lunes, 14 de enero de 2019

CAPITULO 89




—Papá, ¿no crees que deberías darle una oportunidad a esa mujer? —preguntó Paula divertida, mientras veía a su padre recibir en su viejo taller, otra vez, un ramo de las rosas más caras del mercado.


—Sí… O la perdonas o pones una floristería… —apuntó jocosamente Raúl, saliendo de debajo del coche que estaba revisando en esos momentos, a la vez que señalaba las decenas de ramos de rosas que había por todos los rincones del destartalado lugar.


—Esa mujer es una mentirosa. Y además le hizo daño a mi niña. ¡Eso es algo que nunca le perdonaré!


—Papá, fue Pedro quien me hizo daño. Natalie sólo me dio un trabajo.


—Sí, pero si no hubieras aceptado ese trabajo, nunca habrías conocido a ese tipo y ahora no andarías por ahí con el corazón roto —contestó Jeremias, muy reacio a perdonar a la mujer que le había mentido con tanta facilidad.


—Papá, no me arrepiento de haber conocido a Pedro. Lo único que me duele es que él no tuviera el valor suficiente para decirme lo que sentía —declaró Paula, limpiándose apenada las manos, mientras buscaba un nuevo lugar para las rosas. Un presente que su padre despreciaba delante ellos, pero Paula lo había pillado mirándolas con una anhelante sonrisa que demostraba cuánto añoraba a Natalie.


—Seguro que ese tal Pedro no era la mitad de hombre que yo —dijo alegremente Raúl, saliendo de nuevo de debajo del coche e intentando marcar algún que otro músculo, de los que sin duda carecía.


—Era un pelirrojo de metro noventa más o menos. Bastante fuerte y con muy mala leche —replicó ella, siguiendo las jocosas bromas de su amigo.


—¡Joder, Paula! ¡Hay que ver los gustos tan raros que tienes! Mira que buscarte un pelirrojo cuando aquí tienes un moreno la mar de atractivo esperándote... —apuntó Raúl socarrón, levantándose las solapas de su mono de mecánico para parecer un poco más varonil.


—Raúl, ¿qué puedo decirte? Una nunca puede elegir de quién se enamora —dijo ella, dirigiéndole una indirecta a su padre mientras olía las rosas que llevaba hacia el despacho de su adorado progenitor para que éste no pudiera olvidar que aquella mujer seguía allí, esperándolo a él y una respuesta a sus insistentes disculpas, lo que sólo podía significar que Natalie Wilson se había enamorado.


Tras dejar las rosas en un rincón del despacho, Paula al fin permitió que su estúpida y falsa sonrisa desapareciera de su rostro. Y pensando que Pedro nunca sería capaz de tener con ella un detalle como ése, acarició las rosas y susurró unas palabras de anhelo antes de volver a la farsa con la que trataba de fingir que su corazón no estaba roto por un hombre al que por desgracia todavía amaba.


—Seguro que ya me has olvidado... —susurró, recordándose que sólo había sido una mera distracción en la ajetreada vida del escritor.



CAPITULO 88




Pasaron varios días en los que Pedro no hizo otra cosa que compadecerse de sí mismo. 


Desde la partida de Paula toda su vida era un desastre. Ya no podía concentrarse en nada, mucho menos en escribir. Todo lo que había en aquella casa le recordaba a ella: la cama, donde habían hecho el amor. El sofá, donde se habían acurrucado delante del fuego. El estudio, donde la había seducido varias veces.  El pequeño y limpio cuarto de invitados que ella había conseguido dejar habitable contra todo pronóstico… Pedro apenas podía soportar estar en su hogar sin que el recuerdo de Paula invadiera su mente y le hiciera evocar cómo la había perdido sin poder
hacer nada para recuperarla, ya que él nunca antes se había enamorado.


El primer día después de su partida, se emborrachó hasta caer inconsciente al suelo, para darse cuenta demasiado tarde de que ni el fuerte licor de las Highlands podría sacarle a esa mujer de la cabeza. El segundo día intentó seducir a otra, pero finalmente sólo acabó siendo otro deprimido parroquiano que bebía a solas en un bar, ya que el pensamiento de estar con una mujer que no fuera Paula se le hacía imposible.


