martes, 15 de enero de 2019

CAPITULO 92




—¡Tienes visita, papá! —anunció Paula, reconociendo el coche de Natalie y sonriendo.


—Sí… la princesa ha venido a recogerte, Jeremias, y en una cara carroza. ¡Así que viste tus mejores galas y sal a recibirla! —lo animó Raúl.


Jeremias se limpió las manos y salió en busca de aquella insistente mujer a la que aún no estaba muy seguro de poder perdonar. Mientras se alejaba hacia la entrada de su garaje, no pudo evitar comprobar que estaba totalmente presentable, usando uno de los espejos retrovisores de los desastrosos coches que ocupaban su taller. Después de todo, ningún hombre querría tener mal aspecto ante alguien tan impresionante como Natalie Wilson, a la que se le hacía muy difícil olvidar tras aquella noche que recordaba en cada uno de sus sueños.


Natalie bajó de su descapotable con su habitual elegancia. El ceñido traje de marca hacía resaltar, como siempre, sus infinitas curvas, lo que le permitía recordar qué se perdía Jeremias con sus negativas. Sin duda ésa habría sido la idea de la editora cuando se había vestido así la mañana de un simple viernes.


Su melena rubia brillaba más que nunca y las largas y distinguidas uñas de su manicura le recordaron que las señales de su espalda ya se habían curado, dejándolo sin ningún recuerdo de esa noche que tanto añoraba. Pero un hombre como él ante todo era padre. Y el dolor causado porque esa mujer enviara a su pequeña a un recóndito lugar en compañía de un sujeto que la había utilizado vilmente le resultaba imperdonable. Más aún cuando veía cada día esa estúpida y falsa sonrisa en el rostro de su hija y por la noche oía a través de las finas paredes de su apartamento algún que otro llanto, añorando el amor de un hombre que cada día que pasaba Jeremias estaba más seguro de que no la merecía.


Jeremias podría haberse comportado como un caballero e ir al encuentro de la mujer que lo esperaba impaciente junto a su coche, pero se limitó a cruzarse de brazos y esperar a que fuese Natalie la que se dirigiera hacia él y le explicara qué quería, cuando, en opinión de Jeremias, su reticencia a coger sus llamadas y las evasivas respuestas a sus regalos dejaban muy claro que lo que había entre ellos sólo había sido el apasionado encuentro de una noche que, tal vez dentro de un tiempo, ambos podrían olvidar.


Natalie finalmente caminó hacia él y, con paso firme y bastante decidido, lo encaró con la impertinencia que la caracterizaba.


—Creía que en tu negocio tendrías por lo menos la amabilidad de recibir a tus clientes.


—Yo no veo a ningún cliente por aquí —contestó irónicamente Jeremias, mirando de un lado a otro de su destartalado taller.


—Entonces, ¿yo qué soy? —preguntó Natalie, sin querer perder aún su orgullo por los desplantes de aquel hombre que tanto daño le hacían.


—Un incordio que no sabe captar las indirectas —replicó él, molesto con la presencia de esa mujer a la que tanto deseaba, pero a la que todavía no había aprendido a perdonar.


—¿Y cuáles son esas indirectas, Jeremias? Porque tus señales son muy confusas... —replicó Natalie con una triunfante sonrisa, señalándole cómo los ramos de rosas que le había mandado adornaban los rincones de su taller.


—Eso es cosa de mi hija —contestó él, evitando su mirada.


—Sí, ya veo —dijo irónicamente Natalie, dejando que entre ellos se estableciera un incómodo silencio que ninguno de los dos supo cómo romper.


—Veo que han arañado tu coche. No te preocupes, te lo dejaremos como nuevo —
intervino Paula, interrumpiendo a la indecisa pareja.


—¿Alguien te está molestando de nuevo? —preguntó Jeremias, abandonando su despreocupada apariencia e interesándose por el bienestar de aquella mujer que en realidad nunca podría negar que le importaba.


—Al parecer eso no es de tu incumbencia, ya que has decidido apartarme de tu vida. Sin embargo, te diré una cosa, Jeremias Chaves: venía decidida a confesarte que te quiero y lo mucho que te echo de menos, pero como parece que no me valoras ni me aprecias en absoluto, te diré en cambio otra: ¡tú te lo pierdes! —exclamó Natalie con la misma arrogancia de siempre.


