martes, 25 de diciembre de 2018
CAPITULO 25
Sin duda, Hércules, con sus doce pruebas y todo, era una nenaza a mi lado, ya que ese hombretón no tendría que enfrentarse nunca con Pedro Alfonso... Una vez más, repasé la insultante lista que había tenido la indecencia de dejarme, antes de tachar de ella cada una de las tareas que ya había finalizado.
Friega los platos (sin usar agua caliente, que acabas con la que tengo para mi uso personal).
—¡Qué hijo de puta! ¡Usar agua fría en las Highlands es como meter las manos en el congelador!
Limpia la casa (hasta que se pueda comer en el suelo).
—¡Oh, sí señor! Después de lo que he encontrado en ese cuarto lleno de trastos, vas a poder comer como deseas…
Ordena los libros del salón.
—¡Será malnacido! No he visto en mi vida unos estantes más repletos y más desordenados que ésos...
Haz mi cama (tómate todo el tiempo que quieras para esta labor, y si me quieres esperar dentro, y desnuda, mejor).
—Eso es algo que, definitivamente, nunca volverá a ocurrir.
Limpia los baños (quiero poder ver mi culo reflejado en las baldosas).
—Egocéntrico de las narices… ¿quién es el estúpido que quiere mirarse el culo mientras se ducha?
Prepara el almuerzo (algo que se pueda definir como «comida aceptable», nada de lechuguitas o verduras al vapor. Lo verde para las vacas).
—Sí señor, nada de verduras, todo jugosa carne… ¡A ver si tienes cojones de hincarle el diente a eso después de cómo te lo he cocinado!
Cose mis calcetines y emparéjalos (quiero volver a poder ponérmelos todos).
—El muy anormal por supuesto no tenía ni un calcetín junto a su pareja, así que he decidido juntarlos a mi manera…
Limpia mi coche a fondo (que cuando lo vea no lo reconozca).
—Definitivamente, ésta es la tarea que más me ha gustado: no vas a reconocer a tu coche ni en un millón de años.
Ponte el uniforme que te he dejado en mi despacho para realizar las tareas (sin duda te será más fácil moverte por la casa).
Eso último estaba escrito más como una sugerencia que como una orden, y el muy cabrón había colocado sobre la mesa de su despacho un provocativo disfraz de criada que consistía en unas braguitas negras con un encaje blanco bastante sugerente, un delantal minúsculo y un sujetador, si es que eso merecía tal nombre, porque los pechos sólo quedaban mínimamente tapados por los extremos de un lazo negro. Por supuesto, el traje incluía una perfecta cofia y un bonito cuello de encaje blanco para aumentar la fantasía del pervertido que lo hubiese comprado. Me pregunté de dónde narices habría sacado él una cosa así y para qué lo guardaba... Decidí que era mejor no pensar mucho en ello.
Bueno, mientras Pedro se decidía a volver yo ya había hecho todas las tareas de la lista, pero claro, a mi manera, ya que en ningún momento él había especificado que tuviese que hacerlas bien. Un tremendo error que sin duda lamentaría.
Esa niñería me había servido mucho para desahogar mi mal humor tras leer la infame lista y después de lo ocurrido esa mañana. ¡Cómo había podido caer tan estúpidamente en los brazos de ese hombre!
Sin duda porque creía que todo formaba parte de un calenturiento sueño y porque yo no tenía citas desde el instituto... ¿Quién demonios le va a pedir salir a alguien que está todo el día rodeada de grasa y aceite de motor, y qué hombre se atrevería a ir al apartamento de una cuando su padre se presentaba de improviso, advirtiéndole al invitado que él vive en el piso de al lado y que las paredes son muy finas, a la vez que sostiene en las manos una gruesa llave inglesa?
¡Joder! ¡Mi vida privada había fracasado antes de empezar, en el momento en que alquilé ese viejo apartamento junto al de papá! Pero cada vez que intentaba decirle que me mudaba, me miraba con sus tristes ojos castaños y empezaba a relatar anécdotas de mi madre cuando era joven. Y así era como yo había acabado siendo una solterona de veinticinco años, con una experiencia sexual mínima, y cuyas historias de amor sólo existían en el papel que daba vida a mis novelas.
Aunque aún no me había rendido ante la posibilidad encontrar a ese hombre que me hiciera estremecer de pasión y cambiara mi mundo con su sola presencia, como hacían siempre los protagonistas de las historias que tanto me gustaban. Me limitaba a dejar ese tema a un lado mientras intentaba desesperadamente que los personajes de mis libros, cuyas aventuras sin duda eran más interesantes que mi propia vida, llegaran a ver la luz, para que todas las mujeres comprendieran que se podía hallar el amor donde menos se esperaba, algo que en ocasiones me repetía a mí misma hasta la extenuación, para autoconvencerme, aunque esto nunca llegaba a pasar.
Quizá por eso había sido una presa fácil para Pedro Alfonso: la frustración, la falta de amor y el hecho de que, aunque fuera insufrible, él me resultaba atractivo, eso era, con toda seguridad, lo que me había llevado a gemir apasionadamente entre sus brazos, mientras tenía uno de los orgasmos más placenteros de mi vida. Porque aunque fuera odioso e imposible de tratar, había que admitir que sabía cómo tocar a una mujer para hacer que ésta se rindiera al placer.
Si tan sólo se comportara como el protagonista de sus novelas… sería el hombre perfecto para cualquier mujer, y no la pesadilla que en esos instantes era para mí.
A pesar de que mi cuerpo se sintiera tentado de caer en su cama, y más ahora que había descubierto lo apuesto que era bajo aquella desastrosa barba, no tenía ninguna duda de que, mientras estuviera despierta, podría resistirme a él. Sobre todo si abría su insultante bocaza y decidía comportarse con su habitual grosería, que espantaría hasta al mismísimo diablo.
El húmedo sueño de esa mañana sólo fue un hecho aislado que no volvería a ocurrir, porque por nada del mundo volvería a permitirme dejarme llevar por sus caricias, que aunque pudieran parecer tremendamente dulces y placenteras, eran tan taimadas como su falso nombre y su estúpida identidad.
Después de pasar casi seis horas fuera de casa, al fin Pedro volvió, en busca de un gratificante almuerzo y para revisar que hubiese hecho todas las tareas. Qué lástima que no fuese a encontrarse con lo que esperaba…
En cuanto entró por la puerta, le arrebaté mis llaves de sus fuertes manos y las sustituí por la lista en la que había tachado todas las humillantes tareas que había finalizado y que él había tenido la osadía de ordenarme para ofenderme como mujer.
Era una pena que mi orgullo femenino no se molestara tan fácilmente, y más aún después de relacionarme continuamente con hombres que creían que «una cosita tan linda» como yo nunca daría la talla para trabajar como mecánico de un taller.
Para demostrarle mi disconformidad con su lista, le había dejado una notita junto a cada una de las tareas finalizadas, y sonreí bastante satisfecha mientras salía por la puerta, a la espera de que Pedro Alfonso recibiera su merecido.
—Ahora me toca a mí —susurré, jugueteando con las llaves de mi coche de alquiler y dirigiéndome a la posada para almorzar y para disfrutar de unas cuantas horas de descanso, que definitivamente me merecía, después de haber acabado los trabajos de la infinita lista con mi pequeño toque de venganza personal.
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