El tercer día despotricó airado contra las mujeres y sus estúpidas exigencias y rompió furioso algún mueble, desahogando al fin todo su mal humor. Al cuarto, la soledad no le parecía tan atractiva como siempre. Y finalmente, cuando al quinto día tras la marcha de Paula recibió una llamada de casa de sus padres, invitándolo a celebrar una de sus dichosas reuniones familiares que Pedro siempre evitaba como la peste, no pudo rechazarla, porque por una vez necesitaba el consejo de sus fastidiosas hermanas.


Tal vez ellas supieran qué le estaba pasando y pudieran indicarle cuál era la mejor solución para dejar de pensar en aquella mujer que lo hacía sufrir más con su ausencia que cuando estaba a su lado decidida a fastidiarlo. Después de confirmarle a su incrédulo padre que esa vez asistiría, hizo su maleta y salió de su encierro más que resuelto a hacer lo que hiciera falta para que el dolor que sentía por el abandono de Paula desapareciera y, de este modo, él pudiera volver a ser el despreocupado hombre al que nada le importaba.




CAPITULO 87




Paula estaba más que decidida a llevarse las fotos de sus multas, junto con las de las locuras que Pedro había hecho al volante, como recuerdo. Así que aprovechó el momento en que el pelirrojo dormía plácidamente en su cama, para entrar a escondidas en su estudio y escanear las pruebas de sus atrevidas acciones. 


Luego buscó el archivo que Pedro le había mostrado y copió sus propias imágenes en él.


Mientras curioseaba en su ordenador, plagado de estúpidos juegos infantiles, dio con el borrador de la última novela de Miss Dorothy y como era una cotilla consumada e incorregible, además de una gran admiradora de todo lo que Pedro escribía, no pudo resistir la tentación de echarle un vistazo.


La asombró el tamaño del archivo, cuando Pedro apenas les había mostrado a ella y a Natalie dos capítulos de esa historia. Pero cuando lo observó más detenidamente, se dio cuenta de que la novela en la que tanto había insistido ya estaba terminada.


En un primer momento pensó que Pedro la habría acabado en los últimos días y se había olvidado de comunicarle esa espléndida noticia. Pero al mirar la fecha de la última modificación del archivo, supo que había acabado de escribirla antes de que partieran a su viaje por las Highlands.


¿Por qué motivo no le había dicho que su novela estaba terminada? ¿Por qué guardaba silencio si sabía lo importante que era para ella acabar ese trabajo? Cuando ya pensaba ir a hablar con él para resolver estas dudas, la respuesta que acudió a su mente no le gustó en absoluto: dedujo que, mientras Pedro se divirtiera con ella, trataría de guardar silencio para usarla como un juguete para su mero entretenimiento.


Salió airada del estudio, decidida a enfrentarse con él y no pudo evitar derramar alguna lágrima de impotencia. Había sido una estúpida y una ingenua al creer que ese hombre pudiese tener algo tan impropio de él como un corazón.


Cuando entró en la habitación, Pedro había comenzado a despertarse y, asombrado por su extraño comportamiento, se sentó de golpe en la cama en busca de una respuesta.


—¿Qué te ocurre Paula? —preguntó algo confuso, alzando las manos para secar las lágrimas que nuevamente habían comenzado a formarse en los ojos de Paula.


Ella lo rechazó, apartando su rostro del calor de sus manos, y luego, enfrentándose airada a él, le exigió una aclaración.


—¿Por qué no me contaste que ya habías terminado la novela de Miss Dorothy? — preguntó, queriendo oír la verdad que ya intuía, directamente de los labios del hombre que había jugado con ella.


—Quise decírtelo, pero entre una cosa y otra al final se me olvidó —contestó Pedro, esquivando su mirada.


—¡Mientes! —afirmó Paula, reconociendo para sí lo estúpida que había sido al confiar en él.


—Vale, sí… la acabé antes de que nos fuéramos de viaje. Pero ¿qué importa eso ahora?


— ¡Sabes lo importante que era para mí que la terminases, y aun así, cuando lo hiciste no me dijiste nada! ¿Por qué? —exigió nuevamente Paula, y ante la falta de respuesta, sacó su maleta del rincón donde estaba y empezó a recoger sus cosas.


