martes, 1 de enero de 2019

CAPITULO 45




En las tres ajetreadas semanas que siguieron a la visita de Pablo, Paula ayudó a Pedro a organizar su programa de viaje, en el que irían a distintos pueblos de las Highlands para promocionar esos libros de intriga que tanto emocionaban al autor.


Mientras él se concentraba en escribir aquella gran obra que se le resistía, Paula al fin pudo limpiar el cuarto de invitados que le había asignado y alcanzar finalmente aquella cama que la alejaría de sus brazos, sólo para darse cuenta de que estaba incompleta y que era una simple estructura sin colchón.


Empezó a preguntarse si alguna vez dormiría sola en aquella casa o si debía resignarse a compartir el cálido lecho de Pedro durante todo el tiempo que durase su estancia allí. Cada vez que intentaba alejarse de él y dormir en el sofá, amanecía en su cama, enlazada a su cuerpo. Dado que no era sonámbula, llegó a la conclusión de que apenas caía rendida por el sueño, Pedro la llevaba a su habitación.


A pesar de que todas las noches compartieran el dormitorio, él no había intentado nada más después del apasionado beso que se dieron en su estudio. E, increíblemente, Paula echaba de menos sus impertinentes palabras y sus insinuantes juegos de amor.


Cada vez que él salía de casa librándose de ella con la excusa de la búsqueda de inspiración, Paula se preguntaba, un tanto molesta, si no habría quedado una vez más con la pelirroja que una vez había adornado lascivamente su sofá. Siempre que pasaba eso, ella, con una furiosa sensación que podía describirse como celos, se metía en el garaje para hacer algún que otro cambio al vehículo de Pedro y, dependiendo
del humor que tuviera en ese momento, podía ser desde un simple cambio de aceite hasta una imaginativa modificación en los sistemas del automóvil, de forma que, por ejemplo, la calefacción generara una helada temperatura muy cercana a la de las Highlands.


Una de esas tardes, mientras ponía a punto el vehículo a la vez que se preguntaba dónde narices estaba él, al fin pudo conocer al famoso Luis, el amable ayudante del que le había hablado Natalie al principio de su viaje y con el que hasta entonces no había coincidido.


Paula estaba cambiando la batería del coche, con la cara llena de grasa y vistiendo únicamente unos raídos y sucios vaqueros, una vieja sudadera y unas sucias botas, cuando un sonriente pelirrojo de unos veinticinco años entró alegremente en el taller llamando a Pedro a viva voz. El muchacho apenas pudo ocultar su sorpresa al ver a una mujer en los dominios de tan solitario ermitaño como era Pedro Alfonso, y
no desaprovechó la ocasión de indagar el motivo de su presencia en un lugar que, simplemente, estaba prohibido para todos.


—¡Eh, tú no eres Pedro! —comentó el alegre joven, repasando su sucio cuerpo con una sonrisa.


—Soy su mecánico. Me llamo Paula —respondió ella orgullosa, mostrándole una de sus herramientas de trabajo al joven, cuya sonrisa no parecía desaparecer en ningún momento de su rostro.


—Yo soy Luis, el ayudante de Pedro —anunció él, mientras le tendía una mano sin preocuparse por manchársela de grasa—. ¡Vaya! ¡No sabía que existieran mecánicas tan bonitas! Definitivamente, tengo que preguntarle a Pedro el nombre de su taller... —la agasajó Luis, negándose a dejarla ir cuando al fin consiguió tener una de sus delicadas manos entre las suyas.


—Te vas a manchar de grasa —le advirtió Paula, un tanto sonrojada por recibir esas alabanzas que nunca nadie le había dirigido mientras llevaba sus sucias ropas de trabajo.


—No me importa si con eso logro retener junto a mí algo tan hermoso como tú, Paula —dijo Luis, soltándole finalmente la mano.


Ella se las limpió, un tanto nerviosa, en los desgastados vaqueros, al tiempo que informaba a Luis de la ausencia de su jefe.


Pedro ha salido hace una hora, según él «en busca de inspiración».


—¡Vaya, no me puedo creer que al fin vuelva a escribir! —exclamó alegremente Luis, sorprendiéndose con la noticia de que Miss Dorothy hubiese vuelto a su tarea—. Entonces, ¿tú eres de la editorial? —preguntó pensativo, acariciándose la barbilla.


—Más o menos. La editora de Pedro me envió para que ayudara a la adorable Miss Dorothy con su novela. Ya puedes imaginarte mi sorpresa al encontrarme con un hombre bastante irritante en su lugar…


—¡Espera, espera! ¿Me estás diciendo que llevas más de un día en esta casa? — quiso saber el chico, sorprendido por su respuesta, ya que ninguna persona, aparte de él, había aguantado mucho tiempo junto a aquel trastornado al que tanto le gustaba airear su mal genio.


—Sí, llevo aquí unas cinco semanas —contestó Paula, orgullosa de haber conseguido poco a poco derribar las barreras de aquel hombre que sólo quería su soledad.


—¡Oh, eso hay que celebrarlo! ¡Te invito a unas cervezas en la taberna de Hamish!


—La verdad es que no sé si debería aceptar, ya que no sé cuándo volverá Pedro y podría preocuparse si no me encuentra aquí —comentó Paula, pensando en cómo había cambiado él desde que lo conoció.


—¡No te preocupes! Seguro que también está en El Trébol de la Suerte, coqueteando una vez más con May, como ha hecho a lo largo de toda esta semana. Le habría dejado esto en el bar, pero sé que prefiere recibir la correspondencia en casa — dijo Luis, mostrándole un sobre bastante abultado y alguna que otra carta que
constituían el correo de aquel idiota, un hombre que, después de todo, Paula veía que no había cambiado nada en absoluto.


—¿Puedes esperar un poco a que me ponga presentable? —preguntó, decidida a divertirse por primera vez desde que emprendió aquel desastroso viaje que sólo le había traído decenas de preocupaciones.


—Tarda lo que quieras, preciosa: yo no tengo prisa —replicó alegremente Luis, tomando asiento en el sofá del salón.


Paula se dirigió decidida hacia el baño, para eliminar la mugre que la cubría y a demostrarle a Pedro Alfonso lo que se perdía cada vez que iba «en busca de su inspiración», seguramente pelirroja y de grandes tetas.


Como decía su padre: «De vez en cuando hay que desconectar del trabajo para que éste no se convierta en un enorme grano en el culo». Y como su irritante grano en el culo esta vez se encontraba fuera pasándoselo en grande, 


Paula no vio problema alguno en divertirse con un hombre alegre y encantador, que era todo lo contrario de Pedro, hasta que consiguiera olvidar quién era realmente Miss Dorothy y por qué narices había empezado a gustarle.




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