sábado, 29 de diciembre de 2018

CAPITULO 40




—Gracias —dijo Pablo, sonriendo amable a la mujer que le tendía una bebida caliente.


El editor miró detenidamente a aquella hermosa joven de llamativos ojos que tanto parecía afectar a Pedro, y, aunque aún no sabía qué lugar ocupaba en la vida de aquel gruñón escritor al que representaba, sin duda alguna se estaba convirtiendo en una buena influencia para él, ya que hacía sólo unos días Pedro lo hubiera dejando morirse de frío junto a su puerta, sin molestarse siquiera en arrojarle una manta.


Ahora, sin embargo, se encontraba deliciosamente abrigado, junto a un fuego, bajo el calor de varias mantas y disfrutando en ese momento del placer de un cálido y dulce chocolate preparado por las hábiles manos de una bonita mujer. Pablo pensó que había debido de mirar con demasiada insistencia a Paula, porque Pedro no tardó en volver a gruñirle reclamándole que se fuera de su casa, algo que no podía hacer, ya que había gastado el ínfimo presupuesto de que disponía en intentar que aquel maravilloso autor se diera a conocer, pero las pequeñas editoriales como aquélla en la que Pablo trabajaba tenían pocos recursos y pocas veces conseguían que alguna gran superficie se interesara por libros de nuevos autores representados por ellos. Sólo conseguía colocar en sus repletos estantes algún que otro repetitivo volumen de autoayuda, o de pilates, como había hecho en esa última ocasión.


Siempre que Pablo intentaba introducir una nueva novela en el mercado, recibía la misma respuesta: sólo les interesaba tener expuesto lo que se vendía, y un autor desconocido no vendería nada, aunque sus libros fueran los mejores de todos los tiempos.


Por ese motivo, Pablo había tenido que patearse una por una las pequeñas librerías donde las ventas no lo eran todo, y aunque la fama que otorgaba aparecer en ellas era menos notoria, los libros de sus autores ya empezaban a sonarle al gran público.


De todos sus autores excepto los de aquel hombre, porque, aunque al principio había estado encantado de acompañarlo a sus viajes de promoción, ahora Pedro no salía de su aislada casa y no había forma de introducir a un escritor en el mercado si éste no se movía y se preocupaba de vender su obra.


Aunque en cierta medida Pablo también temía que Pedro apareciera en las promociones de sus obras, porque su desagradable carácter sólo podía servir para espantar a los pocos lectores que disfrutaban de sus libros…


En fin, había decidido arriesgarse de nuevo a promocionar a aquel escritor que tanto le gustaba y para ello había corrido ilusionado desde su pequeña editorial, ubicada en Londres, hasta Escocia, para hallarlo más gruñón que nunca y con una imborrable negativa en sus labios, lo que lo hacía llevarse las manos a la cabeza cada vez que pensaba en todo el dinero que había desperdiciado en él.


—¡Vamos, Pedro! Te prometo que estos viajes no serán como los del principio: ¡los he programado todos con gran cuidado y no ocurrirá nada imprevisto! —insistió una vez más, cruzando mentalmente los dedos para que sus palabras fueran ciertas.


—No me fío de ti, Pablo. Salí más que escarmentado de mis primeros viajes de promoción contigo, y me gasté más dinero del que gané, con todas esas estancias y viajecitos a recónditos y perdidos lugares que ni siquiera recuerdo que estén en el mapa.


¡Ahora será distinto, te lo prometo! He preparado un itinerario que discurre por bonitos y conocidos lugares de Escocia, donde serás muy bien aceptado. Sólo tendrás que gastarte algo de dinero en estancias, dietas y gasolina, pero nada más —anunció Pablo, aumentando la desconfianza de Pedro hacia la gira propuesta.


—Puede ser divertido —sonrió amablemente Paula, convirtiéndose en la salvadora del pobre hombre que rogaba un milagro para convencer a aquel obtuso sujeto de que eso era lo mejor.


—¿Sí? ¿Tú crees? —ironizó Pedro, dedicándole una de sus maliciosas sonrisas, y aunque Pablo quiso advertir a Paula, luego pensó que tal vez ésa fuese la única oportunidad que tendría de hacerlo cambiar de opinión. Así que, simplemente, guardó silencio.


