—Gracias —dijo Pablo, sonriendo amable a la mujer que le tendía una bebida caliente.
El editor miró detenidamente a aquella hermosa joven de llamativos ojos que tanto parecía afectar a Pedro, y, aunque aún no sabía qué lugar ocupaba en la vida de aquel gruñón escritor al que representaba, sin duda alguna se estaba convirtiendo en una buena influencia para él, ya que hacía sólo unos días Pedro lo hubiera dejando morirse de frío junto a su puerta, sin molestarse siquiera en arrojarle una manta.
Ahora, sin embargo, se encontraba deliciosamente abrigado, junto a un fuego, bajo el calor de varias mantas y disfrutando en ese momento del placer de un cálido y dulce chocolate preparado por las hábiles manos de una bonita mujer. Pablo pensó que había debido de mirar con demasiada insistencia a Paula, porque Pedro no tardó en volver a gruñirle reclamándole que se fuera de su casa, algo que no podía hacer, ya que había gastado el ínfimo presupuesto de que disponía en intentar que aquel maravilloso autor se diera a conocer, pero las pequeñas editoriales como aquélla en la que Pablo trabajaba tenían pocos recursos y pocas veces conseguían que alguna gran superficie se interesara por libros de nuevos autores representados por ellos. Sólo conseguía colocar en sus repletos estantes algún que otro repetitivo volumen de autoayuda, o de pilates, como había hecho en esa última ocasión.
Siempre que Pablo intentaba introducir una nueva novela en el mercado, recibía la misma respuesta: sólo les interesaba tener expuesto lo que se vendía, y un autor desconocido no vendería nada, aunque sus libros fueran los mejores de todos los tiempos.
Por ese motivo, Pablo había tenido que patearse una por una las pequeñas librerías donde las ventas no lo eran todo, y aunque la fama que otorgaba aparecer en ellas era menos notoria, los libros de sus autores ya empezaban a sonarle al gran público.
De todos sus autores excepto los de aquel hombre, porque, aunque al principio había estado encantado de acompañarlo a sus viajes de promoción, ahora Pedro no salía de su aislada casa y no había forma de introducir a un escritor en el mercado si éste no se movía y se preocupaba de vender su obra.
Aunque en cierta medida Pablo también temía que Pedro apareciera en las promociones de sus obras, porque su desagradable carácter sólo podía servir para espantar a los pocos lectores que disfrutaban de sus libros…
En fin, había decidido arriesgarse de nuevo a promocionar a aquel escritor que tanto le gustaba y para ello había corrido ilusionado desde su pequeña editorial, ubicada en Londres, hasta Escocia, para hallarlo más gruñón que nunca y con una imborrable negativa en sus labios, lo que lo hacía llevarse las manos a la cabeza cada vez que pensaba en todo el dinero que había desperdiciado en él.
—¡Vamos, Pedro! Te prometo que estos viajes no serán como los del principio: ¡los he programado todos con gran cuidado y no ocurrirá nada imprevisto! —insistió una vez más, cruzando mentalmente los dedos para que sus palabras fueran ciertas.
—No me fío de ti, Pablo. Salí más que escarmentado de mis primeros viajes de promoción contigo, y me gasté más dinero del que gané, con todas esas estancias y viajecitos a recónditos y perdidos lugares que ni siquiera recuerdo que estén en el mapa.
—¡Ahora será distinto, te lo prometo! He preparado un itinerario que discurre por bonitos y conocidos lugares de Escocia, donde serás muy bien aceptado. Sólo tendrás que gastarte algo de dinero en estancias, dietas y gasolina, pero nada más —anunció Pablo, aumentando la desconfianza de Pedro hacia la gira propuesta.
—Puede ser divertido —sonrió amablemente Paula, convirtiéndose en la salvadora del pobre hombre que rogaba un milagro para convencer a aquel obtuso sujeto de que eso era lo mejor.
—¿Sí? ¿Tú crees? —ironizó Pedro, dedicándole una de sus maliciosas sonrisas, y aunque Pablo quiso advertir a Paula, luego pensó que tal vez ésa fuese la única oportunidad que tendría de hacerlo cambiar de opinión. Así que, simplemente, guardó silencio.
—¿Quieres conocer de primera mano lo difícil que es la vida de un autor? ¡Perfecto! Acompáñame a uno de esos viajes y sabrás el porqué de mis quejas —la desafió. E, increíblemente, Paula aceptó.
—Te acompañaré a todos los lugares de tu gira —anunció sin inmutarse ante sus provocaciones.
—¡Bien, estupendo! Y ahora, como tendré que pagar todos tus gastos además de los míos, tú deberás trabajar para cubrirlos… Tengo el puesto perfecto para ti: serás….
«¡Por favor, que no diga una burrada que la haga desistir!», rogó Pablo para sus adentros; cada vez se veía más cerca de cumplir el objetivo que lo había llevado hasta aquel apartado lugar de Escocia.
—¡Mi secretaria! —finalizó Pedro, y Pablo dio las gracias a su ángel de la guarda por no haber mirado hacia otro lado ese día, como siempre parecía hacer cuando por la mañana todo empezaba mal y acababa aún peor.
—De acuerdo —aceptó razonablemente Paula, estrechando con firmeza la mano que Pedro le tendía para cerrar su trato.
—De hecho, ya tengo preparado tu uniforme. Por si quieres verlo, está en el primer cajón de mi escritorio... —sonrió Pedro con picardía.
