miércoles, 9 de enero de 2019
CAPITULO 72
El primer destino de Pedro no se hallaba demasiado lejos del recogido pueblo donde vivía. En tan sólo dos horas llegamos a la ciudad de Oban. Se trataba de un lugar pequeño pero bastante ajetreado, en el centro de la zona norte del condado de Argyll.
Según las guías turísticas que revisé antes de iniciar el viaje, Oban poseía el puerto de mayor extensión al noroeste de Escocia y era un punto principal para las partidas de ferrys en dirección a las Islas Hébridas, situadas más al oeste. No era de extrañar por tanto que esa ciudad fuera el centro del turismo del condado de Argyll, donde personas de todas las nacionalidades paraban para iniciar sus recorridos a lo largo de Escocia.
Esto me hizo creer erróneamente que la pequeña librería de la escondida pero transitada calle donde Pedro firmaría sus novelas de intriga estaría llena de gente deseosa de adquirir los libros del excepcional, aunque desquiciante autor.
Cuando llegamos, Pedro miró un tanto molesto la reducida mesa de madera, bastante destartalada, que el dueño había colocado en el exterior de la tienda, junto con algunos ejemplares de sus últimos libros. A los lados de la mesa había unas viejas cajas llenas de libros, más viejos aún, con un letrero de «saldos».
Después de ver el rostro enojado de Pedro, creí que se marcharía antes de sentarse siquiera en el desvencijado taburete que el anciano librero le había dado tan alegremente a su querido escritor, pero me sorprendió cuando, tras echar un vistazo al humilde pero acogedor establecimiento que se hallaba detrás de él, decidió tomar asiento en el lugar que el hombre le señalaba.
Pedro habló durante un largo rato con el dueño del pequeño comercio, firmó sus libros e incluso gastó alguna que otra broma sobre sus novelas. Pero a lo largo de la mañana se fue deprimiendo cuando los turistas pasaban junto a él haciendo alguna que otra rápida compra antes de tomar un ferry hacia su destino.
Después de horas de estar sentada junto a Pedro observando cómo miraba las musarañas o dibujaba distraídamente unos garabatos en un post-it, me mandó a por un rápido almuerzo. Cuando volví, sonreí ante la imagen de un joven que hablaba bastante animadamente con él sobre el argumento de sus novelas. No me di cuenta hasta que estuve junto a ellos de que el característico mal humor de mi escritor estaba a punto de desbordarse, animándolo a hacer de nuevo una de las suyas.
El rostro de Pedro empezaba a mostrar aquel aire malicioso que siempre tenía cuando planeaba dar una de sus irónicas, o directamente maleducadas y groseras,
contestaciones. No supe por qué hasta que presté atención a las palabras del joven, que
convertían en aún más humillante el hecho de estar sentado junto a un viejo tablón que hacía las veces de mesa entre los olvidados libros de segunda mano.
—¡Me encantan sus novelas, las tengo todas! ¡Soy uno de sus mayores fans! Pero le tengo que decir que como son demasiado caras no he comprado ninguna, ¡me las he descargado todas de internet! —decía el joven tan contento, logrando que Pedro gruñera en voz baja, seguramente resignado a que las personas hicieran eso y encima tuvieran la cara de comentarlo tan tranquilos con el escritor al que le habían robado una pequeña parte de su obra.
Me sentí orgullosa de él cuando se limitó a coger aire y contestó serio a las impertinencias del chico.
—Mis libros también están en versión digital y son más económicos que los de papel. Como mucho, cuestan un par de libras.
—Sí, pero… ¡gratis es mejor! —insistió el otro, sin percatarse del enfado que estaba provocando en Pedro—. ¡Es un enorme placer conocerlo, señor Alfonso! Me preguntaba si podría regalarme usted alguno de sus libros y dedicármelo. Después de todo, usted es escritor, así que tiene que estar forrado.
—¡Oh, no! —musité en voz baja, rogando porque Pedro no hiciera una de las suyas. Me acerqué a la mesa para intentar alejarlo de aquel joven impertinente, pero cuando llegué ya era demasiado tarde: Pedro esbozaba una de sus maliciosas sonrisas, mientras garabateaba algo en uno de los post-it que había junto a él.
—No te voy a regalar un libro, pero… ¡mira por dónde, sí te voy a entregar una de mis dedicatorias!: «Con cariño para ti, de tu admirado autor. ¡Compra mis libros de una puta vez, pedazo de gorrón! Firmado: Pedro Alfonso».
Luego, ante mi asombro, se levantó de la silla y le pegó el post-it en la frente al lector caradura, pasó junto a mí y me arrebató la bolsa del almuerzo, mientras se adentraba en la tienda y me cerraba la puerta en las narices colocando en ella el cartel de «cerrado».
