sábado, 12 de enero de 2019

CAPITULO 83




Mientras Pedro hablaba animado con el público, Paula recibió una llamada de la siempre insistente Natalie que, increíblemente y por una vez, no le reclamó la dichosa novela, pero sí la informó de que lo que tanto temía estaba a punto de suceder y que su tiempo junto a Pedro se acababa.


—Paula, soy yo, Natalie Wilson. Dentro de una o dos semanas estaré allí y esté terminada o no esa novela, te traeré de vuelta conmigo. Pedro ha tenido suficiente tiempo para hacer el vago. Si no quiere escribir, que no lo haga. Ya me inventaré cualquier cosa para salir del paso, como al fin y al cabo hago siempre.


—Creo que en esta ocasión se está esforzando, Natalie —dijo Paula, mirando desde la puerta de la sala como, a lo lejos, él los convencía a todos para que compraran sus novelas.


—Sí, claro, lo creeré cuando lo vea —replicó escéptica Natalie ante las afirmaciones de Paula, que no terminaba de creerse.


—Puede que necesite algo más de tiempo… —comentó Paula, sin saber si se refería a Pedro o a ella.


—Paula, el tiempo se ha terminado —dijo severamente Natalie, percatándose de lo que la chica había empezado a sentir por ese hombre.


—Pero yo…


—¡Por favor, Paula! No cometas el error de enamorarte de Pedro: él no es el tipo de hombre que se enamora —la advirtió Natalie, compadeciéndose de la inocente joven que comenzaba a mostrar todos los síntomas de querer a aquel irritante escritor, algo que sólo podía ser una gran equivocación.


—Pero tal vez con un poco más de tiempo…


—Él no cambiará —concluyó Natalie, que lo conocía desde hacía años y estaba familiarizada con todos sus defectos.


—Lo sé, pero estoy dispuesta a intentarlo —declaró ella, decidida a aprovechar todo el tiempo que le quedara junto a Pedro para demostrarle cuánto lo amaba.


—Pues buena suerte, Paula. Ojalá seas la mujer que lo haga cambiar de opinión. Pero cuando yo vaya a buscarte, si Pedro aún no ha cambiado, no te aferres a él, a un hombre que sólo te hará sufrir —le aconsejó Natalie, preocupándose por una vez por algo que no fuera la entrega de ese dichoso libro y su extravagante escritor.


—Gracias, Natalie —respondió Paula, antes de finalizar la llamada y marchar decidida hacia donde se hallaba el hombre del que se había enamorado aun antes de conocerlo. Porque cada una de las palabras de los libros de Miss Dorothy siempre serían él.



CAPITULO 82




Cuando Paula y Pedro llegaron a la feria del libro de Inverness, les entregaron sus respectivas acreditaciones y fueron conducidos hacia la gran sala del teatro por uno de los organizadores. Les explicaron que allí se haría el acto en el que los distintos autores hablarían de su difícil día a día como escritores y de sus duros principios, luego comentarían sus últimas obras, dándose a conocer más ante el mundo, y por último contestarían las preguntas del público.


Ante esta última información, Pedro frunció el ceño, y con la excusa de coger algo del coche, dejó a Paula a solas preparando la mesa en la que colocarían algunos de sus libros para que los asistentes los vieran antes de comenzar la charla.


Otros tres autores acompañaban a Pedro en la mesa: una mujer que destacaba en el género romántico y con la que Paula pudo conversar ampliamente, porque a ella también le gustaban los libros de Miss Dorothy; un joven muy simpático que escribía ciencia-ficción, y otro escritor de intriga, bastante arrogante, que se creía el mejor, aunque nadie hubiera oído hablar de él en la vida.


Paula procuró que Pedro estuviera sentado lo más lejos posible de este último y, sabiendo lo mucho que lo molestaban las fans de Miss Dorothy, acabó ubicando a su irascible pelirrojo en una esquina de la mesa, junto al joven escritor de ciencia-ficción.


Tras mirar el reloj un tanto preocupada, se preguntó qué narices estaría haciendo Pedro para tardar tanto, cuando el evento comenzaría en breve. Al fin, él se decidió a entrar por la puerta y, ante el asombro de Paula, vio que no se le había ocurrido otra
cosa que coger aquella molesta bolsa de lona llena de pelotitas antiestrés.