Y con sus elegantes andares desapareció rápidamente de la vista de Jeremias, llevándose con ella su lujoso vehículo, que no tenía cabida en su pequeño taller, y dejando en su rostro una sonrisa llena de optimismo ante las locuras de aquella mujer que lo amaba.


—¡Papá! ¡Se te ha declarado! —señaló alegremente Paula.


—¿Qué piensas hacer? —preguntó Raúl intrigado.


Y Jeremias, ante la expectación de todos por su vida amorosa, sólo pudo decir:
—En estos instantes, beberme una cerveza...


Tras esto, se encerró en su despacho, tomándose el descanso que necesitaba para
pensar sobre lo que haría con aquella  desesperante mujer que lo traía de cabeza, pero a la que no podía negar que amaba.


Y como les había dicho a su hija y a su empleado, disfrutó de su cerveza, que se bebió de un solo trago mientras brindaba ante la foto de su difunta esposa, recordándole la extraña promesa que le había hecho, creyendo que el milagro de encontrar a alguien adecuado nunca se volvería a repetir.


—Dafne, al fin la he encontrado. Ahora solamente falta saber cómo narices la voy a conquistar. Sobre todo, después de comportarme como un gilipollas...




CAPITULO 91



Habían pasado dos meses desde que Natalie regresó de las Highlands con Paula y con la noticia del final de la esperadísima última novela de la saga de Miss Dorothy. Desde ese maldito día en que Pedro había dejado marchar a la mujer de su vida sin decirle lo que sentía, la desesperante Miss Dorothy no hacía más que eludir las llamadas de su editora.


El irritante pelirrojo se había negado en redondo a entregarle el archivo que Natalie necesitaba para aplacar a su jefe que, aunque la había perdonado, todavía seguía algo molesto por la contratación de una persona ajena a la editorial, lo que podía haber puesto en peligro la identidad de la noble ancianita a la que todo el mundo adoraba.


Pero al fin, hacía tan sólo una semana, había conseguido el dichoso manuscrito, que Pedro, ante su persistente insistencia, le había enviado a su correo electrónico con el impertinente mensaje de «No me molestes más».


Natalie había estado tan distraída intentando arreglar su vida amorosa que ni siquiera se había dado cuenta de que la jodida Miss Dorothy había vuelto a hacer de las suyas y, aunque estaba segura de que la novela estaba totalmente acabada, tal como Paula le había asegurado, en realidad le faltaban los dos últimos capítulos. Y sin eso no podía trabajar.


Desde el momento en que Natalie se percató de que el tiempo se agotaba, había intentado por todos los medios contactar con el maldito escritor, cuyo hobby favorito al parecer era fastidiarle la vida. Pero todo era inútil: parecía como si Pedro Alfonso hubiera desaparecido para el mundo. Aunque lo más probable era que estuviera en algún rincón, compadeciéndose de sí mismo por lo idiota que había sido.


Natalie todavía no se podía creer que ante una confesión tan valiente y sincera como la que había hecho la joven Paula, él se hubiera limitado a permanecer en silencio. Pero es que algunos hombres eran estúpidos. Un ejemplo muy cercano era el de su cabezota mecánico, que se negaba a perdonarle sus pequeñas mentiras, cuando ella no era la responsable de que Paula se hubiera enamorado y menos aún de que le hubieran roto el corazón.


Intentó seguir el ejemplo de la joven y confesarse a Jeremias, algo del todo imposible cuando el susodicho se negaba a atender sus llamadas y no hacía ni puñetero caso de sus regalos. Natalie estaba decidida a pasar página en esa relación sin futuro, pero sentía que no podía hacerlo sin decirle a él lo que sentía. Así que, como último recurso para verlo, hizo algo que siempre lamentaría: sacrificó la hermosa pintura de su amado descapotable, rayando las puertas con las llaves. En algunas ocasiones, las mujeres tenían que hacer un esfuerzo para ganarse al hombre de su vida, pensaba.


Tras cometer ese crimen, recordó que de todos modos tenía que llevar el automóvil al taller para hacerle una puesta a punto, con lo que se habría librado de dañar a su bebé. Tras golpearse la cabeza contra el volante al pensar lo estúpida que había sido, pensó que el amor hacía que tanto las mujeres como los hombres se comportasen como idiotas cuando buscaban una respuesta a sus locos sentimientos.


Resignada a perder tanto su empleo, si no lograba localizar a Pedro en los próximos días, como su coche, tras dejarlo nuevamente en el taller, Natalie se dirigió hacia ese pequeño y recóndito lugar de Brooklyn donde se hallaba el hombre de su vida, que se negaba a escuchar un «te quiero» de sus labios. Seguramente creyendo que era una nueva mentira.




