martes, 1 de enero de 2019

CAPITULO 46




Pedro intentaba olvidarse una vez más de la mujer que había invadido su casa y que tanto lo tentaba últimamente. Todas las noches la llevaba a su cama porque no podía dormir tranquilo sin saber que ella estaba abrigada en su cálido lecho. Y como él se negaba en redondo a volver a dormir en aquel molesto e incómodo sofá, esperaba a que Paula estuviera profundamente dormida para cogerla en brazos y meterla entre sus sábanas.


Cuando la trasladaba desde el minúsculo sofá, apretada contra a su pecho, ella suspiraba medio dormida y se apoyaba amorosamente en él, pronunciando su nombre.


Eso lo complacía a la vez que lo preocupaba, porque este hecho sólo demostraba que había comenzado a sentir algo por él.


Normalmente ése sería el momento perfecto para alejarse, ya que él no era el hombre adecuado para ninguna relación, pero esa vez no podía hacerlo, porque por culpa del maldito libro, ella lo perseguiría allá donde fuese.


Tenerla siempre en su mente y no poder olvidarse de su presencia ni un solo instante lo asustaba, por eso había intentado poner distancia, tanto alejándose de ella como finalizando lo más rápidamente posible aquella novela que lo atormentaba en todo momento. 


Pero cada palabra que escribía, cada frase que terminaba, cada página que acababa, era inspirada únicamente por Paula.


Quién podía imaginarse que encontraría a su musa en una mujer que tanto lo alteraba. Cada vez que se sentía demasiado tentado de volver a tocarla, de hundirse una vez más en su dulce cuerpo que tan fácilmente caía ante el engaño de sus palabras, se iba de su casa, huía de su cercanía e intentaba olvidarla coqueteando con otra mujer, algo que luego no ocurría, porque llevaba el nombre de ella grabado en su mente y tan sólo pensar en acostarse con otra para olvidar su rostro lo dejaba frío e inútilmente vacío. Así que, al final, se limitaba a sentarse a la barra de la vieja taberna a beberse sus penas y a intentar comportarse como el caballero que nunca sería, alejando de sí a una mujer que podía llegar a amarlo y quedar terriblemente decepcionada cuando descubriera que no era uno de esos hombres que se enamoran y traen consigo un bonito final de cuento de hadas.


Pedro se bebió su tercera cerveza mientras le echaba una nueva ojeada a la delantera de aquella insinuante pelirroja que en alguna ocasión anterior lo había animado mucho, pero que en esos instantes lo dejaba indiferente ante la perspectiva de una nueva conquista.


Y miró una vez más el fondo de su vacía jarra de cerveza, preguntándose si ya sería hora de volver a su casa o aún podía embotar un poco más sus sentidos antes de enfrentarse de nuevo a la inocente joven que lo incitaba a comportarse como un canalla.


Lo más probable era que Paula estuviera aburrida en su solitario hogar y que se hubiera decantado por acabar con su hastío con uno de los libros de su estantería, o manipulando de nuevo su coche, que, sin duda, nunca volvería a brillar con el mismo esplendor después de haber pasado por las manos de ella.


Se levantó, dispuesto a marcharse y a pasar algún tiempo encerrado en su estudio para trabajar, cuando vio asombrado cómo una belleza de pelo castaño acompañaba a Luis hacia una de las mesas más alejadas de la barra, donde, de vez en cuando, las parejas buscaban algo de intimidad.


Pedro se deleitó viendo cómo la pequeña y exquisita mujer se despojaba de su abrigo dejando al descubierto unos ceñidos pantalones negros que deberían estar prohibidos y una grácil figura que, aunque no estaba tan bien dotada como la de May, era digna de admiración. Cuando los parroquianos habituales vieron el ceñido jersey blanco que llevaba y que dejaba expuestos unos bellos hombros y un delicioso y tentador cuello, más de uno silbó admirando la hermosura de la dama.


Y en el momento en que Pedro cayó en la cuenta de que sus curvas eran muy conocidas para él, ya que estaban grabadas a fuego en su mente, se enfureció olvidándose por completo de sus buenas intenciones y de lo de ser un caballero, porque sin haber visto aún su rostro, ya sabía a quién pertenecía aquel impertinente trasero que se bamboleaba sensualmente sobre unas altas botas con un pecaminoso tacón de aguja, dirigiéndose hacia las oscuras mesas que solían compartir las parejas, algo que en esta ocasión sólo ocurriría por encima de su cadáver.




CAPITULO 45




En las tres ajetreadas semanas que siguieron a la visita de Pablo, Paula ayudó a Pedro a organizar su programa de viaje, en el que irían a distintos pueblos de las Highlands para promocionar esos libros de intriga que tanto emocionaban al autor.


