recibimiento que le había ofrecido a ese hombre al que idolatraba, corrí hacia la habitación de Pedro, donde estaba mi ropa, envuelta tan sólo en una toalla.
Para mi desgracia, él estaba allí, terminando de ponerse las botas, y al observar mi escasa indumentaria, decidió hacerlo con bastante más lentitud. Yo, por mi parte, agarrando con fuerza la minúscula toalla que había encontrado en el baño y que, gracias a Dios, tapaba todo lo necesario, traté de encontrar en mi maleta con qué cubrir mi desnudez, algo realmente complicado cuando una sólo puede utilizar una mano, debido a que la otra la tiene ocupada impidiendo quedarse desnuda ante la ávida mirada de un pelirrojo que estaba tardando, a propósito, más de lo necesario para atarse unos
puñeteros cordones. Al fin, harta de que se demorase tanto con tal de intentar verme de
nuevo desnuda, fui a increparlo para que se marchara. Gesto que, definitivamente, nunca funcionaría con un sujeto como él.
—Si ya has terminado... —dije, señalándole cordialmente la puerta e indicándole que saliera de la habitación.
—Sí, ya he terminado —respondió él, y se dejó caer con gran despreocupación sobre su lecho, colocando sus fuertes manos detrás de su cabeza, mientras sus ojos no se apartaban de mí ni un solo instante.
—¿Podrías marcharte para que yo pueda vestirme? —le pedí, indicando de nuevo la salida, molesta por su desvergonzado comportamiento.
—¿Por qué? No ocultas nada que no haya visto ya —respondió Pedro, recordándome que él y yo habíamos sido amantes, aunque yo ahora lo rechazara.
—Haz lo que quieras... —repliqué, cansada de intentar razonar con un sujeto que carecía de consideración alguna.
Así pues, sujetando la toalla contra mi cuerpo, rebusqué desesperadamente en mi maleta hasta dar con algo de ropa: unos viejos vaqueros y un amplio jersey azul fueron lo primero que encontré. También hallé un conjunto de ropa interior, para mi desgracia, el más atrevido que llevaba conmigo, y a Pedro se le iluminaron los ojos en cuanto lo vio, como si de un juguete nuevo se tratase.
—¡Esto no lo había visto! —exclamó, sujetando el excitante tanga negro con un dedo—. ¿Te lo vas a poner para él? —preguntó con una sonrisa falsa, dejando entrever con ello cuánto lo molestaba esa posibilidad.
—No, me lo voy a poner porque es lo primero que he encontrado —contesté bruscamente, arrebatándole mi tanga y poniéndomelo delante de él sin dejar de sostener la toalla.
—Si piensas ponerte esto también sin soltar la toalla será un espectáculo digno de ver —se burló de mí, jugando esta vez con mi delicado sujetador de encaje negro.
—Eso puedes quedártelo. Después de todo, no lo necesito —le espeté, poniéndome el ancho jersey que me tapaba hasta los muslos y dejando caer finalmente la toalla—. Mira tú por dónde, esto sí lo voy a hacer por él... —bromeé, intentando sacarlo de quicio, cosa que nunca debí haber hecho, porque Pedro se incorporó de repente y, sin decir ni una sola palabra, me agarró y me tumbó violentamente sobre la cama. Luego se colocó sobre mí y me miró con sus serios ojos, exigiéndome algo que ni él mismo sabía reconocer.
—¿Por qué tienes que admirar a otro hombre que no sea yo? ¿Por qué tienes que reírte con otro y pensar en otro si me tienes aquí delante? —dijo, mostrándome que, verdaderamente, las veces que nos habíamos acostado habían significado algo para él —. Yo te puedo dar todo lo que desees... —insinuó sugerente, subiendo una atrevida mano por mi muslo, haciéndome estremecer, mientras se acercaba peligrosamente al borde de mi tanga—. ¿Para qué necesitarías a otro si sólo yo logro hacerte enloquecer de pasión? —susurró sensual en mi oído al tiempo que su mano seguía acariciando mi cuerpo.
— Porque tú no me amas —dije, sorprendida por su abrupta confesión, pero todavía necesitada de unas palabras que siempre había deseado escuchar.
Pedro cesó en sus caricias y se incorporó, dejándome libre del encierro de sus brazos.
