miércoles, 26 de diciembre de 2018

CAPITULO 31





Como Paula no quiso salir a ver lo que pasaba con esa exuberante pelirroja con la que Pedro debía de haber acabado haciendo el amor en el sofá, se quitó el vestido y las molestas botas, que arrojó violentamente a un lado, mientras rebuscaba en los armarios de él algo de ropa de abrigo con la que acurrucarse en la cálida cama de la única habitación que al final de la noche dispondría de calefacción.


Al fin, tras rebuscar un poco, halló una sudadera gigante de una universidad y unos pantalones de deporte que le quedaban enormes. Luego se acurrucó en un lado del cálido lecho, sin poder evitar dar decenas de vueltas, mientras se preguntaba si aquella pelirroja era realmente el tipo de mujer que le gustaba a Pedro y por qué.


Bueno, para determinar el porqué no tuvo que pensar mucho, ya que las exuberantes curvas de ella hablaban por sí solas. En cuanto a su tipo de mujer, después de su comportamiento de esa misma mañana con ella, dedujo que todas eran bienvenidas.


Sin entender por qué, se sintió molesta al concluir que había recibido las atenciones de ese sujeto únicamente porque era la que tenía más a mano, y se enfureció al pensar que no podía hacer nada por interrumpir su encuentro con la pelirroja, ya que ése no era su problema.


Mientras a su mente acudían mil y una formas de vengarse de él, y algún que otro malévolo pensamiento sobre la voluptuosa mujer que lo acompañaba en el sofá, Paula se dio cuenta, espantada, de que seguramente aquello eran celos.


¿Cómo demonios podía tener celos de cualquier mujer que se relacionara con aquel irritante personaje, a no ser que Pedro le interesara? ¡No! ¡Eso no podía ser verdad! Seguramente era el hecho de haber descubierto que él era su adorada Miss Dorothy lo que la tenía embrujada, y no aquel energúmeno que sólo sabía amargarle la vida desde que llegó a ese recóndito lugar de Escocia con la idea de que la esquiva autora a la que tanto admiraba terminara de una vez por todas su esperado último libro.


La sorpresa de hallar ante ella a un hombre de las características de Pedro, que en nada se parecía a la dulce ancianita que a todos cautivaba en Nueva York, la dejó en estado de shock, y sin duda continuaba en ese estado si su mente había llegado a la extraña conclusión de que, en algún momento, él podía llegar a atraerla.


Paula seguía cavilando sobre lo que sentía por el irritante pelirrojo, cuando lo oyó entrar en la habitación. O Pedro era muy rápido o su cita, ante el panorama que se le presentaba, había huido.


Sonrió maliciosa ante esta última perspectiva y se acurrucó en su lado de la cama, donde, en la oscuridad de la noche, él no vería su cara satisfecha, y se deleitó con el placer de haberle arruinado los planes a Pedro Alfonso.


Oyó cómo se desvestía y pensó decirle que se pusiera algo de ropa antes de meterse en la cama, pero luego consideró que lo mejor que podía hacer era fingir que estaba dormida e ignorar a ese idiota durante toda la noche.


Para su desgracia, él no la ignoró en absoluto y Paula sintió cómo pegaba su robusto cuerpo a su espalda, sin duda para mostrarle con su dura erección lo insatisfecho que se había quedado con la resolución de esa noche.


—Paula, ¿estás despierta? —susurró sensualmente en su oído, mientras ella seguía intentando hacerse la dormida.


»Seguro que estás fingiendo que duermes para ignorarme...


«¿Cómo lo sabe?», pensó ella, acurrucada en el calentito lecho, sin prestar atención a las sandeces de ese sujeto.


—Sabes que es muy fácil averiguar cuándo una mujer está dormida o simplemente está fingiendo, ¿verdad? —comentó perversamente Pedro, atrayéndola contra su pecho e introduciendo una mano por dentro de la sudadera, acariciando lentamente su piel—. Las mujeres dormidas no se ofenden cuando las tocas —reveló burlón, a la vez que le mordía pecaminosamente la oreja y rozaba con suavidad uno de sus pechos, poniendo fin a su pequeño teatro cuando ella no pudo evitar revolverse entre sus brazos para enfrentarse abiertamente a su descaro.