—¿Quieres conocer de primera mano lo difícil que es la vida de un autor? ¡Perfecto! Acompáñame a uno de esos viajes y sabrás el porqué de mis quejas —la desafió. E, increíblemente, Paula aceptó.


—Te acompañaré a todos los lugares de tu gira —anunció sin inmutarse ante sus provocaciones.


—¡Bien, estupendo! Y ahora, como tendré que pagar todos tus gastos además de los míos, tú deberás trabajar para cubrirlos… Tengo el puesto perfecto para ti: serás….


«¡Por favor, que no diga una burrada que la haga desistir!», rogó Pablo para sus adentros; cada vez se veía más cerca de cumplir el objetivo que lo había llevado hasta aquel apartado lugar de Escocia.


—¡Mi secretaria! —finalizó Pedro, y Pablo dio las gracias a su ángel de la guarda por no haber mirado hacia otro lado ese día, como siempre parecía hacer cuando por la mañana todo empezaba mal y acababa aún peor.


—De acuerdo —aceptó razonablemente Paula, estrechando con firmeza la mano que Pedro le tendía para cerrar su trato.


—De hecho, ya tengo preparado tu uniforme. Por si quieres verlo, está en el primer cajón de mi escritorio... —sonrió Pedro con picardía. 


Paula no pudo resistir la curiosidad y se dirigió hacia allá para ver la sorpresa que le tenía reservada.


Pablo aprovechó ese momento de suerte en su desastrosa mañana para ultimar los detalles con él y marcharse antes de que algún desastre irrumpiera en su vida o de que Pedro se arrepintiera.


—¿Tienes aún algún ejemplar guardado de tus primeras ediciones? —preguntó el editor, emocionado por su repentina aceptación.


—¿Crees que éstos serán suficientes? —replicó Pedro irónico, abriendo la puerta de un armario y mostrando decenas de libros apilados en su interior.


—Ése fue un muy mal año —contestó Pablo un tanto avergonzado.


—¡No me digas! —replicó bruscamente su autor y, antes de que tuviera tiempo de cambiar de opinión, Pablo le entregó el itinerario del viaje y salió raudo por la puerta.


De camino hacia su coche, Pablo oyó un ofendido grito de mujer, pero ése ya no era su problema, así que se marchó, esperando que el nuevo trabajo de la joven no fuera tan difícil como parecía, aunque tratándose de ese sujeto, dudaba mucho de que eso fuera posible.



****


Cuando accedí a ese viaje con Pedro, es evidente que no estaba pensando con claridad. La primera muestra de que mi precipitada decisión había sido un error fue ver el «uniforme» que me había preparado.


Si en algún momento el atrevido uniforme de criada que Pedro dispuso para mí en el pasado llegó a ofender mi dignidad como mujer, esa cosa que todavía descansaba en su envoltorio me hizo desear que mi primera tarea como secretaria fuera graparle las pelotas: un nuevo y atrevido atuendo, probablemente comprado en algún pecaminoso sex-shop, se hallaba entre mis manos.


Esta vez en la foto se podía observar cómo quedaría ese inusual uniforme sobre la mujer que lo llevara. La ropa consistía en un extraño sujetador que no tapaba nada, ya que eran unas simples tiras de tela que alzaban los pechos, aunque eso sí, unos cuantos post-its habían sido estratégicamente colocados para tapar los pezones. Por otro lado, el tanga que incluía era totalmente transparente, y cuatro post-its más lo adornaban, cubriendo apenas nada. Lo mejor, y lo único que tenía algo de tela, era un ridículo cuello con una seria corbata.


Salí furiosa de la habitación, dispuesta a hacerle tragarse aquella estúpida lencería y no tuve que ir muy lejos para hallarlo, ya que él me esperaba sonriendo con su ladina sonrisa, mientras devoraba mi cuerpo con una de sus ardientes miradas.


—Veo que ya has encontrado tu uniforme —se burló, cogiendo el ofensivo conjunto de mis manos antes de que se lo arrojara a la cara.


—¡Eres un pervertido! ¿Se puede saber de dónde narices has sacado esto? —dije,
señalando ofendida el denigrante atuendo que por nada del mundo me pondría.