Mientras él se concentraba en escribir aquella gran obra que se le resistía, Paula al fin pudo limpiar el cuarto de invitados que le había asignado y alcanzar finalmente aquella cama que la alejaría de sus brazos, sólo para darse cuenta de que estaba incompleta y que era una simple estructura sin colchón.


Empezó a preguntarse si alguna vez dormiría sola en aquella casa o si debía resignarse a compartir el cálido lecho de Pedro durante todo el tiempo que durase su estancia allí. Cada vez que intentaba alejarse de él y dormir en el sofá, amanecía en su cama, enlazada a su cuerpo. Dado que no era sonámbula, llegó a la conclusión de que apenas caía rendida por el sueño, Pedro la llevaba a su habitación.


A pesar de que todas las noches compartieran el dormitorio, él no había intentado nada más después del apasionado beso que se dieron en su estudio. E, increíblemente, Paula echaba de menos sus impertinentes palabras y sus insinuantes juegos de amor.


Cada vez que él salía de casa librándose de ella con la excusa de la búsqueda de inspiración, Paula se preguntaba, un tanto molesta, si no habría quedado una vez más con la pelirroja que una vez había adornado lascivamente su sofá. Siempre que pasaba eso, ella, con una furiosa sensación que podía describirse como celos, se metía en el garaje para hacer algún que otro cambio al vehículo de Pedro y, dependiendo
del humor que tuviera en ese momento, podía ser desde un simple cambio de aceite hasta una imaginativa modificación en los sistemas del automóvil, de forma que, por ejemplo, la calefacción generara una helada temperatura muy cercana a la de las Highlands.


Una de esas tardes, mientras ponía a punto el vehículo a la vez que se preguntaba dónde narices estaba él, al fin pudo conocer al famoso Luis, el amable ayudante del que le había hablado Natalie al principio de su viaje y con el que hasta entonces no había coincidido.


Paula estaba cambiando la batería del coche, con la cara llena de grasa y vistiendo únicamente unos raídos y sucios vaqueros, una vieja sudadera y unas sucias botas, cuando un sonriente pelirrojo de unos veinticinco años entró alegremente en el taller llamando a Pedro a viva voz. El muchacho apenas pudo ocultar su sorpresa al ver a una mujer en los dominios de tan solitario ermitaño como era Pedro Alfonso, y
no desaprovechó la ocasión de indagar el motivo de su presencia en un lugar que, simplemente, estaba prohibido para todos.


—¡Eh, tú no eres Pedro! —comentó el alegre joven, repasando su sucio cuerpo con una sonrisa.


—Soy su mecánico. Me llamo Paula —respondió ella orgullosa, mostrándole una de sus herramientas de trabajo al joven, cuya sonrisa no parecía desaparecer en ningún momento de su rostro.


—Yo soy Luis, el ayudante de Pedro —anunció él, mientras le tendía una mano sin preocuparse por manchársela de grasa—. ¡Vaya! ¡No sabía que existieran mecánicas tan bonitas! Definitivamente, tengo que preguntarle a Pedro el nombre de su taller... —la agasajó Luis, negándose a dejarla ir cuando al fin consiguió tener una de sus delicadas manos entre las suyas.


—Te vas a manchar de grasa —le advirtió Paula, un tanto sonrojada por recibir esas alabanzas que nunca nadie le había dirigido mientras llevaba sus sucias ropas de trabajo.


—No me importa si con eso logro retener junto a mí algo tan hermoso como tú, Paula —dijo Luis, soltándole finalmente la mano.


Ella se las limpió, un tanto nerviosa, en los desgastados vaqueros, al tiempo que informaba a Luis de la ausencia de su jefe.


Pedro ha salido hace una hora, según él «en busca de inspiración».


—¡Vaya, no me puedo creer que al fin vuelva a escribir! —exclamó alegremente Luis, sorprendiéndose con la noticia de que Miss Dorothy hubiese vuelto a su tarea—. Entonces, ¿tú eres de la editorial? —preguntó pensativo, acariciándose la barbilla.


—Más o menos. La editora de Pedro me envió para que ayudara a la adorable Miss Dorothy con su novela. Ya puedes imaginarte mi sorpresa al encontrarme con un hombre bastante irritante en su lugar…


—¡Espera, espera! ¿Me estás diciendo que llevas más de un día en esta casa? — quiso saber el chico, sorprendido por su respuesta, ya que ninguna persona, aparte de él, había aguantado mucho tiempo junto a aquel trastornado al que tanto le gustaba airear su mal genio.


—Sí, llevo aquí unas cinco semanas —contestó Paula, orgullosa de haber conseguido poco a poco derribar las barreras de aquel hombre que sólo quería su soledad.


—¡Oh, eso hay que celebrarlo! ¡Te invito a unas cervezas en la taberna de Hamish!