—¡No vuelvas a tocarme, esté dormida o no! —exigió, muy dispuesta a acabar con su hombría si osaba desobedecer sus advertencias.


Pedro apartó las manos, mientras observaba sus furiosos ojos violeta, que bajo la luz de la luna, parecían más reprobadores que nunca.


—¿No crees que merezco una compensación por lo que me has hecho? —preguntó irónico, recordándole cómo había acabado su cita en cuanto ella había entrado por la puerta de su casa reclamando su cama.


—¿Que tú mereces una compensación? ¿Y yo qué? ¡Me has dejado en la gasolinera, abandonada como un perro! —le recordó Paula, ultrajada por el recuerdo de lo sucedido.


—¡Oh, cielo, te resarciré como tú quieras! —ofreció Pedro, tumbándola bajo su cuerpo y enfrentándose a sus temperamentales y preciosos ojos de aquel inusual color que tanto lo tentaba.


—¡Sólo quiero una cosa de ti y es que escribas ese maldito libro para poder así largarme lo más rápidamente posible de tu lado!


—Eso no va a poder ser. ¿Tienes alguna otra petición que sea un poco más razonable? —preguntó Pedro, negándose a dejarla escapar de la prisión de sus brazos.— Sí, ¡que te quites de encima y me dejes dormir! —exclamó Paula furiosa.


—Vale… Dame un beso de buenas noches y lo haré —replicó él muy sinvergüenza, acercando sus tentadores labios a los de la atractiva mujer que había invadido su cama.


—¡No me jodas, Pedro! —gritó Samantha, ofendida con sus insinuaciones.


—Eso lo haremos en otro momento. Ahora sólo quiero un beso.


—¡Me niego! —dijo ella, totalmente decidida, mientras apartaba su rostro hacia un lado.


—Bien. Entonces, ya que quieres ser escritora, descríbeme cómo sería un beso entre nosotros y te dejaré dormir sin importunar tus sueños.


—Un beso entre nosotros sólo sería una leve presión de nuestros labios, porque ni tú ni yo sentimos amor —declaró Paula, más decidida que nunca a dejar de lado cualquier tentador pensamiento que pudiera tener respecto a ese hombre que no hacía otra cosa que atosigarla.


—Primera lección de todo escritor de novelas románticas: cualquier historia de amor puede empezar con un simple beso, porque los besos demuestran ternura… — aclaró Pedro, besando con dulzura una de las manos, que intentaba alejarlo—, anhelo... —continuó explicando, mientras proseguía con un recorrido de tentadores besos a lo largo del cuello de Paula, algo que la hizo estremecer y olvidarse de que
estaba intentando resistirse a sus encantos—, deseo… —añadió, besándole seductoramente un hombro, que quedaba expuesto bajo su holgada ropa, sin olvidarse de marcar levemente su piel con los dientes—, y pasión —finalizó, apropiándose al fin de la boca de ella, haciéndole imposible resistirse a sus besos, que jugaban una y otra vez con la dulzura de sus labios a la vez que la torturaban con sutiles mordiscos.


Cuando consiguió que por fin de su boca surgiera un placentero gemido, Pedro probó su sabor con su traviesa lengua y le enseñó los extremos a los que podía llegar un simple beso, que ella tan rápidamente había descartado. 


Pedro alzó el cuerpo de Paula con sus fuertes manos hasta que estuvo pegada al suyo, haciendo evidente su deseo en ese tórrido momento que parecía no tener fin.


Ella, olvidándose de toda su prudencia, agarró entre sus delicadas manos los rojos cabellos de Pedro y se perdió en la bruma que envolvía sus cuerpos, algo que nunca había creído que pudiera llegar a ser posible con ese sujeto. Pero por suerte, la realidad la golpeó cuando él finalizó su demostración apartándose de ella despacio, como si ese momento no hubiera sido más que un leve desahogo. Luego le deseó buenas noches con un último y sutil beso que apenas rozó sus labios y susurró junto a su boca antes de apartarse:
—Pero todos esos besos, sólo en alguna ocasión excepcional demuestran amor.