—¿Qué haces? —inquirió Pedro saltando de la cama y poniéndose unos vaqueros para intentar detenerla.


—¡Marcharme! Mi trabajo aquí ya ha terminado.


—¡No! ¡No puedes hacerme eso! —exclamó él desesperado, mientras sacaba de la maleta cada prenda que Paula tenía la osadía de guardar en su interior.


—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó ella de nuevo, reclamando la verdad.


—¡Por esto, joder, por esto! —gritó Pedro, señalando la maleta que tenía delante. Luego, frustrado, se revolvió el pelo, mientras se sentaba en la cama viendo cómo Paula finalmente se alejaba de él.


—Dime por qué quieres que me quede... —exigió ella, a la espera de unas palabras con las que siempre había soñado.


—¿No te sirve saber que no quiero que te vayas? —preguntó Pedro, sabiendo que todo estaba perdido si no era capaz de decir esas palabras que se resistía a pronunciar.


—No —negó Paula cerrando su maleta, que en esos momentos le parecía más pesada que nunca.


—¿Qué mentira quieres que te diga para que permanezcas a mi lado? —exclamó Pedro, sujetándola por un brazo, antes de que se alejara de él para siempre.


—Ése es el problema entre nosotros: yo no quiero que me mientas, sino que simplemente deseo que me digas lo que sientes por mí.


—¿Por qué? ¿Por qué son tan necesarias esas palabras que no llevan a ningún lado? —insistió él, molesto con las exigencias que esa mujer se atrevía a imponerle.


—Porque sin ellas no sé lo que soy para ti y me siento como un juguete con el que sólo te diviertes —declaró Paula, zafándose de su agarre y yendo hacia la salida.


—¡Joder, Paula, para mí no eres un juguete! —rugió Pedro, siguiéndola por toda la casa, resistiéndose a dejarla salir de su vida.


—Entonces dime qué soy para ti… —rogó ella, con su mano en la manija de la puerta a la espera de su decisión, que significaría permanecer allí o alejarse de aquella casa en la que había vivido tan buenos y tan malos momentos.


—Yo… para mí… ¡Joder, Paula! ¡Quédate! —exigió Pedro, tan egoísta como siempre, sin poder conceder la menor muestra de cariño a la mujer a la que tanto deseaba.


Tras escuchar eso, Paula abrió la puerta. Y si él pensó que aún tenía un poco de tiempo antes de que ella se marchara, pronto vio lo equivocado que estaba con esas vanas esperanzas cuando Natalie Wilson apareció en el umbral de su hogar.


Natalie miró la maleta de Paula y la desaliñada apariencia del escritor, que en esos momentos parecía más un hombre abatido que el insufrible autor que siempre la atormentaba. Y la editora se apartó a un lado, sabiendo que entre esa pareja todavía había muchas cosas que decir.


—Te quiero, Pedro —dijo Paula, dándole una última oportunidad de retenerla a su lado.


Pero él simplemente guardó silencio y ella se alejó, no sin antes finalizar su trabajo.


—Hola, Natalie, Miss Dorothy ha terminado ya su novela. De modo que ya no hay nada que me retenga aquí —anunció Paula mirando a Pedro con gran decepción.


A continuación, montó en su coche y se alejó hacia la ciudad.


Pedro miraba atónito cómo partía dejándolo solo, sin creerse aún que aquello fuera verdad y sintiéndose impotente al no haber podido retenerla con unas simples palabras.


El contundente mensaje que salió de la boca de la impertinente editora, que lo miraba incrédula, sólo ahondó más sus heridas cuando ella le dijo con desprecio:
—Tú eres idiota... —Después, Natalie se marchó sin preocuparse de reclamar esa novela por la que siempre se interesaba.


Tras la marcha de las dos mujeres, Pedro quedó sumido en la soledad que tanto le gustaba. Pero esta vez le faltaba algo, ya que esa soledad no le parecía tan atractiva como siempre, y su corazón echó de menos algo que tal vez había perdido sin remedio.


A lo mejor era cierto que era idiota y que se había enamorado, dándose cuenta demasiado tarde de lo que era ese estúpido sentimiento que muchos llamaban amor.