—Y él tampoco lo hará, sólo jugará contigo. Como siempre hace con todas las mujeres —me advirtió serio, mirando la puerta que nos separaba de la presencia de su amigo.
—No lo conozco, pero no me pienso dejar engañar ni por él ni por nadie —afirmé, decidida a serenar sus miedos, porque, al parecer, yo le importaba más de lo que dejaba ver.
—Pero tú caes tan fácilmente ante las palabras de un hombre… y él sabe fingir tan bien... —declaró Pedro, preocupado, revolviéndose el pelo, nervioso, con una mano.
—No soy tan ingenua como crees —repliqué, resuelta a calmar su inquietud acercándome hasta donde estaba sentado, a los pies de la cama.
—Entonces, ¿por qué siempre que quiero consigo llevarte a la cama? —me reprochó, molesto por mi afirmación.
—Porque cuando leí por primera vez uno de tus libros, me enamoré de alguna manera de esas palabras, y cuando te conocí, aunque no te parecías en nada a la escritora que tanto admiraba, la persona tierna y sensible a la que pertenecen esas palabras se hallaba allí. Cada vez que me rindo a tus brazos es porque en esos instantes veo al hombre del que me enamoré, que vuelve a surgir para recordarme que aún existe en tu interior, aunque tú lo sigas negando —confesé, abrazándolo por la espalda y haciendo que se pusiera rígido ante mi cariñosa muestra de afecto.
—¿Y te atreves a decirme que no eres una ingenua? —inquirió seriamente, deshaciéndose de mi abrazo y levantándose para enfrentarse a mí con sus fríos ojos castaños.
—Sólo te he explicado por qué soy tan idiota como para caer en tus brazos, Pedro. Y ahora te revelaré por qué me resistiré a amarte: en primer lugar, no pienso hacerlo porque entregarte mi corazón sería un desperdicio, ya que no sabrías qué hacer con él. En segundo, porque aunque sientas algo por mí nunca me lo dirías y mucho menos mostrarías en público algo de ese cariño. Y en tercer lugar, porque tú, Pedro Alfonso, no eres de los que gritan su amor al mundo y yo necesito a mi lado a alguien que me recuerde que el amor sobre el que tanto he leído existe. Algo que definitivamente tus personajes pueden hacer, pero que tú nunca harás en la realidad — señalé, decidida a no volver a ser tan idiota como para rendirme ante los encantos de un hombre que nunca me daría lo que yo necesitaba.
—Las palabras de amor son tan fáciles de decir… y la gente las pronuncia tan a la ligera, que hoy en día apenas tienen valor. Aunque no crea en el amor, me niego a decirlas si no son ciertas —manifestó Pedro, mirándome con firmeza y dejándome claro que nunca sería capaz de amarme.
—¿Lo ves? Aquí está el hombre al que a veces amo… —dije, sin poder evitar que algunas lágrimas inundaran mis ojos cuando la respuesta de él fue la brusquedad con la que cerró la puerta, una que ahora nos separaba más que nunca.
Tras secarme las lágrimas y acabar de vestirme, me miré al espejo y, tal como mi padre me recomendaba hacer cada mañana, me enfrenté con una sonrisa a un nuevo día.
Tal vez en el momento más inesperado hallaría el amor que tanto anhelaba, pero mientras tanto, disfrutaría de lo que la vida me deparase, que en esos momentos no era otra cosa que un apasionado escritor por el que sentía algo más de lo necesario, y un galardonado actor al que estaba impaciente por conocer. ¿Qué más podía pedir una chica como yo para disfrutar de esa mañana?
Tal vez la película que tantas ganas tenía de volver a ver. Y también que un escritor bastante obtuso terminara otro capítulo de aquella maldita novela suya que me desesperaba. Lo malo de obtener este último deseo era que, cuando Pedro la acabase, la única relación que teníamos finalizaría, ya que él no me amaba y yo no estaba dispuesta a recibir menos de un hombre.
Pero aunque nos separásemos, siempre me quedarían los libros de Miss Dorothy, donde cada una de sus frases me recordaría al hombre del que una vez me había enamorado.
CAPITULO 52
Después de una semana, Paula continuaba sin poder echarle mano a esa película que tanto adoraba. Le había mostrado su descontento a Pedro en más de una ocasión, pero él se limitaba a sonreírle malicioso y se negaba absolutamente a descolgar el objeto de la ventana.