—La verdad es que no sé si debería aceptar, ya que no sé cuándo volverá Pedro y podría preocuparse si no me encuentra aquí —comentó Paula, pensando en cómo había cambiado él desde que lo conoció.


—¡No te preocupes! Seguro que también está en El Trébol de la Suerte, coqueteando una vez más con May, como ha hecho a lo largo de toda esta semana. Le habría dejado esto en el bar, pero sé que prefiere recibir la correspondencia en casa — dijo Luis, mostrándole un sobre bastante abultado y alguna que otra carta que
constituían el correo de aquel idiota, un hombre que, después de todo, Paula veía que no había cambiado nada en absoluto.


—¿Puedes esperar un poco a que me ponga presentable? —preguntó, decidida a divertirse por primera vez desde que emprendió aquel desastroso viaje que sólo le había traído decenas de preocupaciones.


—Tarda lo que quieras, preciosa: yo no tengo prisa —replicó alegremente Luis, tomando asiento en el sofá del salón.


Paula se dirigió decidida hacia el baño, para eliminar la mugre que la cubría y a demostrarle a Pedro Alfonso lo que se perdía cada vez que iba «en busca de su inspiración», seguramente pelirroja y de grandes tetas.


Como decía su padre: «De vez en cuando hay que desconectar del trabajo para que éste no se convierta en un enorme grano en el culo». Y como su irritante grano en el culo esta vez se encontraba fuera pasándoselo en grande, 


Paula no vio problema alguno en divertirse con un hombre alegre y encantador, que era todo lo contrario de Pedro, hasta que consiguiera olvidar quién era realmente Miss Dorothy y por qué narices había empezado a gustarle.




CAPITULO 44




Horas más tarde, después de su gran metedura de pata, Paula volvió a intentar entrar en el lugar del que había sido expulsada de tan malas maneras por el apreciado autor, aunque en realidad se lo merecía. Cada vez que pensaba en lo que había hecho se le encogía el alma: había acabado con parte de la maravillosa obra de Miss Dorothy cuando apenas había comenzado a desarrollarse.


A lo largo de las horas, fue tratando de ofrecer tentadoras muestras de paz a Pedro en su estudio, pero éstas no llegaban a pasar de la puerta, ya que cada vez que pedía permiso para entrar en la habitación era rechazada con una contundente y seca negativa que la hacía retroceder.


Pero cuando cayó la noche sin que él hubiera salido de su encierro, Paula decidió entrar por más negativas bruscas que recibiera. Después de traspasar la puerta sin preocuparse siquiera de llamar, lo encontró bastante atareado aporreando con brusquedad el teclado. Pero si mientras creaba sus obras se lo veía preocupado y en ocasiones sonriente, ahora sólo podía apreciar en él un gran enfado que lo estaba llevando a sacar a la luz su horrendo carácter.


Paula se acercó, esta vez con mucho cuidado de no pisar o enredarse con ninguno de los mal colocados cables de su ordenador, y observó cómo Pedro estaba destruyendo el buen nombre de Miss Dorothy con un comentario tan grosero que nadie dudaría en pensar que aquella ancianita no estaba en sus cabales.


Él, sin percatarse de su presencia, siguió mascullando entre dientes sus protestas, mientras las iba escribiendo bajo el apartado de «Comentarios». Gracias a Dios que aún no le había dado tiempo a poner tan burdas palabras en la boca de una anciana a la
que todos adoraban, así que Paula interrumpió su furioso monólogo con la intención de impedir que arruinara la reputación de la escritora, ya que cuando Pedro Alfonso estaba enfadado no atendía a razones y expulsaba bien lejos a la mujer que más lo molestaba: la dulce viejecita que él había inventado.


—«¡Si mi novela es de lo peor, no la lean, cotillas resentidas! ¿Y qué narices esperan encontrar en una novela erótica? ¿Que los protagonistas se den palmaditas en la espalda? ¡Pues claro que hay mucho sexo en ellas, porque son realistas! ¿Qué esperan que ocurra cuando los protagonistas llevan años sin verse? ¿Que se den un simple y casto besito en la mejilla? ¡Pues yo les diré lo que ocurre: que, como cualquier persona en esa situación, follan como conejos! Creo que eso es algo que hace tiempo que ustedes no hacen. Atentamente, Miss Dorothy» —finalizó Pedro, sonriendo satisfecho ante lo mucho que había desahogado su mal genio con unas simples palabras, muy bien redactadas por cierto.


Pedro, no pensarás publicar eso, ¿verdad? —lo reprendió severamente su nueva conciencia, que no osaba separarse de él, a pesar de haber sido expulsada de su lado y haber recibido a lo largo de la tarde alguna que otra dura advertencia.