—¿Cuántas personas, antes que tú, crees que ha mandado Natalie a mi casa? — preguntó Pedro, poniéndose serio unos instantes.


—¿Y eso qué demonios tiene que ver? —grité bastante enfadada, señalándole la atrevida ropa que tenía en las manos.


—¿Cuántas personas, tanto mujeres como hombres, crees que salieron huyendo cuando les pedí muy seriamente que se pusieran este uniforme?


—¡Que cabrón eres! —exclamé asombrada, comprendiendo por fin la finalidad de aquel extraño juego.


—Ya te lo he advertido: yo soy así, Paula, y no pienso cambiar. Por muchos viajes que hagamos o por más tiempo que pasemos juntos —me advirtió de nuevo, borrando de mi mente los buenos momentos que había pasado con él ese día, y haciéndome recordar sólo cada una de sus canalladas.


—Yo no quiero que cambies, ¡sino que escribas un libro! —le recordé, dejándole las cosas claras antes de dirigirme hacia su habitación, lugar donde pensaba pasar toda la noche durmiendo sin interrupciones de ningún tipo, ya que, por primera vez, me atreví a dejarlo fuera echando el pestillo.


Después de esto, me apoyé contra la puerta y me llevé las manos a la cabeza llena de frustración al pensar que ese día, durante unos instantes, había deseado realmente que Pedro cambiara y se convirtiera en el hombre encantador que en ocasiones dejaba entrever tras su áspera personalidad.


A ése cualquier mujer lo amaría, pero no al brusco neandertal que siempre conseguía ofender a todo el mundo. Para mi desgracia, yo, a pesar de ser una mujer racional, estaba empezando a enamorarme de las dos caras de ese hombre. Y eso sería un terrible error que no podía cometer, porque esa relación siempre tendría un plazo para su finalización: el día en que Pedro entregara su libro. Ése sería el momento en el que yo volvería a mi vida y él a su absoluta soledad.


Sin duda, la única que sufriría con todo eso sería yo, así que lo que tenía que hacer era distanciarme de él para no enamorarme, e insistirle en que hiciera su trabajo lo más rápidamente posible. Algo bastante difícil cuando yo, como toda una idiota, había prometido acompañarlo en un viaje de varios días, durante el que estaríamos los dos a
solas. Aunque por lo menos no compartiríamos la misma cama fuera de aquella casa.


Suspiré resignada a mi suerte, mientras me tumbaba en una cama que todavía conservaba un olor que me recordaba las veces que había caído en unos brazos que me hacían olvidarme de todo, salvo de aquel atractivo hombre que tantos problemas me acarreaba.




CAPITULO 39




Tras la cena, Pedro llevó a Paula a casa. A pesar de lo desagradable que se había presentado la tarde ante la insistencia de Pablo, no tuvo queja del resto del día.


Aún podía recordar los suaves gemidos que salieron de su boca mientras pronunciaba su nombre cerca del éxtasis y se preguntó si podría convencerla una vez más para que cayera en sus brazos esa noche, cuando su cálida cama acogiera sus cuerpos.


Sin duda era un canalla por pensar de nuevo en acostarse con Paula, cuando sabía que ésta siempre buscaría ese amor con el que soñaba, mientras que él solamente deseaba la aventura de una noche, pero no podía resistirse a esa mujer que no dejaba de rondar su mente una y otra vez.


Paula era la única con la que había hablado seriamente sobre su vida de escritor, la única que conocía sus dos caras ante el mundo que tanto lo atraía y repelía a la vez. La única que lo comprendía en parte, y la única que tenía el valor de reaccionar a sus sucias jugadas e incluso de enfrentarse a su mal humor cuando éste se desbordaba.


Pedro estaba empezando a acostumbrarse a la presencia de esa mujer en su hogar, y eso era algo que lo asustaba, porque él no era un hombre de relaciones duraderas, ni de creer en un «para siempre» o en un «nosotros». A él le gustaba la soledad y se preguntaba una y otra vez por qué se sentía tan vacío cuando pensaba que Paula abandonaría su vida en cuanto él terminara ese libro que cada vez se resistía menos a escribir, ya que su sola presencia lo inspiraba para crear un final en el que todos creyeran en el amor, a pesar de no haber experimentado nunca por su parte tal locura pasajera.