También lo había atosigado con impertinentes preguntas sobre los motivos por los que gozaba del privilegio de conseguir antes que nadie esas películas de estreno, y más aún si él simplemente las desperdiciaba utilizándolas como espantapájaros, algo a lo que el pelirrojo de nuevo le había contestado con una de sus enigmáticas sonrisas, mientras le advertía que no era asunto suyo.
Al final de cada día, Paula observaba preocupada cómo el DVD comenzaba a
estropearse por las inclemencias del tiempo, e intentaba descolgarlo sin que Pedro se
diera cuenta, porque seguramente ese energúmeno se lo arrebataría antes de que pudiera ver la película y lo volvería a colgar en ese denigrante lugar.
Todos sus intentos hasta el momento habían sido infructuosos: por la mañana, Pedro le encargaba decenas de tareas, y cuando se encerraba en el estudio para escribir, la arrastraba con él, diciéndole que, al ser su musa, debía quedarse a su lado para que la inspiración surgiera. Entonces, la hacía sentar en el sofá del estudio con uno de sus libros y le prohibía rotundamente moverse de su sitio, sin poder evitar echarle un vistazo cada dos por tres para observar si continuaba en el lugar que le había sido asignado, impidiéndole así hacer ningún movimiento hacia su amada película.
Pero ese día, que había amanecido algo lluvioso, sería el último, ya que Paula estaba más que decidida a hacerse con ese tesoro, por más obstáculos que aquel desquiciante sujeto pusiera en su camino. Aprovechó el momento en que Pedro estaba en la ducha, para coger una destartalada escalera del garaje y unas tijeras, y marchó decidida hacia la parte trasera de la casa.
Cuando al fin se hallaba a un solo paso de conseguir su premio, alguien interrumpió su momento de gloria llamando al timbre, por lo que se vio obligada a dejar de lado sus impetuosas acciones, si no quería que Pedro la descubriera.
Así que bajó corriendo la desvencijada escalera, con tan mala suerte que uno de los peldaños se rompió, haciéndola caer sobre el barro del abrupto terreno que rodeaba la casa.
Al intentar ponerse de pie, resbaló un par de veces, cayéndose sobre el lodazal en que se había convertido el jardín de Pedro por la lluvia, empeorando aún más su ya de por sí lamentable aspecto. Como toda su ropa estaba sucia, se limpió las manos en ella y se dispuso a abrir la puerta principal, antes de que aquel mastodonte se percatara de lo que estaba haciendo y la desterrara nuevamente al sofá.
Así pues, enlodada y un tanto furiosa, se adentró en la casa y se dirigió hacia la entrada. No tenía ganas de recibir ninguna visita con aquellas pintas, pero por suerte, los invitados de Pedro nunca serían famosas estrellas o prestigiosas celebridades, y no importaba demasiado el aspecto que ella tuviera.
La persona que llamaba ansiosamente en esos momentos a la puerta de Miss Dorothy sólo podían ser el incordio de Pablo o el alegre Luis, quienes tal vez se burlaran de ella, pero comprenderían el motivo, ya que conocían demasiado bien el carácter de Pedro y sus innumerables jugarretas a la hora de fastidiar a la gente para evadirse de su eterno aburrimiento.
Paula se recompuso un poco la ropa y corrió hacia la puerta, decidida a deshacerse de la molesta visita lo más rápido posible, para luego poder ducharse sin que Pedro se burlara demasiado de su triste situación.
Abrió la puerta justo cuando cesaba el ruido de la ducha. En el momento en que Paula vio al visitante inesperado, no pudo evitar gritar de asombro ante la sorpresa que tenía delante, y, un tanto asustada, volvió a cerrar la puerta en las narices de aquel hombre que le había regalado una de sus más bellas sonrisas.
—¡Mierda! ¡Mierda! —exclamaba Paula, sin saber qué hacer con su lamentable aspecto, mientras tenía en la puerta al hombre más maravilloso de todos, el que era sin duda el más cálido sueño de cualquier chica.
—¿Se puede saber qué mierdas estás haciendo? —rugió la pesadilla de cualquier mujer, envuelto sólo con una minúscula toalla.
