martes, 25 de diciembre de 2018

CAPITULO 26




Cuando llegué a casa esperaba encontrar a mi nueva esclava agonizando, con las tareas a medio hacer, o muerta de cansancio derrumbada en el sofá. Pero por el contrario, Paula me sonrió maliciosamente mientras se hacía con las llaves de su vehículo y se marchaba dejándome allí solo. Por suerte, antes de entrar en casa había podido sacar del maletero de aquel turismo alquilado, un coche nada adecuado para un lugar como las Highlands, la batería que había comprado. La dejé junto a la entrada, dispuesto a cambiarla más tarde, algo básico que afortunadamente sabía hacer y así evitar que un viejo mecánico me cobrara un ojo de la cara.


Sonreí cuando ella me entregó la impertinente lista que le había dejado y la observé atentamente, dándome cuenta de que cada una de las tareas estaba tachada con un chillón rotulador rojo. Dispuesto a criticar lo que había hecho, repasé una por una las cosas que le había encargado.


La primera de ellas, que sólo consistía en fregar los platos sucios de la noche anterior, tenía al lado un post-it que decía: «Uf, lo siento, pero he acabado con toda el agua caliente». ¿Cómo narices se podía acabar con un depósito de treinta litros sólo para lavar tres puñeteros platos? Sin duda Paula lo había hecho para tocarme las narices…


Bueno, segundo punto de la lista: limpiar la casa.


Había que admitir que la casa estaba impecable, incluso le había sacado brillo al suelo. Pero mientras revisaba los pasillos, me di cuenta de que se había tomado algunas cosas al pie de la letra, sobre todo cuando vi mi cena presentada hábilmente en un cuenco para perros en el suelo, junto con sus respectivos cubiertos y un vaso de agua sobre un bonito salvamantel. Esta vez el post-it decía: «Siento no haber encontrado otro cuenco para el agua, pero tal como me has pedido, sin duda ahora podrás comer en el suelo».


El humor un tanto ácido que ella había demostrado hasta el momento, me llevó a observar con más atención lo que Paula había hecho, con lo que me percaté de que otro punto de la lista había sido realizado con la misma ironía que los anteriores: mi almuerzo, que consistía en un magnífico filete de solomillo de ternera de lo más jugoso y apetecible que se puede llegar a conseguir, estaba demasiado hecho, hasta tomar un color negruzco, imposible de digerir. Lo peor de todo era que por dentro seguía crudo… ¿Cómo podía aquella mujer cocinar peor que yo?


Tomé nota mental de no permitir que Paula volviera a acercarse a la cocina, mientras tiraba aquella abominación junto con otra de sus impertinentes notitas, que en esta ocasión sólo decía «¡MUUU!», y seguí repasando la maldita lista, que me estaba agriando el buen humor que antes tenía.


El siguiente trabajo era ordenar los libros de las repletas estanterías que había en el salón, junto a mi hogareña chimenea. En eso no se puede meter mucho la pata, a no ser que los libros se ordenasen como lo había hecho esa bruja, por colores, en vez de alfabéticamente o por temas, como es lo normal, razonable y habitual en cualquier biblioteca. Esta vez su comentario me tocó un poco las pelotas: «¿A que queda bonito?».


Me pregunté qué más sorpresas me esperaban, cuando fui a mi dormitorio. Por suerte, éste no había sufrido sabotaje alguno. El antiguo armario de madera y la cómoda que habían pertenecido a mis abuelos estaban impolutos, y en mi lecho sólo había una nota que me retaba: «Ni en tus sueños volverá a pasar…». Eso me hizo sonreír y darme cuenta de lo mucho que la había afectado nuestro encuentro de esa mañana.


El baño estaba impecable, con la única pega de que había sacado decenas de fotocopias de una foto mía y las había pegado por toda la ducha, junto con la típica e impertinente notita adosada, en la que comentaba alegremente: «¡Hala, así ya puedes verte el culo!».


Cuando llegué al salón y abrí el cesto donde estaban mis puñeteros calcetines, ese molesto lugar donde siempre acababa metiéndolos todos, y que, a saber por qué, siempre acababan sin su pareja, me sorprendió la forma en que Paula los había juntado: cuando cogí uno de ellos, los demás lo siguieron perfectamente unidos, ya que la muy arpía había formado una inusual cadeneta con ellos. Esta vez sólo había un impertinente «Como puedes ver, todos están perfectamente emparejados» en la consabida nota.