En el momento en que llegó a la puerta de su casa, todas las expectativas de pasar una agradable noche intentando seducir a Paula desaparecieron rápidamente devolviéndolo a su siempre malhumorado carácter en cuanto vio a Pablo, de nuevo irrumpiendo en su vida de una forma un tanto molesta.


Al parecer el hombre finalmente se había decantado por dar lástima para que se compadeciera de su lamentable situación: estaba sentado en el suelo, junto a la puerta de su hogar y envuelto en una triste manta, roncando de una forma ensordecedora y haciendo imposible que a nadie le pasara desapercibido en aquel silencioso lugar.


Pedro pensó en saltar sigilosamente por encima de él y proseguir con su planeada noche de seducción, pero Paula, una vez más, sacó a relucir el único defecto que tenía y que tanto le desagradaba en ocasiones: su amabilidad.


—No pensarás dejar a este hombre aquí solo y helándose de frío, ¿verdad? —lo reprendió, mientras le dirigía una de sus inquisitivas miradas ante su rudo comportamiento.


—Yo no le he dicho que me esperase —replicó Pedro, haciendo precisamente lo que Paula había previsto que haría: abrir despacio la puerta y pasar por encima de su editor como si de un bulto en su camino se tratase.


—¡Pedro, está helado! —dijo ella, mostrando una gran preocupación, después de tocar con suavidad la fría cara de Pablo.


—Créeme, Paula, este hombre tiene más vidas que un gato. Y ha dormido en sitios más incómodos que éste —replicó él, recordando algunas de las veces que se había acabado emborrachando con su editor y durmiendo en algún que otro extraño lugar de aquel helado país.


—Pero Pedro… —pidió lastimeramente Paula, mirándolo con aquellos grandes y hermosos ojos violeta que tanto lo hipnotizaban.


Y finalmente, él, como cualquier otro idiota, cedió ante los deseos de una mujer.


Zarandeó bruscamente a su molesto editor hasta que éste se despertó, un tanto alterado,
de su plácido sueño, y le dijo con brusquedad:
—Entra.


Luego, Pedro no esperó a ver si alguno de los dos impertinentes personajes que últimamente habían invadido su vida lo seguían. Se limitó a adentrarse en sus dominios intentando que sus inoportunas visitas recordaran que aquél era su hogar.



CAPITULO 38




—Señorita Wilson, nos gusta mucho tenerla con nosotros en este programa. Pero nos agradaría mucho más poder contar por una vez con la presencia de Miss Dorothy, algo que su editorial siempre nos promete para luego negarnos en el último momento — comentaba, en un plató de televisión repleto de fans un tanto alteradas, la famosa presentadora de veintiséis años Abril Davis, conocida en todo Nueva York por ser una
arpía de cuidado.


Natalie, acostumbrada en los dos últimos años al acoso de personas que se estaban empezando a hartar del fenómeno Miss Dorothy, hizo lo que siempre hacía: sonrió amablemente como si fuera idiota, cuando lo único de lo que tenía ganas era de matar a su jefe por haberle hecho aceptar esa entrevista, y tirarle del moño a aquella jovencita desquiciante que se hallaba en la cúspide de la fama y que nunca tendría que tratar con un personaje tan exasperante como su maldita autora.


—Lo lamento una vez más, pero Miss Dorothy se dirigía hacia el plató cuando ha vuelto a recaer de sus problemas de salud. Ha tenido un severo ataque y ha sido trasladada al hospital hace unas horas, por lo que no podremos disfrutar del placer de su compañía esta noche —explicó Natalie, mostrando un afligido rostro ante todas las fans de Miss Dorothy.


«¡Bien, se lo han tragado!», pensó Natalie orgullosa cuando oyó cómo el público, consternado, susurraba alguna que otra palabra de ánimo hacia la escritora. Después de eso, llegó a la conclusión de que debería haber sido actriz en vez de editora. Seguro que esa carrera le hubiera dado menos dolores de cabeza y nunca habría tenido la desgracia de toparse con Miss Dorothy.