Ya se disponía a arrebatársela, antes de que él y su mal genio hicieran algo que todos pudieran llegar a lamentar, cuando un hombre la condujo a su asiento, comunicándole que el evento iba a empezar. Paula, desde su sitio en primera fila,
no pudo hacer otra cosa que advertirle a Pedro con una severa mirada que no hiciera
alguna de las suyas, mientras él se limitaba a colocar la bolsa a sus pies y le dedicaba una maliciosa sonrisa que no presagiaba nada bueno.


El principio de la charla fue bastante bien. Cada uno de los autores habló de la difícil vida de escritor cuando no se tenía el respaldo de una gran editorial, de todos los eventos a los que tenían que asistir para promocionarse, cuyo coste salía de sus propios bolsillos, y de que, a pesar de que no ganaran mucho con eso, todos estaban muy contentos haciendo lo que más les 
gustaba: escribir.


Con algunas de las anécdotas de su último viaje, Pedro hizo reír al público, y con sus palabras les hizo tomar conciencia de que la vida de un escritor no era tan fácil como parecía. El público acabó adorándolo tanto como la misma Paula.


Después de esto, cada autor habló de sus libros, hasta que le llegó el turno a Pedro, que ya estaba a punto de comenzar su apasionado discurso, cuando un espontáneo del público se levantó y, diciendo que él también era escritor, comenzó a hablar de su libro, que aún no había sido publicado.


Pedro comenzó a fruncir el ceño un tanto molesto, pero respiró resignado, concediéndole algo de tiempo al hombre. Pero cuando el intruso repitió una y otra vez las mismas palabras, decidido a que su discurso no tuviera fin, Pedro empezó a tantear la bolsa de lona que tenía en sus pies con una única idea en la cabeza: acallar a aquel sujeto que ya le estaba tocando las narices con su brusca interrupción.


Paula, desde su asiento y sin poder hacer nada, veía cómo acercaba la mano solapadamente a la bolsa de lona, mientras el molesto individuo que había interrumpido a los autores no paraba de hablar, acabando con la poca paciencia que el pelirrojo podía tener, y haciendo que su malicioso carácter asomara.


—No lo hagas, no lo hagas, no lo… —susurraba Paula, viendo que había conseguido sacar con disimulo una de aquellas molestas pelotitas antiestrés de las que pensaba deshacerse en cuanto llegaran a casa.


Rezó por que ocurriera un milagro y que Pedro no noqueara al charlatán con aquel juguete que en sus manos podía llegar a ser tan peligroso.


Y por una vez sus ruegos fueron atendidos, ya que una chica bastante bien dotada se levantó de su asiento y se alzó la camiseta para mostrarles a todos el mensaje «¡No a la tala indiscriminada de árboles!» pintado en su cuerpo. De esta guisa, recorrió la sala de arriba abajo, anunciando su reivindicación. Por supuesto, sus dos poderosas razones llamaron mucho más la atención de todos que las del ahora mudo espontáneo, que acabó sentándose bastante indignado por haber sido interrumpido tan bruscamente.


Mientras un hombre de seguridad se llevaba a la chica ecologista de la sala, la conferencia volvió a la vida cuando Pedro, con una ladina sonrisa, dijo ante el micro:
—¡Mira tú por dónde, este tipo de interrupción no me molesta en absoluto!


Y entre las risas del público, comenzó a hablar de sus libros, a la vez que apretaba con fuerza la pelota antiestrés en una mano, pelota que al fin había aprendido a utilizar correctamente después de todo. Aunque a Paula no la tranquilizó demasiado que siguiera en sus manos todo el día, porque con Pedro Alfonso nunca se sabía lo que podía pasar.



CAPITULO 81




Al fin llegó el día de nuestra última parada antes de volver a casa y descansar de aquel ajetreado viaje que me había hecho darme cuenta de muchas cosas que tenía que analizar. Como qué hacer con los sentimientos que tenía por Pedro y cómo sobrellevar mis días junto a él hasta que terminara su novela.


