viernes, 11 de enero de 2019
CAPITULO 80
Cuando Paula llegó a una gran librería del centro de la ciudad de Perth, donde los dueños habían preparado una mesa para Pedro Alfonso, que incluía caras botellas de agua en envases de cristal, hermosas copas, bolígrafos de marca e incluso un cartel gigante donde anunciaban su último libro, ella tuvo ganas de patearle el trasero a ese idiota que estaba desaprovechando la que podía ser una gran oportunidad.
Ella intentó excusarse ante los organizadores del evento, que la miraron con muy mala cara en cuanto les comunicó que el autor no asistiría. Por supuesto, Paula se inventó un supuesto malestar, ya que no quería ofender a aquellas personas que tanto trabajo se habían tomado para organizarlo todo.
Cuando Paula apiló los libros en la mesa y se sentó como representante del vago escritor, todos los que se acercaban interesados por la obra preguntaban lo mismo: ¿por qué la foto de la contraportada era la de un ceñudo pelirrojo si la que estaba sentada a la mesa era una mujer castaña?
A ella le dieron ganas de contestarle a más de un curioso que se había operado y que antes era un hombre. Quizá, si se difundían esos rumores, aquel obtuso sujeto al fin aprendería a hacer su trabajo. Pero finalmente, como la mujer sensata que era, desistió de esa jugarreta.
A la hora del almuerzo, contactó con Pedro y le dejó un amenazante mensaje en el buzón de voz, dispuesta a ir en su busca si hacía falta, con tal de que cumpliera la promesa que le había hecho antes de comenzar ese viaje, sobre que seguiría paso a paso cada una de las paradas del pésimo itinerario elaborado por Pablo.
Mientras lo amenazaba con hacer una hoguera con sus libros en medio de la ciudad y bailar alrededor de ella la danza de la victoria, sintió que una mano se posaba en su hombro.
Paula se volvió, decidida a insultar al viandante que había osado interrumpir su perorata cuando estaba en medio de una violenta reprimenda a aquel irresponsable sujeto, hasta que vio asombrada que quien estaba ante ella no era otro que el mismo al que estaba dejándole el mensaje, así que colgó y cogió aire antes de comenzar a decirle a la cara todo lo que opinaba de él.
—¿Ya ha descansado su alteza? —ironizó, haciéndole una burlona reverencia.
—Sí, la verdad es que he dormido como un bebé —contestó Pedro, sin que sus palabras lo perturbaran y mostrando una satisfecha sonrisa que sugería que nada de lo que ella le dijera podría afectar a su buen humor.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Paula algo confusa, ya que ella se había llevado el coche, dejándolo a él en la posada.
—Me he encontrado con Ramsay Campbell en el bar de la posada y se ha ofrecido amablemente a traerme a la ciudad. En serio, nunca creí que te tomarías mis palabras al pie de la letra. Cuando te fuiste aún te estaba esperando en la cama con ese kilt que sigo decidido a ponerte.
—¡Pues claro que me he marchado! ¡Yo, al contrario que tú, me tomo mi trabajo muy en serio! ¿Sabes lo amables que han sido los organizadores de este evento? ¿Y sabes lo desilusionados que estaban al no verte aquí? —lo reprendió ella severamente, intentando hacerlo recapacitar y que comprendiera que sus egoístas acciones siempre afectaban a otros.
—Bueno, ahora estoy aquí —replicó Pedro, como si nada hubiera pasado durante aquellas tristes horas en las que Paula no había vendido ni un solo libro a los curiosos del lugar.
—Sí, ahora… Pero ¿te imaginas el bochorno que he tenido que pasar intentando explicar por qué estaba yo sentada a esa mesa y no el pelirrojo que aparecía en la contraportada? —preguntó ella, que, sulfurada y harta de su despreocupado comportamiento, dejó caer una pequeña mentira—: Gracias a Dios que cuando les he dicho que antes era una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre, todos me han comprendido. —Y sonrió malévola.