—Sí, todos estamos muy turbados por esta mala noticia —comentó despreocupadamente la presentadora, restándole importancia a la trágica historia que Natalie se había inventado—. Pero también nos preguntamos: ¿qué rara enfermedad tiene Miss Dorothy que siempre le impide mostrarse en público?


Ante esa inesperada pregunta, Natalie se limitó a sonreír, mientras rogaba por que se le cayera un foco en la cabeza a la presentadora, acabando así con aquella molesta entrevista y sus impertinentes preguntas.


—Miss Dorothy no quiere que los medios hablen de su enfermedad, por lo que yo tengo que respetar los deseos de mi autora.


—Sí, por supuesto. Comprendemos que, en los últimos años y debido a «su enfermedad», Miss Dorothy no haya podido presentarse a ningún acto de los que tenía programado —señaló burlonamente la joven presentadora, que estaba empezando a sacar a Natalie de sus casillas—, pero nos preguntamos por qué motivo nunca hemos podido ver a Miss Dorothy antes de eso.


Natalie le sonrió de nuevo, deseando patearle los riñones con sus tacones de aguja, y un tanto crispada de que tuviera la misma dichosa costumbre que su jefe de hablar de sí misma en primera persona del plural. Natalie mostró el amable gesto que siempre adoptaba ante su superior cuando él hacía eso, intensificó su sonrisa y, tal como estaba acostumbrada a hacer, mintió, mintió y volvió a mentir a todo el mundo sin que apenas se notara.


—Cuando empezamos a publicar las novelas de Miss Dorothy, nuestra adorada autora ya tenía una avanzada edad, por lo que supimos que no podría hacer acto de presencia en muchas de las actividades de promoción que le programamos. Poco antes de publicar su primer libro, Miss Dorothy tuvo conocimiento de la grave enfermedad que la afectaba y es entonces cuando comenzó su lucha a vida o muerte.


«¡Toma ya! ¡Rebate eso, zorra!», pensó, mientras se metía al público en el bolsillo y sacaba alguna que otra lágrima de alguna de las espectadoras.


—Entonces, ¿me está usted diciendo, Natalie, que empezaron a publicar una saga
que no sabían si la autora podría llegar a terminar? —preguntó la presentadora,
echándole encima a los cientos de ávidas lectoras que minutos antes estaban de su lado.


«¡Jodida hija de…!», maldijo Natalie, pensando seriamente en desmayarse o representar algún síntoma del ficticio malestar de Miss Dorothy para poder decir en el plató de aquella arpía que la enfermedad de su escritora era contagiosa, a ver si la presentadora sabía qué hacer cuando el pánico inundara su programa. Gracias a Dios que recibió en ese momento la llamada que había acordado anteriormente con su ayudante, y la atendió enseguida, ignorando la mirada de reproche que le dirigía la presentadora por haber dejado encendido su teléfono durante la entrevista y, además, tener la osadía de coger una llamada en mitad del programa.


Mientras su joven becario, con gran aburrimiento, le contaba a través del teléfono
noticias deportivas o del tiempo que a Natalie la traían sin cuidado, cumpliendo así con su encargo para sacarla del aprieto, ella mostraba un alegre semblante, como si acabara de recibir la mejor noticia del mundo, cuando en verdad su ayudante en ese momento le estaba cantando el eslogan de un anuncio de bebidas.


En mitad de la tercera estrofa, Natalie cortó la llamada dispuesta a despedir a un nuevo becario y anunció contenta al público la repentina recuperación de Miss Dorothy y cómo ésta reclamaba su presencia junto a su cama del hospital, por lo que tenía que marcharse.


Ante la atónita mirada de la presentadora, que aún tenía que llenar quince minutos de programa, Natalie se fue despidiéndose de todos con cordialidad y prometiendo tener pronto el próximo libro de la maravillosa autora que pondría fin a la saga que tanto adoraban. Les recordó también que la editorial había dejado algunos regalos de promoción para el público, lo que hizo que se emocionaran y se revolvieran un poco ante el deseo de tenerlos ya en sus manos.


Mientras salía del plató, se regocijó con la idea de ver si aquella famosa y joven arpía que tanto la había atosigado tenía lo que había que tener para confesarle a su revoltoso público que no había regalos para todos sin que éstos se le amotinaran