Sus continuas jugarretas me llevaron a preocuparme un poco por la penúltima de las tareas, la de limpiar mi coche. Pero ¿qué podía hacerle esa cosita tan dulce a mi coche que no fuera arañarlo o alguna de esas estúpidas niñerías? Luego recordé vagamente que, en algún momento de la noche en que nos conocimos en aquella desolada carretera, me había dicho que era mecánica. Sin duda una broma, pero por si acaso corrí hacia el garaje y entré en él un tanto alarmado, rezando porque esas palabras que habían salido de su boca fueran falsas.


Evidentemente, había infravalorado a aquella mujer una vez más, ya que encontré mi querido cuatro por cuatro totalmente desmontado, pieza por pieza. Eso sí, cada una de ellas estaba reluciente y, una vez más, la provocadora notita me anunciaba irónicamente: «Estoy segura de que no lo reconocerás, pero te aseguro que esto es tu coche…».


—¡¡Hija de …!! —maldije furioso y dispuesto a deshacerme de una vez por todas de la bruja que había invadido mi casa.


Fui a mi despacho, decidido a hacer buen uso del número del teléfono que había conseguido de la atractiva camarera de El Trébol de la Suerte, que siempre se me insinuaba, y vi la última nota de Paula. Esta vez, por desgracia, sus palabras no me hicieron enfadar y apagaron un tanto mi mal genio: «Llevo parte de ese maldito uniforme» rezaba el insinuante post-it, y, cuando acabé de revisar el sugerente conjunto, me di cuenta de que la cofia y las bonitas bragas de encaje habían desaparecido.


Sólo con imaginármela usando esas dos prendas me hizo tener algún que otro pensamiento bastante calenturiento, con el que seguramente Paula se habría escandalizado, así que decidí recordarlos para susurrárselos más tarde al oído y tomarme así una pequeña venganza haciéndola avergonzarse. Después miré mi impaciente miembro, que me exigía un alivio, y fui a marcar, cada vez más decidido, el número de teléfono que me haría olvidarme de Paula y tal vez vengarme de una vez de todas sus jugarretas.


Desgraciadamente, mi revancha tendría que esperar, ya que me había devuelto mi gesto, dejándome sin coche, tan aislado y aburrido como yo la había dejado a ella por la mañana.


La única diferencia era que, mientras Paula seguramente sólo pensaba en mí para maldecirme, yo no podía quitármela de la cabeza. Y mis pensamientos en ningún momento abandonaron la cama donde me había retado al decirme que nunca volvería a pasar nada entre nosotros. Algo que indudablemente ocurriría si seguía compartiendo mi casa y mi lecho.


Mientras la esperaba en el salón, sin saber qué hacer, a los pies del sofá vi un manuscrito abandonado. Y dispuesto a hacer pasar el tiempo lo más rápido posible, me puse manos a la obra, sin saber que con este simple gesto estaba cumpliendo uno de los sueños de aquella alocada mujer, que puede que más tarde se convirtiera en uno de mis mayores errores.




CAPITULO 25





Sin duda, Hércules, con sus doce pruebas y todo, era una nenaza a mi lado, ya que ese hombretón no tendría que enfrentarse nunca con Pedro Alfonso... Una vez más, repasé la insultante lista que había tenido la indecencia de dejarme, antes de tachar de ella cada una de las tareas que ya había finalizado.


Friega los platos (sin usar agua caliente, que acabas con la que tengo para mi uso personal).


—¡Qué hijo de puta! ¡Usar agua fría en las Highlands es como meter las manos en el congelador!


Limpia la casa (hasta que se pueda comer en el suelo).


—¡Oh, sí señor! Después de lo que he encontrado en ese cuarto lleno de trastos, vas a poder comer como deseas…


Ordena los libros del salón.


—¡Será malnacido! No he visto en mi vida unos estantes más repletos y más desordenados que ésos...


Haz mi cama (tómate todo el tiempo que quieras para esta labor, y si me quieres esperar dentro, y desnuda, mejor).


—Eso es algo que, definitivamente, nunca volverá a ocurrir.


Limpia los baños (quiero poder ver mi culo reflejado en las baldosas).


—Egocéntrico de las narices… ¿quién es el estúpido que quiere mirarse el culo mientras se ducha?


Prepara el almuerzo (algo que se pueda definir como «comida aceptable», nada de lechuguitas o verduras al vapor. Lo verde para las vacas).