—Sí, pero ésos son los que nunca se olvidan... —declaró Paula, decidida a no cambiar nunca su opinión sobre el amor.


Tras estas palabras, Pedro esbozó una ladina sonrisa mientras la miraba, resignado a no saber nunca lo que pensaba. Y cumpliendo con su palabra, le dio la espalda en la enorme cama donde dos cuerpos se atraían irremediablemente hacia la locura de lo que podía empezar a llamarse deseo




CAPITULO 30




¡Bien! Todo estaba preparado a mi gusto. 


Después de abandonar a aquella arpía en
la gasolinera, había pasado a recoger a May a la salida de su trabajo, y tras tomar algunas copas de un fuerte whisky escocés, el ambiente romántico que tan poco me gusta utilizar, pero que tanto les agrada a las mujeres para caer rendidas, consistente en música lenta y unas bonitas velas, estaba listo para ser utilizado.


Tras encender las velas y la música, May, esa exuberante pelirroja, se tumbó en mi sofá, destacando cada una de sus curvas con el escueto vestido que llevaba. A pesar de que hacía algún tiempo que no tenía sexo, y de que lo necesitaba con desesperación, ya que hasta aquella joven que había invadido mi casa empezaba a parecerme atractiva, mi libido no se vio afectada ante la visión del suculento postre que era May.


De hecho, tuve que pensar en una pequeña incordiadora de retadores ojos violeta para poder excitarme, y eso realmente me preocupó, porque nunca me había pasado algo parecido. 


En mi vida las mujeres siempre han sido descartables: me acostaba con ellas y luego, en ocasiones, ni las volvía a llamar. Siempre procuraba tener relaciones con las que entendían que no conseguirían de mí más que alguna que otra noche de diversión, ya que yo no soy un hombre adecuado para relaciones de cualquier tipo.


Intenté borrar a la alocada Paula de mi mente, mientras me quitaba el jersey y la camisa, arrojándolos al suelo con despreocupación. 


Luego me aproximé decidido a aquella pelirroja que comenzaba a bajarse los tirantes del vestido, y, no sé por qué, en mis pensamientos se interpuso la imagen de una desolada joven abandonada en una gasolinera.


¡Mierda de conciencia que tenía que aparecer justo en el momento más inoportuno!


La descarté de un plumazo cuando la mujer que tenía frente a mí me mostró una atractiva ropa interior de encaje. Me tumbé sobre ella y devoré su boca, pero a mi mente acudieron en ese momento los recuerdos de los gemidos de otra mujer que se había derretido entre mis brazos aquella misma mañana, y la inquietante idea de que quería averiguar cómo era el sabor de sus labios.


Decidido a borrarla de mi cabeza, profundicé la pasión de ese beso. Por desgracia, sólo me excité al imaginar que besaba a otra. May se retorcía entre mis brazos y yo, como un perfecto canalla, me pregunté una vez más si estaba dispuesto a utilizarla para borrar el recuerdo de Paula, cuando unos alarmantes golpes resonaron en mi puerta.


Intenté ignorarlos pensando que sería ella, pero tras oír los gritos de un hombre que reclamaba mi presencia, un pesado del que no sabía cómo narices había conseguido finalmente dar conmigo, dejé a May sola unos instantes, dispuesto a deshacerme del editor que yo sabía que no se movería de mi entrada hasta asegurarse de que estaba allí.


Cuando abrí la puerta, a punto de desahogar con Pablo todo mi mal humor, irritado por no poder deleitarme con el cuerpo de una hermosa mujer por culpa del recuerdo de otra, hallé ante mí a la culpable de mis problemas, más molesta que nunca.


Paula me miró furiosa mientras me arrojaba el calcetín de la puerta a la cara, y luego, ante mi sorpresa, simplemente me apartó a un lado y pasó junto a la pelirroja, que la miraba anonadada.