Pedro se quedó mudo de asombro ante la idea de que alguien lo hubiese confundido con una mujer. Aunque Paula no comprendía de qué se sorprendía: después de todo, él era Miss Dorothy.
—Eso es mentira, ¿verdad? —quiso saber él, preocupado por su impertinente afirmación.
—¿Tú qué crees? —preguntó irónica, sin contestar a su pregunta.
Después de eso, Paula se marchó hacia la librería, sin esperar a que Pedro siguiera sus pasos hacia el lugar donde el adorable matrimonio que regentaba el negocio la esperaba con una sonrisa.
Asombrosamente, él al fin decidió hacer su trabajo y la siguió hacia el interior del establecimiento, disculpándose debidamente con los organizadores, mientras esbozaba una de aquellas falsas sonrisas que nunca revelaban nada a nadie y que para Paula sólo podía significar que sus siguientes palabras meterían a alguien en problemas. Y dado que ella era la que tenía más a mano, sospechó que Pedro se vengaría de su imaginativa afirmación anterior, que él sabía sin duda que era mentira.
—Perdonen mi tardanza, pero mi secretaria se ha olvidado de despertarme y se ha apoderado de nuestro único coche para venir aquí —dijo, deformando la verdad y haciendo que los dueños de la librería miraran a Paula con rencor.
Todo podría haber acabado ahí de no ser porque aquel hombre era ruin y vengativo y no pudo evitar acentuar el resentimiento que aquella pareja estaban comenzando a mostrar a Paula por su fallido evento.
—¿Saben?, Paula también está escribiendo un libro. Yo la estoy ayudando a pulir su estilo, pero en ocasiones no está de acuerdo con mis consejos, a pesar de que yo tengo más experiencia que ella como escritor. Se toma las críticas muy a pecho — comentó Pedro, como insistiendo en que la culpa de que hubiese llegado tarde era sólo de ella. En cuanto a sus críticas… ¿qué escritor no se ofendería si tirasen su manuscrito a la basura?
Por supuesto, tras estas palabras de Pedro, con las que Paula quedó como una escritora rencorosa y envidiosa que quería hacerse sitio pisoteando a otros, la pareja que minutos antes la había recibido con unas alegres sonrisas, la fulminó con la mirada, considerándola finalmente la culpable de todo lo ocurrido.
—¡Pero gracias a Dios que al fin estás aquí! —exclamó ella, mostrándose incluso más falsa que él al darle un amigable abrazo.
Luego lo condujo hacia la mesa y le mostró su sitio. A pesar de que todos los que habían oído la conversación la mirasen despectivos, Paula no borró de su rostro aquella falsa sonrisa. Y cuando Pedro tomó su lugar, ella salió por la puerta, dejándolo tan distraído charlando amablemente con sus lectores, que no se percató de su ausencia mientras dedicaba a todos una amigable sonrisa.
—Veamos cuánto te dura esa sonrisa —susurró Paula alejándose con las llaves del coche de Pedro en una mano y su cartera, de la que había conseguido adueñarse en mitad del afectuoso abrazo, en la otra. Mientras se iba, agradeció mentalmente la práctica que tenía en esos estúpidos juegos de niños y que había adquirido en el taller, robándole alguna herramienta a su amigo Raúl. Una broma que le había servido para algo.
Tras echar un vistazo al abarrotado local donde se hallaba Pedro, decidió que ya era hora de que ella se tomara un merecido descanso, así que desconectó el móvil para que nadie pudiera molestarla y se fue en busca de un buen hotel, donde por fin pudiera hacer lo que había estado deseando durante todo aquel nefasto día: dormir, dormir y dormir.
No se olvidó de reservar en esta ocasión dos habitaciones, y antes de silenciar por completo todo lo que pudiera perturbar su sueño, Paula volvió a encender su teléfono móvil para dejar un único mensaje.