—Sí señor, nada de verduras, todo jugosa carne… ¡A ver si tienes cojones de hincarle el diente a eso después de cómo te lo he cocinado!


Cose mis calcetines y emparéjalos (quiero volver a poder ponérmelos todos).


—El muy anormal por supuesto no tenía ni un calcetín junto a su pareja, así que he decidido juntarlos a mi manera…


Limpia mi coche a fondo (que cuando lo vea no lo reconozca).


—Definitivamente, ésta es la tarea que más me ha gustado: no vas a reconocer a tu coche ni en un millón de años.


Ponte el uniforme que te he dejado en mi despacho para realizar las tareas (sin duda te será más fácil moverte por la casa).


Eso último estaba escrito más como una sugerencia que como una orden, y el muy cabrón había colocado sobre la mesa de su despacho un provocativo disfraz de criada que consistía en unas braguitas negras con un encaje blanco bastante sugerente, un delantal minúsculo y un sujetador, si es que eso merecía tal nombre, porque los pechos sólo quedaban mínimamente tapados por los extremos de un lazo negro. Por supuesto, el traje incluía una perfecta cofia y un bonito cuello de encaje blanco para aumentar la fantasía del pervertido que lo hubiese comprado. Me pregunté de dónde narices habría sacado él una cosa así y para qué lo guardaba... Decidí que era mejor no pensar mucho en ello.


Bueno, mientras Pedro se decidía a volver yo ya había hecho todas las tareas de la lista, pero claro, a mi manera, ya que en ningún momento él había especificado que tuviese que hacerlas bien. Un tremendo error que sin duda lamentaría.


Esa niñería me había servido mucho para desahogar mi mal humor tras leer la infame lista y después de lo ocurrido esa mañana. ¡Cómo había podido caer tan estúpidamente en los brazos de ese hombre!


Sin duda porque creía que todo formaba parte de un calenturiento sueño y porque yo no tenía citas desde el instituto... ¿Quién demonios le va a pedir salir a alguien que está todo el día rodeada de grasa y aceite de motor, y qué hombre se atrevería a ir al apartamento de una cuando su padre se presentaba de improviso, advirtiéndole al invitado que él vive en el piso de al lado y que las paredes son muy finas, a la vez que sostiene en las manos una gruesa llave inglesa?


¡Joder! ¡Mi vida privada había fracasado antes de empezar, en el momento en que alquilé ese viejo apartamento junto al de papá! Pero cada vez que intentaba decirle que me mudaba, me miraba con sus tristes ojos castaños y empezaba a relatar anécdotas de mi madre cuando era joven. Y así era como yo había acabado siendo una solterona de veinticinco años, con una experiencia sexual mínima, y cuyas historias de amor sólo existían en el papel que daba vida a mis novelas.


Aunque aún no me había rendido ante la posibilidad encontrar a ese hombre que me hiciera estremecer de pasión y cambiara mi mundo con su sola presencia, como hacían siempre los protagonistas de las historias que tanto me gustaban. Me limitaba a dejar ese tema a un lado mientras intentaba desesperadamente que los personajes de mis libros, cuyas aventuras sin duda eran más interesantes que mi propia vida, llegaran a ver la luz, para que todas las mujeres comprendieran que se podía hallar el amor donde menos se esperaba, algo que en ocasiones me repetía a mí misma hasta la extenuación, para autoconvencerme, aunque esto nunca llegaba a pasar.


Quizá por eso había sido una presa fácil para Pedro Alfonso: la frustración, la falta de amor y el hecho de que, aunque fuera insufrible, él me resultaba atractivo, eso era, con toda seguridad, lo que me había llevado a gemir apasionadamente entre sus brazos, mientras tenía uno de los orgasmos más placenteros de mi vida. Porque aunque fuera odioso e imposible de tratar, había que admitir que sabía cómo tocar a una mujer para hacer que ésta se rindiera al placer.


Si tan sólo se comportara como el protagonista de sus novelas… sería el hombre perfecto para cualquier mujer, y no la pesadilla que en esos instantes era para mí.


A pesar de que mi cuerpo se sintiera tentado de caer en su cama, y más ahora que había descubierto lo apuesto que era bajo aquella desastrosa barba, no tenía ninguna duda de que, mientras estuviera despierta, podría resistirme a él. Sobre todo si abría su insultante bocaza y decidía comportarse con su habitual grosería, que espantaría hasta al mismísimo diablo.