—¡Tú a lo tuyo! —exclamó Paula, señalándome despreocupadamente el sofá, desde donde una cada vez más ofendida May me miraba enfadada—. Yo me voy a la cama, que éste ha sido un día muy largo —declaró antes de encerrarse en mi habitación, imposibilitándome utilizarla, salvo que quisiera hacer un trío, algo que seguramente ninguna de las dos mujeres aprobaría.


Ante mi asombro por lo que estaba ocurriendo, May comenzó a vestirse, mientras el necio de Pablo, que no sabía captar las indirectas, se había sentado junto a ella en el sofá, e, ignorando que estaba en medio de una cita, empezó a relatarme sus problemas.


Pedro, tenemos que hablar sobre las ventas de tu libro y…


—Pablo, ¿no ves que en estos momentos estoy un tanto ocupado? —Señalé a May, bastante pasmado con la ineptitud del sujeto. ¡Y luego me sorprendía de lo mal que iban las ventas de mi novela!


—¡Ah, perdón! Creía que esa otra era tu novia —respondió él, señalando la puerta cerrada de mi habitación y haciendo con estas palabras que May se levantara del sofá muy indignada.


—No es mi novia —negué con rotundidad, mientras seguía a May, que comenzaba a buscar su abrigo.


—Pero vivís juntos, ¿no? O eso me ha dicho ella antes… —dejó caer ese estúpido en el momento más inoportuno, tras lo que la furiosa pelirroja cruzó los brazos a la espera de mi respuesta.


—Sí… —mascullé entre dientes, confiando en que el insensato de mi editor no volviera a abrir la boca.


—¿Y dormís juntos? —volvió a inquirir Pablo, ganándose una de mis furiosas miradas, mientras May me observaba cada vez más ofendida con la situación y muy dispuesta a marcharse a pesar de no disponer de vehículo.


—Sí, ¡pero eso sólo es un error: yo no soy su novio! —grité bastante ultrajado.


Pero nadie me creyó.


—Bueno, como veo que estás ocupado, me marcho en busca de un lugar donde pasar la noche —comentó Pablo, dándose finalmente por aludido—. ¿La llevo a alguna parte, señorita? —preguntó luego, haciendo que me diera cuenta de que el único idiota en esos momentos era yo.


—Sí, por supuesto… ¡Por lo visto aquí estoy de más! Pedro, hazme un favor y pierde mi número de teléfono —sugirió ella desdeñosa, echándose femeninamente la melena hacia un lado y cogiéndose del caballeroso brazo que Pablo le ofrecía.


—Nos veremos mañana por la mañana para hablar de negocios. Pero no muy temprano... —añadió serio el idiota que se largaba con mi cita, al tiempo que observaba detenidamente a su acompañante y ésta soltaba alguna que otra estúpida risita. Cuando desaparecieron de mi vista, me percaté de que May sólo iba detrás de mi dinero, y, al parecer, la muy ilusa creía que el pobretón de Pablo Smith era mejor partido que yo. Sin duda se desilusionaría cuando viera que éste se hospedaba en una habitación barata y pedía la comida más sencilla que se pudiera pagar.


Me reí satisfecho ante la idea de haberme deshecho de una fémina como ella y sonreí malicioso al pensar que la mujer que no había dejado de atormentar mi calenturienta mente todo el día al fin estaba en mi cama.


Y se había metido en ella sin que yo hiciera nada…


—¡Oh! Aún no sabes lo que has hecho, Paula —murmuré, mientras me frotaba las manos con deleite y de mi mente desaparecían todos los códigos de honor que me exigían que nunca me aprovechara de una situación como aquélla.


Y es que aquella exasperante joven conseguía que me olvidara de todo lo que no fuera ella misma...




CAPITULO 29




Mientras volvíamos a casa, Pedro se detuvo en una pequeña y desolada gasolinera para, según él, asegurarse de que el depósito de nuestro único vehículo estuviera lleno. Debería de haber sospechado de su amabilidad, y más después de su súbita advertencia en el restaurante, pero como la velada hasta entonces se había desarrollado sin ningún contratiempo, no pensé que sería tan jodidamente retorcido.