Desde la pasada tarde, en la que había cogido dos habitaciones y dormido como un bebé, no había visto a Pedro, y encontrar su fruncido ceño a la hora del desayuno no fue una señal muy alentadora para el viaje. Por lo visto, a él no le había sentado muy bien que alguien le hubiera tomado la delantera y le hubiera hecho pagar con creces su mal comportamiento, y eso que aún no había recibido las abultadas multas de tráfico que se sumarían a sus gastos.


Esa mañana, después de desayunar, saldríamos hacia la décima feria del libro que se celebraba en la ciudad de Inverness. Ese año, el acto tendría lugar en el Eden Court Theatre, un magnífico y moderno edificio situado junto al río Ness, donde durante cinco días se disfrutaría de un ambiente único para la literatura.


Los asistentes, además de estar rodeados de libros de los más diversos géneros, podrían asistir a diferentes eventos, como lectura de narraciones y poemas, talleres de escritura, entrevistas y tomar partido en los debates con alguno de los autores invitados.


Como no me imaginaba a Pedro con la suficiente paciencia como para enseñarle a alguien a escribir, o para leer fragmentos de su libro, supuse que Pablo habría hecho bien su trabajo por una vez y habría conseguido que fuera entrevistado, junto con otros autores, sobre su última publicación.


Eso me gustó, porque cuando Pedro comenzaba a hablar sobre sus obras se perdía en ellas y hacía que los que lo rodeaban se interesaran rápidamente por la trama de sus novelas. Por otro lado, la parte en la que el público podía mantener un debate con los autores me preocupó bastante, porque ya me imaginaba cómo podían ser algunas de las respuestas de Pedro cuando alguna pregunta lo ofendiera, así que decidí que, en cuanto terminara de hablar de su libro y de hacerse con algún que otro interesado lector, lo sacaría del acto, antes de que su mal genio le hiciera perder lo poco que había conseguido en ese viaje.


Revisé una vez más el folleto que tenía en las manos y lo estudié con detenimiento, percatándome de que nosotros seríamos los primeros en hablar en la mesa que nos correspondía, así que terminé de engullir mi desayuno y le metí a él un poco de prisa.


Para desgracia de todos, Pedro se había levantado de un humor de perros y eso sólo podía significar que cualquier cosa podía pasar cuando llegara a la mesa de debates, desde que esbozara una falsa sonrisa hasta que diera una de sus burdas contestaciones que siempre asombraban a todos por su grosería.


Crucé los dedos para que esta vez su humor se decantara por las falsas sonrisas y me dirigí con él hacia el coche. Nos aguardaban más de dos horas de trayecto hacia una ciudad que apenas comenzaba a despertarse.


Me pregunté, mientras caminaba hacia allá, por qué persistía el mal genio de Pedro, si normalmente después de un plácido sueño éste solía desaparecer. Y antes de que llegáramos a su vehículo me sacó de dudas cuando me agarró de un brazo y, deteniendo mis pasos, me susurró al oído unas palabras que nunca hubiera creído que él pudiera pronunciar.


—Te eché de menos ayer. Apenas pude dormir sin tu presencia en mi cama, ¡no vuelvas a dejarme solo! —me rogó, confesando con sus palabras más de lo que quería admitir.


Y tras mirar sus suplicantes ojos que me exigían una respuesta, no puede evitar decirle una mentira.


—No lo haré —contesté, sabiendo que muy pronto el destino nos separaría, porque la historia de amor que él estaba escribiendo ya casi estaba terminada.


Y cuando ésta llegara a su fin, no habría nada que nos uniera, porque, aunque yo lo amara, no estaba dispuesta a seguir con un hombre que nunca podría corresponderme diciéndome «te quiero».


Él se durmió durante todo el viaje hacia la ciudad, y yo, de vez en cuando, pude admirar su rostro, que cuando dormía perdía todo rastro de hosquedad y parecía tan relajado que incluso podía llegar a confundirse con un ángel. Un calificativo que definitivamente nunca se le podría aplicar mientras estaba despierto, ya que con su atrevida sonrisa y sus maliciosas palabras sería considerado más bien un temible diablo. Aunque para mí siempre sería mi amado escritor.