«¿Te falta algo?», preguntó irónica en un mensaje de texto a su fastidioso escritor.
Luego, como la profesional que era, no pudo evitar añadir el nombre del hotel en el que se encontraba y el número de la habitación reservada para él. Después, apagó el teléfono y se sumió en el profundo sueño que tanto necesitaba.
CAPITULO 79
Tras terminar los juegos de Strathdon, en los que Pedro se divirtió como un niño, recogimos los libros que quedaron y nos dirigimos hacia una posada que Ramsay Campbell nos recomendó. Ésta se encontraba en Aviemore, a apenas una hora de distancia de donde nos hallábamos, así que no fue muy difícil dar con su ubicación.
De nuevo, Pedro se negó a reservar dos habitaciones y acabamos compartiendo una minúscula estancia en la que apenas cabía algo más que una enorme cama. Mi atrevido escritor intentó volver a conquistarme con sus indecorosas insinuaciones, pero esta vez me negué en redondo a caer otra vez entre sus apasionados brazos, algo que me resultó muy difícil, cuando mi corazón se aceleraba con cada una de sus palabras, confirmándome que había cometido el error de enamorarme de él.
Por poco no caí ante sus persuasivas caricias, hasta que tuvo el atrevimiento de darme un insultante regalo que me había comprado en los juegos de las Highlands.
Cuando lo desenvolví, ilusionada porque era el primer obsequio que recibía de su parte, sin contar con el exótico «uniforme» que trató de endosarme, vi un bonito kilt de cuadritos azules y negros.
Hubiera sido perfecto como recuerdo, de no ser porque la talla era demasiado pequeña para una mujer como yo. Sin duda, aquel fastidioso hombre había comprado una talla de niña sólo para ver mi reacción, algo que no tardó en averiguar, en el instante en que coloqué una barrera en mitad de la cama entre él y yo, construida con algo que nunca se atrevería a arrojar a un lado: todos los libros que aún nos quedaban por vender.
Apenas dormimos en toda la noche, ya que Pedro no paraba de moverse en la cama, inquieto. Cuando me levanté, muy temprano, después de haber dormido sólo unas tres horas, tuve el detalle de dejarlo descansar un poco más, mientras pedía que nos llevaran el desayuno a la habitación.
Creía que Pedro valoraría mis esfuerzos, pero como siempre, me equivocaba, ya que tras engullir su desayuno y parte del mío, me informó que no iría al siguiente lugar de reunión, ya que después de los juegos estaba demasiado cansado como para hacer otra cosa que no fuera dormir.
Me dieron ganas de aporrearle la cabeza con cada una de las novelas que ya había empaquetado, pero eso no fue todo.
Además, me comunicó que, dado que yo era su
ayudante y como con mi trabajo aún no había pagado ni una décima parte de mi viaje, me tocaba trabajar. Y debía llevar yo sola las novelas a la librería de nuestro siguiente destino, en la ciudad de Perth, situada a casi dos horas de distancia, al sur de Aviemore.
En esos momentos deseé matarlo lentamente y deleitarme con ello, como hacían los asesinos de algunas de sus novelas de intriga. Pero como sabía que si me quedaba con él todo sería peor, porque tendría que oír sus quejas sobre aquel desastrosamente mal organizado viaje que, por el momento, no había sido para nada tan perfecto y bonito como Pablo había dicho, cogí decidida la pesada caja con sus novelas y me dirigí hacia el cuatro por cuatro.
Antes de que saliera por la puerta, Pedro me detuvo. Yo creía que habría entrado en razón, hasta que se tumbó en la cama ocupando el mayor espacio posible y, colocándose los brazos detrás de la cabeza y con una maliciosa sonrisa en la cara, me dijo:
—No te preocupes, yo cubriré todos los gastos de tu viaje. A no ser, claro está, que quieras quedarte conmigo descansando en esta confortable cama...