Yo había bebido demasiada cerveza en la cena, así que, ilusamente, decidí arriesgarme a ir al baño de ese siniestro lugar, ya que no sabía si aguantaría hasta llegar a la casa. Cuando conseguí que el empleado me entregara las llaves, fui con ellas en la mano hasta la parte trasera, donde se encontraban los baños. Por el camino vi a Pedro poner gasolina con una maliciosa sonrisa en su rostro. En ese preciso momento debería haber desistido de ir al baño, pero como mi vejiga estaba a punto de estallar, entré decidida a desahogarme rápidamente y volver al calentito coche, antes de que el frío helador de las Highlands hiciera mella en mí con mi escasa vestimenta.


Tras hacer malabarismos con la puerta del baño para que no se abriera mientras yo procuraba tocar lo mínimo posible aquel cochambroso lugar, me lavé las manos con agua helada y volví al sitio donde un par de segundos antes estaba mi coche. Para mi desgracia, ahora sólo había una pequeña estela de humo y un apenado empleado que me miraba con lástima, mientras me tendía, un tanto abatido, un sobre con una nota y algo de dinero.


—Lo siento, señorita, pero creo que su novio la ha dejado —comentó el pobre infeliz, al que seguramente Pedro le habría contado una melosa historia para metérselo en el bolsillo, y su curiosidad, sin duda, lo había llevado a mirar lo que había en el sobre, que me entregó abierto.


Guardé el dinero en el bolsillo de mi chaquetón, ya que aquel indeseable se había llevado mi bolso, que estaba en el asiento del copiloto, y leí detenidamente la nota, decidida a vengarme de la manera más retorcida que se me ocurriera de cada una de las palabras de ese estúpido neandertal.


Por lo pronto, iba listo si quería volver a ver su coche de una pieza. Más tarde ya se me ocurriría alguna idea lo bastante perversa como para torturarlo. Intenté ser positiva y pensar que habría tenido una buena razón para olvidarse de mí en aquel recóndito lugar, después de todo, nadie podía ser tan malvado. Pero cuando leí la nota, todas mis buenas intenciones se esfumaron y deseé que Pedro se hallara a mi lado en ese momento para golpearlo con fuerza en las pelotas con mis queridas botas de tacón
de aguja, que ya estaban empezando a molestarme. La insultante nota decía así:
Tengo una cita, así que esta noche no vuelvas a casa. Si a pesar de todo lo haces y ves un calcetín en la manilla de la puerta, es que estoy teniendo un poco de ese tórrido sexo que tú no practicas.
Posdata: no me molestes, ¡quiero follar!


—¡Sí señor! ¡Un mensaje ejemplar, lleno de una finura y una educación sólo dignas de ti, Pedro Alfonso! —murmuré airada, mientras arrugaba el trozo de papel entre mis manos, dispuesta a hacérselo tragar en cuanto lo viera.


El muchacho de la gasolinera me miró un tanto apesadumbrado e intentó animarme con dulces palabras… A saber qué le habría contado Pedro a ese joven en plena adolescencia, con el rostro lleno de granos, para que me mirara con aquella cara de lástima y aquellos ojitos llenos de compasión.


—No se preocupe, señora, ¡hay muchos peces en el mar!


Fue entonces cuando me puse furiosa, dispuesta a sacar a aquel idiota de su rotundo error, pero como me invitó a un humeante café, que era algo que necesitaba en esos instantes para no congelarme, decidí dejar las aclaraciones para más tarde.


Aclaraciones en las que le dejaría bien claro a ese joven entrometido que el hombre que me había abandonado como a un perro en una desolada gasolinera no era nada mío ni nunca lo sería. ¡Yo nunca sería la clase de mujer tan loca o necia como para salir con ese sujeto, por muy tentador que éste pudiera llegar a parecer!