El húmedo sueño de esa mañana sólo fue un hecho aislado que no volvería a ocurrir, porque por nada del mundo volvería a permitirme dejarme llevar por sus caricias, que aunque pudieran parecer tremendamente dulces y placenteras, eran tan taimadas como su falso nombre y su estúpida identidad.


Después de pasar casi seis horas fuera de casa, al fin Pedro volvió, en busca de un gratificante almuerzo y para revisar que hubiese hecho todas las tareas. Qué lástima que no fuese a encontrarse con lo que esperaba…


En cuanto entró por la puerta, le arrebaté mis llaves de sus fuertes manos y las sustituí por la lista en la que había tachado todas las humillantes tareas que había finalizado y que él había tenido la osadía de ordenarme para ofenderme como mujer.


Era una pena que mi orgullo femenino no se molestara tan fácilmente, y más aún después de relacionarme continuamente con hombres que creían que «una cosita tan linda» como yo nunca daría la talla para trabajar como mecánico de un taller.


Para demostrarle mi disconformidad con su lista, le había dejado una notita junto a cada una de las tareas finalizadas, y sonreí bastante satisfecha mientras salía por la puerta, a la espera de que Pedro Alfonso recibiera su merecido.


—Ahora me toca a mí —susurré, jugueteando con las llaves de mi coche de alquiler y dirigiéndome a la posada para almorzar y para disfrutar de unas cuantas horas de descanso, que definitivamente me merecía, después de haber acabado los trabajos de la infinita lista con mi pequeño toque de venganza personal.




CAPITULO 24




Cuando Pedro entró en la taberna El Trébol de la Suerte, Hamish, el dueño de mediana edad que siempre los saludaba a todos con una sonrisa, no tardó en hacerle sitio en la barra, donde, sin que él se lo pidiera, le sirvió un sustancioso desayuno digno de un rey.


«¡Esto sí es comida!», pensaba Pedro mientras rebañaba el plato y recordaba la escasa alimentación con la que aquella necia mujer había pretendido alimentar su robusto cuerpo. Mientras saboreaba el fuerte café que siempre servía Hamish, no podía dejar de pensar en cómo deshacerse de la chica, que no les traería más que problemas tanto a él como a su esquiva inspiración.


La lista de tareas que le había dejado preparada estaba llena de insultantes ocupaciones, casi todas meramente femeninas en su opinión. Con ello intentaba hacerle comprender que no era bienvenida en su hogar, algo que, al parecer y pese a sus sencillas palabras, aún no le había quedado claro a aquella cabezota.


Seguramente, cuando volviera a casa, le arrojaría a la cara la insultante lista y se marcharía de allí ofendida con la actitud tan machista que Pedro había mostrado…


Qué pena que nada de eso fuera cierto, porque, gracias a sus hermanas y a la esclavitud a que lo habían sometido hasta su adolescencia, Pedro era ahora todo un hombre hecho y derecho que sabía coser, cocinar, planchar e incluso hacer una manicura mejor que algunas mujeres, y eso, incluso a sus treinta y un años, era algo que le seguía molestando.


Por si Paula era demasiado idiota para su bien y tardaba algo más de la cuenta en captar sus indirectas, Pedro decidió pedirle algún que otro consejo al eterno psicólogo del bar, el hombre que se encontraba detrás de la barra y que siempre le daba una solución a sus problemas o lo ayudaba a ahogar éstos en cerveza. Algo que después de la helada ducha de esa mañana indudablemente necesitaba, porque a pesar de lo fría que estaba el agua, su deseo por la impertinente dueña de aquel cuerpecito que tanto lo tentaba no había disminuido en absoluto, y eso empezaba a inquietarlo.


—Hamish… ¿cómo te desharías de una mujer que no capta las indirectas? — preguntó dándole alguna que otra vuelta a su humeante taza de café.


—¡No me digas que te ha salido una acosadora! —bromeó el tabernero, mientras limpiaba el mostrador.


—Sí, una que tú me mandaste al indicarle cómo llegar a mi casa... Por cierto, muchas gracias —gruñó Pedro, un tanto molesto, pensando que si ella no hubiera dado con su hogar, ahora él no estaría metido en ningún problema.


—¡Vamos, Pedro! Esa cosita tan mona no puede ser tan terrible… Además, me miró con esos enormes ojos violeta de una manera que no pude resistir, y tarde o temprano habría dado con tu casa, con o sin mi ayuda.