El joven, aún conmocionado, se quitó el insultante post-it de la frente y, tirándolo al suelo, juró no leer nunca más ninguno de esos libros que hasta entonces tanto le habían gustado.
—¿Es así como piensas vender tus libros? —reprendí severa a Pedro entrando en la tienda, donde él charlaba animadamente con Angus, el anciano dueño del establecimiento.
—Estoy en mi descanso. Además, ése no iba a comprar nada —respondió él, señalándome el cartel de «cerrado».
—¡Pero una mala crítica suya puede hacerte perder decenas de ventas! —contesté, intentando sin éxito hacerlo entrar en razón.
—Sí, ¡mira cómo se apilan mis fans en la puerta para comprar mis libros! — replicó irónico, indicándome la calle, donde en esos instantes sólo circulaba el polvo de las aceras.
—¡Te dejo, eres imposible! —grité, alzando las manos al cielo muy frustrada por su comportamiento.
Cuando salí de la tienda, estaba tan furiosa y resuelta a demostrarle que con un poco de esfuerzo podía conseguir que alguien le prestara atención, que cogí con fuerza algunos de sus libros y me dediqué a incordiar con ellos a todo el que pasara.
Increíblemente, yo con mi descaro conseguí más de lo que él había logrado en horas, y animé a algunos de los compradores a entrar en el local para que se los firmara tan maravilloso autor. Al contrario de lo que creía posible, los clientes salían de la pequeña librería con una sonrisa y hablando maravillas de aquel nuevo y prometedor escritor.
Al final del día no vendimos lo que esperábamos y las ganancias apenas nos dieron para cubrir los gastos del viaje, pero Pedro mostraba una maravillosa sonrisa que hasta entonces nunca había tenido el placer de contemplar. Se despidió de Angus alegremente, prometiendo visitarlo en cuanto tuviera su próximo libro, y ambos nos dirigimos hacia nuestro lugar de descanso.
—No te preocupes, lo tengo todo solucionado —contestó Pedro cuando le pregunté dónde dormiríamos, lo que no me tranquilizó en absoluto, porque conociéndolo como ya lo conocía, seguro que había planeado algo para que nunca pudiera olvidar nuestra primera noche lejos de su casa.
CAPITULO 71
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Pedro, contesta de una puta vez! —dejó Natalie Wilson por enésima vez en el buzón de voz de Miss Dorothy, tras recibir ese inquietante último mensaje.
¿Por qué ese hombre tenía que ser tan obtuso? ¿No podía comportarse por una vez en la vida como un ser racional? Y como siempre que tenía la desgracia de hablar con él, las cosas fueron de mal en peor cuando oyó detrás de ella la inoportuna voz que en los últimos días se le había hecho tan conocida.
—¿Quién es Pedro? —se interesó Jeremias Chaves, que de nuevo la esperaba a la
salida de su trabajo.
—Es… es mi impertinente sobrino —contestó Natalie dubitativa, pensando que si tuviera la desgracia de tener un sobrino como ése, ya haría años que se habría pegado un tiro.
Y como siempre hacía ese individuo del que últimamente no podía librarse, se apartó y, apoyándose en su caro descapotable, alzó una ceja, demostrándole que nunca se terminaba de creer ninguno de sus embustes.
—¿Quién es Miss Dorothy? —le preguntó una vez más Jeremias Chaves, como hacía siempre que la esperaba.
—Una adorable y noble ancianita —contestó Natalie por enésima vez, con una de sus más falsas sonrisas, rezando por que Jeremias se tragara alguna de sus patrañas.
Algo que, evidentemente, no ocurrió.
Cuando él se retiró de su automóvil, suspirando un tanto molesto, le enseñó una extraña y diminuta pieza que sin duda pertenecía a su coche, que, como todos los días, volvería a fallar e iría a parar al taller, donde últimamente el dueño la recibía con una resplandeciente sonrisa. Incluso le había dicho que estaba decidido a ponerle su nombre a una de sus hijas, ya que como siguiera a ese ritmo, terminaría pagando los estudios universitarios de cada uno de sus vástagos.
Una vez que el molesto sujeto desapareció de su vista, Natalie se distrajo un poco buscando el número de su taxista habitual, que ese día parecía llegar tarde a su habitual ronda de «Voy a recoger a la idiota a la que siempre se le estropea el coche a esta hora».
Mientras Natalie reflexionaba sobre qué maldad le habría hecho nuevamente aquel vil mecánico a su descapotable, un joven algo desaliñado tropezó con ella. Natalie se apartó de su camino, pero el muchacho la observó atentamente. Al parecer, como muchos otros, la reconocía por haberla visto en esas dichosas revistas de mujeres emprendedoras, que le habían traído más desgracias que parabienes cuando todos los desconocidos escritores de Nueva York que encontraba a su paso le entregaban sus novelas.