Paula no pudo resistir la curiosidad y se dirigió hacia allá para ver la sorpresa que le tenía reservada.
Pablo aprovechó ese momento de suerte en su desastrosa mañana para ultimar los detalles con él y marcharse antes de que algún desastre irrumpiera en su vida o de que Pedro se arrepintiera.
—¿Tienes aún algún ejemplar guardado de tus primeras ediciones? —preguntó el editor, emocionado por su repentina aceptación.
—¿Crees que éstos serán suficientes? —replicó Pedro irónico, abriendo la puerta de un armario y mostrando decenas de libros apilados en su interior.
—Ése fue un muy mal año —contestó Pablo un tanto avergonzado.
—¡No me digas! —replicó bruscamente su autor y, antes de que tuviera tiempo de cambiar de opinión, Pablo le entregó el itinerario del viaje y salió raudo por la puerta.
De camino hacia su coche, Pablo oyó un ofendido grito de mujer, pero ése ya no era su problema, así que se marchó, esperando que el nuevo trabajo de la joven no fuera tan difícil como parecía, aunque tratándose de ese sujeto, dudaba mucho de que eso fuera posible.
****
Si en algún momento el atrevido uniforme de criada que Pedro dispuso para mí en el pasado llegó a ofender mi dignidad como mujer, esa cosa que todavía descansaba en su envoltorio me hizo desear que mi primera tarea como secretaria fuera graparle las pelotas: un nuevo y atrevido atuendo, probablemente comprado en algún pecaminoso sex-shop, se hallaba entre mis manos.
Esta vez en la foto se podía observar cómo quedaría ese inusual uniforme sobre la mujer que lo llevara. La ropa consistía en un extraño sujetador que no tapaba nada, ya que eran unas simples tiras de tela que alzaban los pechos, aunque eso sí, unos cuantos post-its habían sido estratégicamente colocados para tapar los pezones. Por otro lado, el tanga que incluía era totalmente transparente, y cuatro post-its más lo adornaban, cubriendo apenas nada. Lo mejor, y lo único que tenía algo de tela, era un ridículo cuello con una seria corbata.
Salí furiosa de la habitación, dispuesta a hacerle tragarse aquella estúpida lencería y no tuve que ir muy lejos para hallarlo, ya que él me esperaba sonriendo con su ladina sonrisa, mientras devoraba mi cuerpo con una de sus ardientes miradas.
—Veo que ya has encontrado tu uniforme —se burló, cogiendo el ofensivo conjunto de mis manos antes de que se lo arrojara a la cara.
—¡Eres un pervertido! ¿Se puede saber de dónde narices has sacado esto? —dije,
señalando ofendida el denigrante atuendo que por nada del mundo me pondría.
—¿Cuántas personas, antes que tú, crees que ha mandado Natalie a mi casa? — preguntó Pedro, poniéndose serio unos instantes.
—¿Y eso qué demonios tiene que ver? —grité bastante enfadada, señalándole la atrevida ropa que tenía en las manos.
—¿Cuántas personas, tanto mujeres como hombres, crees que salieron huyendo cuando les pedí muy seriamente que se pusieran este uniforme?
—¡Que cabrón eres! —exclamé asombrada, comprendiendo por fin la finalidad de aquel extraño juego.
—Ya te lo he advertido: yo soy así, Paula, y no pienso cambiar. Por muchos viajes que hagamos o por más tiempo que pasemos juntos —me advirtió de nuevo, borrando de mi mente los buenos momentos que había pasado con él ese día, y haciéndome recordar sólo cada una de sus canalladas.
—Yo no quiero que cambies, ¡sino que escribas un libro! —le recordé, dejándole las cosas claras antes de dirigirme hacia su habitación, lugar donde pensaba pasar toda la noche durmiendo sin interrupciones de ningún tipo, ya que, por primera vez, me atreví a dejarlo fuera echando el pestillo.
Después de esto, me apoyé contra la puerta y me llevé las manos a la cabeza llena de frustración al pensar que ese día, durante unos instantes, había deseado realmente que Pedro cambiara y se convirtiera en el hombre encantador que en ocasiones dejaba entrever tras su áspera personalidad.
A ése cualquier mujer lo amaría, pero no al brusco neandertal que siempre conseguía ofender a todo el mundo. Para mi desgracia, yo, a pesar de ser una mujer racional, estaba empezando a enamorarme de las dos caras de ese hombre. Y eso sería un terrible error que no podía cometer, porque esa relación siempre tendría un plazo para su finalización: el día en que Pedro entregara su libro. Ése sería el momento en el que yo volvería a mi vida y él a su absoluta soledad.
Sin duda, la única que sufriría con todo eso sería yo, así que lo que tenía que hacer era distanciarme de él para no enamorarme, e insistirle en que hiciera su trabajo lo más rápidamente posible. Algo bastante difícil cuando yo, como toda una idiota, había prometido acompañarlo en un viaje de varios días, durante el que estaríamos los dos a
solas. Aunque por lo menos no compartiríamos la misma cama fuera de aquella casa.
Suspiré resignada a mi suerte, mientras me tumbaba en una cama que todavía conservaba un olor que me recordaba las veces que había caído en unos brazos que me hacían olvidarme de todo, salvo de aquel atractivo hombre que tantos problemas me acarreaba.