—No puedo, no puedo, no puedo… —repetía ella, sin prestar atención a las furiosas palabras de Pedro.
—¿Se puede saber qué narices te pasa? —insistió él, confuso por su absurdo comportamiento, mientras se dirigía a la puerta para abrirla.
Pero Paula se interpuso en su camino, decidida a que no espantara a aquel delicado hombre con su rudo comportamiento.
—¡No puedes! ¡Es Esteban James! —exclamó como si de un dios se tratase.
—¿Y? —preguntó Pedro irónicamente, alzando una ceja.
—¡Que no puede verme así! —gritó histérica, mostrándole su mugrienta apariencia.
—En primer lugar… ¿por qué estás así? No habrás vuelto a intentar bajar ese maldito DVD, ¿verdad? —la reprendió con severidad.
—Es que… —intentó excusarse Paula, bajando su rostro un poco avergonzada.
—¡Abre la maldita puerta de una vez! —ordenó Pedro, bastante furioso.
Algo que ella hizo un tanto reticente, viendo cómo el atractivo actor al que tanto admiraba la saludaba con una de esas brillantes sonrisas que sólo dedicaba a sus seguidoras en la gran pantalla.
—¡Hola! —dijo amablemente Esteban James, dejándola sin palabras a la hora de excusar su mal comportamiento.
Paula sólo pudo retroceder un tanto ensimismada, y tropezó cayendo al suelo, a los pies de su admirado actor. Terriblemente avergonzada, se levantó, sujetándose a lo que tenía más a mano, que no era otra cosa que la toalla de Pedro.
Cuando acabó de incorporarse, miró la toalla que tenía entre las manos, al hombre furioso y desnudo que la miraba y a su admirado actor, que se reía a carcajadas a su espalda, y no pudo hacer otra cosa que correr a esconderse en el agujero más cercano que hubiera, que en esa ocasión resultó ser el cuarto de baño.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó Esteban James, muy interesado en la nueva adquisición de su amigo.
—Mi ayudante —contestó Pedro muy seco, dirigiendo una dura mirada a la puerta tras la que Paula permanecía encerrada.
—¿Y cuáles son sus funciones? ¿Desnudarte? —bromeó Esteban, señalándole su carencia de ropa.
—¡Qué más quisiera yo! —suspiró resignado, decidido a comentarle a su amigo los problemas que le acarreaba su nueva y molesta situación.
—Entonces, ¿se puede saber qué hace esa preciosidad en tu vida si no ocupa un hueco en tu cama? —preguntó algo confuso el famoso playboy.
—Por lo pronto, fastidiarme el descanso, desde que vino a alterar mi merecida soledad...
—Si quieres deshacerte de ella, yo puedo hacerte ese favor... —comentó pícaramente el sensual actor, mirando con gran descaro la puerta donde su próxima posible presa se escondía.
—Te lo advierto, Esteban, ¡no permitiré que juegues con Paula! —lo avisó Pedro serio.
—Entonces, ¿podemos decir que al fin te has echado novia? —indagó el actor, muy interesado por su respuesta.
—Sabes que yo nunca mantengo una relación seria con ninguna mujer —replicó Pedro, descartando las palabras de su amigo, sin querer que preguntara más por la confusa relación que tenía con Paula, porque, a pesar de haber declarado imprudentemente días antes que era suya frente a una decena de testigos, todavía se negaba a admitir ante cualquier otro lo que sentía por esa mujer.
—En ese caso, amigo mío, siento decirte que lo que yo haga con esa preciosidad sólo será asunto mío y de esa belleza a la que aún no has reclamado... —declaró Esteban James, resuelto a disfrutar más que nunca de la visita que le hacía anualmente, tan sólo para fastidiarlo.
—Voy a vestirme… —gruñó Pedro entre dientes, decidido a cambiar de tema antes de que su mal humor se intensificara y acabara arrojando al actor por la ventana sin molestarse en abrirla siquiera.
—¡Oh, realmente me voy a divertir en esta visita! —sonrió Esteban James complacido, cuando su amigo desapareció de la estancia mientras él se tumbaba en el sofá, esperando a ver cuál podría ser su próximo movimiento para despertar los celos de su testarudo amigo, que no parecía darse cuenta de que estaba enamorado.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)