Por como sus ávidos ojos devoraron mi cuerpo supe que si me metía de nuevo en esa cama, definitivamente, no dormiría. Así que mi respuesta fue darle la espalda y marcharme hacia un trabajo que no era mi responsabilidad, pero que por lo visto tendría que hacer si quería cubrir el maldito itinerario del viaje.
Antes de ponerme en marcha, me surtí de una gran cantidad de refrescos con cafeína para no quedarme dormida. Estaba tan exhausta que por descuido compré incluso una cerveza, que dejé aparte en un lado de la bolsa que tenía en el asiento del copiloto, donde debería estar Pedro en esos momentos.
Mientras me dirigía hacia la ciudad de Perth, situada justo en el centro de Escocia y construida a orillas del río Tay, no pude evitar reprenderlo mentalmente. Pedro estaba perdiendo una gran oportunidad de darse a conocer, ya que en el centro de la ciudad había una gran zona comercial llena de tiendas, restaurantes y pubs, donde sin duda la gente pasaría constantemente y él podría vender muchos libros.
¡Pero no! Aquel cabezota e irracional pelirrojo tenía que elegir quedarse en la cama y pasar el tiempo entre las cálidas y suaves sábanas que yo comenzaba a añorar en esos momentos. Por suerte, la ciudad estaba tan sólo a unas dos horas de viaje y seguro que si tomaba suficiente cafeína y ponía la música a todo volumen no me quedaría dormida al volante.
Después de unos minutos conduciendo, mi móvil comenzó a sonar. Pensé en ignorar la llamada, pero por desgracia el tono, similar al arranque de un motor, pertenecía exclusivamente a mi adorado padre. Así que, con algo de dificultad, contesté a la llamada preguntándome si esta vez habría conseguido quemar su apartamento entero con uno de sus experimentos culinarios y no sólo parte de la cocina.
—Papá, aléjate de la cocina... —contesté, acostumbrada a los desastres de los que era capaz.
—Paula, no estoy en la cocina, sino en el taller. Y me pregunto por qué razón mi hija no me ha contado que Miss Dorothy es el seudónimo que usa un hombre, algo de lo que me he tenido que enterar por terceras personas... —dijo, bastante enfadado, mi sobreprotector padre, al que nunca le habían gustado las mentiras.
—¡Papá! No te dije nada porque no lo sabía hasta que llegué, y una vez aquí tenía prohibido hablar de mi trabajo. ¿Cómo te has enterado? —pregunté confusa, sabiendo que muy pocos sabían la verdad, y sin duda esos pocos nunca le revelarían a nadie que Miss Dorothy no era quien todos creían.
—Eso no importa en estos momentos. ¡Lo que me interesa de esta gran mentira es saber qué demonios estás haciendo en compañía de ese hombre y por qué has de ser tú la que haga ese trabajo, que, por cierto, todavía ignoro en qué narices consiste! —me reprendió severo, exigiéndome implícitamente con ello que volviera a casa. Pero yo aún no estaba preparada para dejar a mi adorado escritor.
—Papá, sólo lo estoy ayudando a escribir su novela. Soy una especie de niñera que le impide que se distraiga de su deber de terminar esa historia, y por ahora hemos avanzado mucho. —Una verdad a medias, ya que en todo el tiempo que llevábamos juntos, Pedro apenas había entregado a la editorial dos miserables capítulos.
—¿Y cuándo terminará ese hombre su maldito libro? —preguntó mi padre, exaltado.
—No lo sé, papá… ¿cuando le venga la inspiración? —dejé caer, sabiendo cuales serían sus siguientes palabras.
—Te doy una semana para que ese hombre termine su trabajo. ¡Si dentro de una semana no está finalizado, pienso ir a por ti! ¡Y me importa un bledo lo rico que sea ese tal Miss Dorothy o lo famosos que sean tanto él como su editorial, ya que cuando esté allí pienso cantarle las cuarenta sobre su irresponsable comportamiento!