—¿Qué haces aquí? ¿No te he dicho que tienes absolutamente prohibida la entrada en mi estudio? —preguntó él, aún molesto porque la perturbadora presencia de aquella joven que tanto lo alteraba irrumpiera nuevamente en su vida.


—Estaba preocupada por ti, pero después de ver eso, me preocupa más lo que pasará con el prestigio de Miss Dorothy si mandas ese mensaje.


—¡Oh! ¿En serio? ¿Te has preocupado por Pedro Alfonso y no por esa maldita novela? —sonrió suspicaz, mientras atraía a Paula hacia él poniéndola delante de la pantalla del ordenador.


—No has comido nada desde el almuerzo, y tampoco has salido de esta habitación. Llevas un montón de horas pegado al ordenador y eso tiene que ser malo para cualquiera —señaló ella, algo avergonzada por mostrar preocupación por aquel desvergonzado sujeto que, al parecer, ahora que había finalizado su trabajo, sólo tenía ojos para ella, ya que estaba repasando su cuerpo con una de aquellas ardientes miradas que tanto la afectaban.


—¿Qué me recomiendas para dejar atrás mi estrés y descansar un poco? — preguntó sugerentemente mientras se levantaba y acorralaba a Paula contra su mesa con su imponente cuerpo.


—¿Ejercicio? —propuso ella, nerviosa ante la idea de caer de nuevo bajo sus encantos.


—¿Y qué tipo de ejercicio? —volvió a preguntar Pedro, sensualmente, junto a su oído.


Paula intentó retroceder y evitar la lujuriosa mirada que tantos pecaminosos recuerdos traía a su mente. Finalmente, Pedro acabó con su huida cuando con una de sus fuertes manos le alzó la barbilla y sus labios le robaron un ardiente beso que la hizo derretirse entre sus brazos.


Las manos de Paula se resistieron a responder como deseaba hacer, reteniéndolo junto a ella, y las dejó firmemente apoyadas sobre la mesa para evitar caer de nuevo en el pecado.


Pedro acogió su rostro con delicadeza entre sus palmas, y con la ternura de sus besos sedujo su boca hasta que ésta se abrió y su lengua buscó el sabor de la de ella en un atractivo juego que llevó a Paula a gemir su nombre.


—Paula, vas a ser mi perdición... —susurró Pedro, resignado, cuando finalizó el beso y se apartó bruscamente.


Ella no comprendió sus palabras hasta que vislumbró que el insultante mensaje que Pedro en realidad no había tenido la menor intención de mandar, ya había sido enviado. De hecho, sus manos, que se apoyaban sobre el teclado, eran las únicas culpables de ese percance.


Miró escandalizada la pantalla del ordenador y, desesperada, intentó hallar una solución. Pero no lo logró, porque las ofendidas receptoras no tardaron en acribillar masivamente a la autora; parecía que, aunque ellas podían emitir tan libremente su opinión sobre las novelas de Miss Dorothy, ésta no podía decir lo que pensaba de verdad sobre las críticas que le hacían. Por lo visto, ésa no era una opción aceptable para ninguna de las mujeres que con tanta amargura habían dado su ligera y poco útil opinión.


Paula miró a Pedro, aterrorizada por su nueva metedura de pata de ese día.


Él le sonrió burlón y agravó su estado de pánico al tenderle el teléfono, que hacía unos instantes había comenzado a sonar con bastante insistencia.


—Creo que es para ti —dijo perversamente, lanzándoselo a las manos y despreocupándose por completo del problema que se le presentaba: uno muy grande y enfadado, que destacaba en la pantalla táctil del teléfono con el nombre de Natalie Wilson.


Paula miró horrorizada el teléfono y se atragantó con los miles de explicaciones que tendría que darle a aquella mujer, acerca de cómo había ocurrido ese lamentable incidente. Suspiró, decidida a suplicar por su vida, y justo cuando estaba a punto de coger la llamada, Pedro le arrebató el teléfono y, antes de que pudiera decir nada, contestó con su habitual brusquedad.


—Sí, lo he hecho… porque me ha dado la gana... Arréglalo —sentenció, poniendo fin a la llamada de su escandalizada editora.


Y mientras le sonreía maliciosamente a su móvil, saliendo del encierro de su estudio, Paula se preguntaba si en verdad Pedro había cambiado o esa parte amable de él, que la había ayudado en esos momentos, siempre había estado ahí.


Tal vez ésa fuera la afable Miss Dorothy que se mostraba en tan pocas ocasiones, y que sólo salía a relucir en los románticos libros que él tanto detestaba, pero que el mundo tan entusiastamente había acogido entre sus brazos, dándole una cálida bienvenida, ya que todos necesitamos pensar alguna vez en el amor.