Con la mirada perdida, el joven le puso un ajado manuscrito en las manos y le dijo:
—Mi novela es de lo mejor y sin duda usted estará encantada de leerla —casi ordenó el enfebrecido sujeto, apretando con fuerza las manos de Natalie sobre su obra, obligándola así a coger su libro.
—Señor, debería usted enviarla a la editorial. Sin duda, mis compañeros estarán encantados de leerla.
—No, no, no… Ya he recibido decenas de respuestas de ellos, todas negativas. ¡Y usted la va a leer sí o sí! —contestó el perturbado muchacho, perdido en su mundo, haciendo que Natalie empezara a temer por su seguridad.
—Bien, me la llevaré a casa y la leeré —asintió calmada, decidida a salir del aprieto como fuera y, dado que estaba habituada a mentir, una pequeña mentira más no le haría ningún daño.
Pero el joven no la creyó y esa vez la cogió con fuerza de un brazo, mientras intentaba arrastrarla hacia su coche.
—¡Estupendo! La llevaré a mi casa y la leeremos juntos...
Ni loca pensaba Natalie ir a casa de un pirado que a saber lo que habría escrito, así que plantando sus tacones de aguja firmemente en la acera, intentó deshacerse del sujeto y ya estaba a punto de gritar como una histérica pidiendo ayuda, cuando alguien agarró al chico apartándolo de su camino y empotrándolo contra el capó de su coche.
Natalie no tuvo dudas acerca de quién era el que volvía a maltratar su descapotable, aunque esta vez fuese para ayudarla.
—¡Jeremias, podrías tener un poco más de cuidado! —dijo preocupada por la pintura plateada de su coche.
—¿Con quién? ¿Con el coche o con este tipo? —preguntó él, sabiendo lo mucho que la editora adoraba su pequeño automóvil. Y antes de que Natalie contestara, estampó al individuo unas cuantas veces más contra el deportivo, con una maliciosa sonrisa.
—¡Con mi coche! —gritó ella finalmente, atrayendo algunas miradas hacia lo que estaba ocurriendo.
Jeremias le dirigió una perversa sonrisa y soltó al pirado en mitad de la calle.
—¡Toma tu manuscrito! —le dijo, lanzándolo despectivamente hacia el apaleado joven, que no dejaba de sangrar por la nariz—. Ésa no es forma de tratar a una mujer. Con el acoso constante no vas a conseguir nada de nadie.
Irónica, Natalie alzó una ceja, mientras pensaba cómo el hombre que decía eso lo incumplía constantemente. Intentó hacerle ver que él también la estaba acosando a diario con sus múltiples jugarretas, pero antes de que pudiera decir nada, Jeremias la acalló con unas bruscas palabras:
—A mí sí me está permitido acosarte —le dijo serio. Y después dirigió hacia el joven una amenazadora mirada, haciendo que éste huyera, dejando atrás su adorado manuscrito.
—Te acompañaré a casa —comentó luego Jeremias, conduciendo a Natalie hacia su coche de segunda mano.
—¿No sería mejor que arreglaras el mío? —preguntó ella impertinente, intentando que se diera cuenta de lo estúpido de la situación.
—¿No sería mejor que me dijeras la verdad? —replicó Jeremias, haciéndole ver que esa infantil situación persistiría hasta que le revelase lo que quería saber.
—¡Llévame a casa! —dijo Natalie finalmente, demasiado casada para discutir con aquel sobreprotector padre.
Y ésa fue la primera vez que, cuando un atractivo hombre la llevaba a su casa, Natalie pensó en deshacerse de él lo más pronto posible, porque con su atrevido comportamiento y sus profundos ojos castaños que tanto la atraían, habían empezado a peligrar tanto ella como su coche con la cercanía de ese sujeto.
CAPITULO 70
La mañana en que debía comenzar el dichoso viaje que Pablo me había organizado, me despedí de mi amigo Esteban, que desde su llegada sólo había sido un incordio. Por suerte, los últimos días se había preocupado más de cómo deshacerse de la bochornosa jugarreta de Paula, que aún persistía en nuestros rostros, que de su último pasatiempo, que no era otro que aleccionarme sobre cómo debía llevar mi vida amorosa.
Empezaban a fastidiarme y mucho los consejos baratos que me ofrecían las personas de mi entorno, ya que hasta entonces yo carecía de ese tipo de engorrosas relaciones que todo el mundo me decía que tenía con Paula. Algo del todo incomprensible, porque entre ella y yo tan sólo había una estrecha relación de negocios y sexo, e incluso esto último me era negado últimamente.