—¡Pero papá! Escribir un libro lleva su tiempo y…
—¡Llevas cerca de dos meses fuera de casa! Si no es tiempo suficiente para que termine su novela, lo siento mucho por él, ¡pero como que me llamo Jeremias Chaves que tú vuelves a casa en una semana! —declaró mi padre con contundencia y, conociéndolo como lo conocía, sin duda si dentro de una semana no estaba en casa, vendría a buscarme con toda seguridad.
—¡Papá! ¡No puedo dejar un trabajo a medias, eso me haría quedar como una irresponsable y me perjudicaría en el futuro! —intenté razonar con él, pero como siempre pasaba con un padre tan protector como el mío, ignoró mis justificaciones.
—Por eso no te preocupes, ya me encargaré yo de esa editora que no sabe decir otra cosa que mentiras —replicó con un tono extraño, que me hizo pensar que entre él y Natalie había ocurrido algo, aunque eso era del todo imposible, porque una mujer tan elegante y exitosa como Natalie Wilson nunca miraría dos veces a un mecánico de Brooklyn, a no ser que fuera para reprenderlo por algún daño causado a su adorado automóvil.
—Papá, volveré a casa cuando termine mi trabajo. ¡Ésta es una oportunidad que no puedo desperdiciar! Además, estoy aprendiendo mucho de ese hombre: es un magnífico escritor.
—No me interesa cómo escribe, Paula, sino cómo es la persona que se esconde tras el nombre de una venerable anciana —comentó él.
—Es como cualquier autor, papá, un hombre algo irascible, que en ocasiones me saca de quicio, mientras que en otras no puedo evitar admirar su brillantez. Es mi adorada Miss Dorothy y el desquiciante Pedro Alfonso. Es simplemente… —En ese momento interrumpí la explicación que estaba dándole a mi padre, porque mis siguientes palabras iban a expresar la verdad que intentaba negarme a mí misma: que Pedro Alfonso se había convertido en el hombre al que amaba.
Mi padre, que no era idiota, comprendió cuáles eran las palabras que faltaban en mi imprecisa explicación y, como era habitual en él, me dio uno de sus habituales consejos:
—No permitas que ningún hombre te haga daño, Paula.
—No, papá, no le dejaré —contesté un tanto apenada, porque cada vez que Pedro se negaba a decirme que me amaba, me infligía una pequeña herida.
Salí de mis tristes pensamientos cuando un repentino flash me avisó de que uno de esos radares colocados estratégicamente en el camino había sacado una maravillosa foto del coche de Pedro. Maldije mientras colgaba la llamada, tras recibir una de sus reprimendas por hablar por teléfono mientras conducía.
Tras pensar cómo le explicaría a Pedro mi descuido, llegué a la conclusión de que esa multa era lo mínimo que se merecía por estar vagueando mientras yo hacía su trabajo. Y luego recordé las últimas palabras que me había dicho antes de despedirme con una sonrisa: si él cubría todos los gastos de mi viaje… ¿por qué no hacerlo más interesante?
Así que, decidida a hacerle pagar por el nefasto día que me esperaba, localicé todos los radares que había en mi camino hacia Perth. Algo muy sencillo, ya que el navegador GPS del coche me suministraba esa información, y, por otro lado, los radares escoceses consistían en unas inmensas cajas amarillas situadas en grandes
postes a un lado de la carretera. Me entretuve, sobre todo, en hallar los que estaban dotados de un gran objetivo y que tomaban una foto directa del conductor, además de la matrícula del vehículo, y posé ante todos ellos, antes de acelerar para que las fotografías de las multas que recibiría Pedro salieran con mi imagen muy clara y definida, ofreciéndole así un caro recuerdo a mi amado escritor.