—Te perdono porque en eso tienes razón: es tan insistente que no habría parado hasta encontrarme, con tus indicaciones o sin ellas. Pero dado que tienes parte de culpa en esta molesta situación, ya puedes ir pensando en una idea para hacerme salir de ella.


—¿Acaso es otra molesta empleada de la editorial que insiste una vez más en que termines la dichosa novela?


—No, peor: es una escritora novata a la que le han prometido lo imposible si consigue que termine mi libro —contestó Pedro, frunciendo el ceño al recordar que, una vez más, una mujer permanecía a su lado sólo por interés, ya que él era un medio para que Paula pudiera llegar a cumplir sus sueños.


—Creo que siendo tú mismo pronto lo conseguirás. ¿O es que no has espantado a todos esos trajeados individuos que la editorial ha mandado en tu busca, ya fueran hombres o mujeres? —le recordó despreocupadamente Hamish, prosiguiendo con su labor.


—Para mi desgracia, aunque parece la cosita más dulce que he visto en mi vida, esa mujer es más difícil de ahuyentar de lo que me creía. Y algo me dice que es bastante cabezota y muy capaz de devolverme cada una de mis jugarretas.


—Entonces parece interesante, ¿cuál es el problema? —preguntó con optimismo el
propietario del bar, seguro de que la chica acabaría finalmente con el aburrimiento del
famoso escritor.


—Que Paula Chaves es de las que se enamoran, y ya sabes que yo no juego con
ese tipo de mujeres —respondió abiertamente Pedro, dando un largo trago del fuerte café que lo ayudaría a despejar su mente de todo lo que tuviera relación con aquella
molesta jovencita.


—Vale, ya está, ¡ya tengo la solución! ¡Escribe ese maldito libro de una vez y así la gente dejará de venir a darte la lata! —exclamó irónicamente Hamish, algo molesto porque Pedro no acabara de poner fin a la saga que los tenía, tanto a él como a su esposa, totalmente enganchados. 


Aunque eso nunca lo diría en voz alta, ya que tenía una reputación que mantener ante sus parroquianos.


—Eso es demasiado difícil.


—Pues entonces quédate con ella hasta que se harte de tu mal humor, como nos pasa a todos en un momento u otro.


—Demasiado peligroso.


—Pues lo único que se me ocurre es que metas a otra mujer en tu casa para que espante a ésta.


—Hummm… Eso podría servir.... —murmuró Pedro pensativo, acariciándose la barbilla mientras reflexionaba sobre una nueva maldad—. Pero ¿dónde podría conseguir una mujer?


—¿Estás de broma? Si la mitad de las solteras del lugar no paran de hacerte ojitos a pesar de tu mal genio. Y May, mi camarera más bonita, no cesa de saltar prácticamente en tu regazo cada vez que te ve... ¡Eso sí: este maravilloso plan
solamente funcionará si esa mujer está interesada en ti! Y, para serte franco, creo que por cómo te has comportado con ella hasta ahora, sólo le interesan tus libros.


—Puede ser, pero me gustaría ver qué hace con un tipo de sorpresa como ésa. Y yo, con toda seguridad, puedo hacer que la situación se convierta en algo tan incómodo y perturbador que ella huya despavorida.


Tras reflexionar un instante, Pedro se dirigió a la empleada de Hamish:
—¡Tú! ¡Dame tu teléfono! —le exigió rudamente a la exuberante May cuando ésta pasó junto a él portando una bandeja.


Increíblemente, entre risitas, May se lo dio, con una mirada insinuante.


—En serio, no sé cómo puedes ser autor de novelas románticas... —comentó Hamish, arrepentido de haberle dado la idea a aquel hombre que en ocasiones podía ser bastante maquiavélico.


—Yo tampoco —coincidió Pedro, acabándose el café de un trago y dejando el dinero en la barra—. Por eso lo he dejado —añadió, haciendo que Hamish rechinase los dientes al verse privado del final de aquella inquietante historia que estaba loco por terminar.


—¡Maldita Miss Dorothy! —susurró en voz baja el dueño de El Trébol de la Suerte, sintiéndose estafado por el famoso autor que se negaba rotundamente a terminar su trabajo.


Y, mientras volvía a su tarea, tras la marcha de Pedro, a Hamish le pareció oír algún que otro susurro de sus clientes habituales, que maldecían también la figura de aquella amable ancianita que todos por allí sabían que era más falsa que un trébol de dos hojas.