Tras terminarme el café, me dispuse a preguntar por el número de teléfono de algún servicio de taxis que me llevara a la posada más cercana o a la maldita dirección que muy pocos conocían, pero que yo había memorizado después de perderme en la primera ocasión, suponiendo acertadamente que era algo fundamental para mi supervivencia.


En el momento en el que Kenzie, el joven con acné que todavía me miraba con lástima, me tendía el teléfono, entró en la tienda de la gasolinera un hombre de unos cincuenta años, algo regordete, de pequeños ojos negros que ocultaba detrás de unos grandes anteojos y con una calvicie bastante avanzada.


Su presencia me llamó la atención, ya que llevaba un traje de segunda mano de color marrón oscuro un tanto fino, sin duda muy poco adecuado para el clima de las Highlands. Tras entrar tiritando de frío y pedir un café, el hombre se sentó junto a mí y preguntó una dirección a la que apenas le presté atención, ya que mi llamada al fin estaba siendo atendida.


Pero cuando oí el nombre del individuo al que buscaba, no pude evitar colgarle a la operadora, mientras me volvía con una maliciosa sonrisa en los labios, más que dispuesta a ayudar a aquel sujeto.


—¿Ha dicho que está buscando a Pedro Alfonso? —pregunté, dispuesta a utilizar a ese hombre para volver a casa.


—Sí, ¿sabe usted dónde vive? Yo soy Pablo Smith, su editor. Pedro es un escritor que apenas está empezando, pero posee un gran talento. Debo encontrarlo para tratar de unos asuntos que nos atañen —respondió orgulloso el señor Smith, sacando un libro del viejo maletín que llevaba y dejándome un tanto sorprendida cuando me mostró la portada con la imagen de una pistola en medio de un charco de sangre y el título Instinto criminal. Cuando le di la vuelta a la novela, pude ver la verdadera biografía y rostro del autor, y no una falsa foto de a saber qué viejecita.


Así que ése era el tipo de libros que Pedro Alfonso quería escribir y el motivo por el que se había retirado del ajetreado mundo hasta aquel apartado lugar.


—Lo vengo siguiendo desde Londres—continuó el editor—; ésta es la única dirección que he conseguido, después de molestar a todos sus parientes. Con suerte, podré dar hoy con él. No sé por qué últimamente se niega a atender mis llamadas, y la verdad, estoy un tanto preocupado por su aislamiento.


—Al parecer ha tenido usted mucha suerte, porque yo sé dónde vive —anuncié feliz a ese sujeto, dispuesta a llevarle a Pedro una sorpresita.


—¡Es usted mi salvación! Espero no meterla en un problema por esto —dijo con algo de preocupación Pablo, que por lo visto conocía el carácter del irascible pelirrojo.


—No se preocupe. Podría decirse que somos íntimos, ya que después de todo, vivo con él... —afirmé, dispuesta a que el pequeño hombre que me acompañaba cayera en el engaño que insinuaban mis palabras.


Mientras conducía el todoterreno de Pablo Smith, que claramente había tenido más cabeza que yo a la hora de alquilar un coche, me di cuenta de un detalle que podría ser una importante arma para mi lucha contra Pedro, y era que aquel hombre que no paraba de elogiarlo en la misma medida en que lo menospreciaba con alguno de sus comentarios, no sabía que en realidad el autor con el que trataba a diario era la famosa Miss Dorothy.


Eso me hizo sonreír con malicia mientras intentaba imaginar qué sería capaz de hacer Pedro para que ciertas personas no conocieran la verdadera identidad de la noble ancianita. Con una nueva arma entre mis manos, un incauto a mi lado, al que sin duda podía manejar, y un nuevo e infalible plan para conseguir lo que quería, me adentré de nuevo en aquel escarpado terreno que llevaba al hogar de Miss Dorothy, más que dispuesta a sacarle de una vez por todas el maldito libro que todos querían.


—Y dígame una cosa… como editor, ¿qué piensa usted de esa famosa escritora llamada Miss Dorothy? —pregunté con una ladina sonrisa a mi hablador acompañante mientras me aseguraba de su ignorancia al respecto.