¿Por qué las mujeres se empeñaban siempre en darle un nombre a todo? Si nosotros disfrutábamos cada vez que nos acostábamos con alguien, si en ocasiones comenzábamos a pensar en ellas, o si incluso sentíamos celos… ¿por qué había que definirlo tan rápidamente como «amor»?
Las mujeres y sus melosos pensamientos me crispaban los nervios. Por eso me gustaba permanecer lo más lejos posible de ellas y verlas sólo cuando era absolutamente necesario. Por desgracia, eso no podía hacerlo con Paula, ya que estaba pegada a mí hasta que concluyera la dichosa novela.
Mientras terminaba de darle algún retoque a la historia de Miss Dorothy antes de partir hacia mi viaje usando mi verdadera identidad, la del desconocido autor de novelas de intriga Pedro, descubrí dos cosas que me dejaron impactado: la primera, que la novela que había evitado escribir durante dos años por miedo al fracaso ya estaba terminada; y la segunda, que aunque podría librarme en aquel mismo instante de la mujer que tanto me atormentaba, no lo haría, porque no quería poner fin a nuestra relación sin saber qué era lo que comenzaba a sentir por Paula y si era lo que muchos llamaban «amor».
Archivé el documento en mi ordenador sin saber cuándo lo entregaría y guardé silencio sobre él, porque, por el momento, esa historia era lo único que nos unía a Paula y a mí. Seguramente, el día que le entregara el final de la novela, sería el último en que la vería, y aunque si ella pasaba más tiempo a mi lado podría cometer el error de enamorarse de un cabrón como yo, no podía evitar ser egoísta y querer seguir junto a la mujer a la que tanto deseaba.
Tras cerrar el archivo de la última parte de mi saga Redes de amor, mi editora, que parecía tener un sexto sentido para intuir cuándo finalizaba mis novelas, insistió con una de sus tormentosas llamadas. Esa vez decidí hablar con ella y contestar a todas sus engorrosas preguntas con la amabilidad que me caracterizaba, o sea, ninguna. Sobre todo, porque ya estaba más que harto de sus quejas, expresadas tan abiertamente en mi saturado buzón de voz.
—Al habla una desvalida y dulce ancianita... —respondí burlón, recordándole que mi alter ego y yo no nos parecíamos en nada, y sacando con ello a relucir el impertinente acoso al que siempre me sometía con sus llamadas.
—¿Me puedes decir por qué narices te vas de viaje? ¿Y también cómo es que Paula lo ha permitido?
—Me voy para promocionar esas novelas de intriga que tan poco te interesan, Natalie. Y Paula no ha podido hacer nada porque la he encerrado en el maletero — dije, mintiendo vilmente, sabiendo que si intentase hacer eso, ella no tardaría mucho en volver a desmontar mi coche como venganza.
—¿Cuántas veces tengo que repetirte que hice todo lo que pude para que tus novelas fueran aceptadas, pero que a mi jefe no le parecieron adecuadas para sacarlas al mercado? Sin duda lo estás haciendo para torturarme, ¿verdad? —me preguntó Natalie, algo histérica.
—Bueno, eso ya no importa. Como he encontrado otro editor que ha aceptado publicarlas de buena gana, comprenderás que mi tiempo no es sólo tuyo y de tu prestigiosa editorial.
—¿Qué tiempo ni qué narices, si apenas me dedicas unos segundos cuando hablo contigo, y eso siempre y cuando consigo localizarte?
—Bueno, pues aquí me tienes. Aprovecha, tienes treinta segundos para exponerme todas tus quejas antes de que decida colgarte —dije amablemente, concediéndole un poco más del tiempo que solía darle para que me comentara sus preocupaciones sobre el trabajo.
Desgraciadamente, Natalie decidió usarlo dejando caer alguna que otra maldición sobre mi comportamiento y su tiempo se agotó.
Cuando volví a revisar mi buzón de voz, me amenazaba con hacerse un collar con mis pelotas, algo que sin duda nunca quedaría bien en una mujer tan elegante como ella.
Después presté atención a la petición que me hacía.
—¡Pedro, ni se te ocurra jugar con esa inocente chica! ¡Tiene un padre terriblemente sobreprotector que me está haciendo la vida imposible, así que haz el favor de comportarte por una vez en tu vida!
Una petición bastante razonable que no tardé en descartar cuando el objeto de mis deseos entró en el estudio para avisarme de que era la hora de ponernos en marcha. «Lo siento, Natalie, no te puedo prometer nada», le escribí a mi editora en un mensaje de texto, mientras seguía a la mujer que estaría a mi lado durante todo ese largo viaje y que, sin ningún género de dudas, estaba más que decidido a volver a llevar a mi cama.
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