CAPITULO 90




—Y por más que lo intento no puedo olvidarla. ¿Qué creéis que me pasa? — pregunté preocupado, exponiéndoles mi grave problema a mis cinco hermanas.


Y, como era de esperar, todas me miraron detenidamente, un tanto asombradas con
mi relato, me dedicaron una de esas miradas que indicaban que había sido un estúpido y
luego, sin más dilación, cada una me dio una colleja mientras me gritaban al unísono:
—¡Pero tú eres tonto!


Yo me acaricié la dolorida cabeza, preguntándome de nuevo cómo podían ponerse
todas de acuerdo para pegarme a la vez si nunca coincidían en nada, y mientras mi confusa y lastimada cabeza se recuperaba, mis hermanas comenzaron a referirme todos y cada uno de los necios errores que había cometido con Paula.


—¡No puedo creer que escribas continuamente sobre ello y que no te des cuenta de que te has enamorado! —me gritó Magalí, la mayor, que estaba felizmente casada y a la que siempre le encantaba presumir de ello.


—Y lo que te pidió Paula era razonable —me aleccionó Laura, tentada de darme otra colleja.


—¿Crees que alguna mujer se quedaría al lado de un hombre que no es capaz de amarla? —preguntó escandalizada Nadia, a pesar de que ya debería estar acostumbrada a mi rudo comportamiento.


—Y después de cómo la has tratado y todo lo que ha aguantado de ti, ¡ni siquiera sé cómo pudo decirte que te quería! —exclamó Aylen, convirtiéndose en una acérrima defensora de Samantha.


—Lo que todavía no entiendo es por qué no pudiste decirle que la querías — intervino Nadia, la más tranquila de mis alborotadoras hermanas.


—No quería mentirle. Me negué a pronunciar esas palabras cuando mis sentimientos aún eran demasiado confusos para mí.


—¡Y una mierda! ¡Lo que tú querías era tenerlo todo: una mujer que te amara sin que tú tuvieras que arriesgar tu corazón diciéndole «te quiero»! —me regañó Magalí, haciéndome ver la verdad de mi egoísmo.


—Espero que, ahora que la has perdido, te sientas igual de mal que los protagonistas de tus novelas —me increpó Aylen, saliendo bruscamente de la habitación, bastante molesta conmigo.


—¿Y ahora qué puedo hacer? —pregunté a las que quedaban, dándome cuenta al fin de toda la verdad: de los necios y ciegos personajes que había en mis historias de amor, yo era el peor. Y ahora era cuando me percataba de ello.


—Eres escritor, ¿no? ¡Pues escribe un final para esta historia! —me propuso Nadia, sin duda la más lista de mis hermanas.


—¡Y uno en el que hagas bastante el idiota o ella no te perdonará! —exigió Laura.


—Pero sobre todo, tienes que explicarle todo lo que sientes —apuntó sabiamente Natalia, haciéndome reflexionar.


—Supongo que con decirle que la quiero no bastará esta vez… —reflexioné en voz alta, mientras en mi mente comenzaba a formarse una idea para intentar recuperar el amor que había perdido por mi soberana estupidez.


—¡No! —contestaron todas a la vez, dándome sin saberlo la respuesta a cómo debían comenzar esas palabras de amor que Paula siempre me había pedido.


—¡Papel y lápiz! —les exigí, sumido en el principio de mi historia.


—Conozco esa cara y, o bien está estreñido, o tiene una idea brillante —dijo burlona Laura buscando una libreta.


—Sin duda se trata de una buena idea —me sonrió feliz Magalí, dándome un bolígrafo.


Y poco a poco mis hermanas fueron abandonando la estancia donde estábamos
reunidos, que no era otra que la bulliciosa cocina de mi madre. Mis palabras surgieron ligeras sobre el papel y a través de ellas comencé a describir todo lo que sentía por Paula, lo confuso que había estado, mis miedos respecto a ese nuevo sentimiento y cómo ante su marcha mis ojos al fin se habían abierto a la verdad, mostrándome que sin duda estaba enamorado. 


No me bastó una carta. Una libreta entera me parecía insuficiente… así que decidí que ella recibiría todas las palabras de amor que nunca habían salido de mi boca.


Aunque tal vez eso me llevara algún tiempo…