En la primera le dediqué unos morritos y un gesto obsceno con el dedo corazón; en la siguiente me tapé la cara con uno de sus libros, haciendo como que leía mientras conducía, y coloqué a mi lado la cerveza, bien puesta para que se viera hasta la marca de la misma. Y así sucesivamente hasta llegar a la hermosa ciudad de Perth, donde nadie me esperaba…
CAPITULO 78
Cuando Natalie se despertó junto a un hombre desnudo, tuvo dos reacciones: la primera fue pensar sobre lo que había hecho y sentirse un tanto culpable por ello, aunque su culpa se mitigó al mirar la fuerte espalda de Jeremias, que aún escondía su rostro bajo la almohada, y los arañazos que le habían dejado sus uñas de porcelana. Al recordar la apasionada e inigualable noche que había pasado junto a él, no pudo evitar esbozar una de esas estúpidas sonrisitas del día después, llena de dicha y satisfacción.
La segunda reacción, cuando vio que eran las doce del mediodía y que su despertador no había sonado, fue maldecir su suerte, que últimamente era pésima, y correr desnuda hacia su móvil para revisar los mensajes que su jefe había comenzado a dejarle desde las diez de la mañana. Para su desgracia, llegó al teléfono justo cuando éste comenzaba a sonar de nuevo, y como era una mujer de negocios responsable, no pudo evitar contestar la llamada, aunque ya sospechaba lo que se le venía encima.
—¿Sí? Al habla Natalie Wilson —contestó, simulando una voz ronca, acompañada de unas cuantas toses, para ver si colaba la vieja excusa de que estaba enferma y así tal vez librarse de uno de aquellos sermones en plural mayestático que tanto odiaba.
—Señorita Wilson, quisiéramos saber… por qué no ha acudido esta mañana a trabajar —dijo la siempre imperturbable voz de su jefe.
Natalie tomó aire, decidida a contestar lo más formalmente posible; por desgracia, el hombre desnudo que se hallaba en su cama eligió ese preciso momento para despertarse y, al darse cuenta de que ella también estaba desnuda, lo tomó como una invitación.
—Verá, señor Reed, anoche me acosté con un resfriado bastante fuerte y… — empezó Natalie entrecortadamente, mientras las manos de Jeremias la encerraban repentinamente en un cariñoso abrazo, juntando su espalda con un robusto pecho y una prominente erección, a la vez que le susurraba atrevidas palabras al oído.
—¿Así que ahora soy un resfriado? —murmuró juguetón—. Aunque no me gusten tus mentiras, he de admitir que hay algo de verdad en ellas. Sin duda, ayer había algo bastante grande en tu cama, que sigue aquí esta mañana... —apuntó alegremente su amante, haciéndole notar la evidencia de su deseo.
—Como le iba diciendo, tomé un medicamento para el resfriado y me he quedado dormida —concluyó Natalie, deshaciéndose del abrazo de aquel tentador hombre y señalándole un lugar que lo mantuviera alejado de su persona.
Desafortunadamente, lo que señaló fue la cama, y cuando una mujer desnuda hace eso, los hombres suelen malinterpretarlo, así que Jeremias se tumbó allí a la espera de una repetición de la pasada noche.
—Señorita Wilson, tenemos que hablar sobre un gasto un tanto extraño que hay en los nuevos informes de este mes. Según eso, usted ha contratado a una joven sin experiencia como… ¿relaciones públicas?… para tratar con Miss Dorothy. ¿Desde cuándo contrata a otros para hacer su trabajo, señorita Wilson?
A ella le dieron ganas de contestar: «Desde que tengo que tratar con un irritante escritor que siempre me hace la vida imposible y que en dos años no había escrito ni el título de su novela hasta que llegó Paula». Pero guardándose las ganas de decir lo que pensaba, simplemente explicó:
—Paula es una mujer muy profesional en su trabajo y, como puede ver por los primeros capítulos de la nueva novela, está consiguiendo que la inspiración vuelva a Miss Dorothy.
—Sí y también está consiguiendo elevar los gastos de nuestra autora, ya que Miss Dorothy nos está agobiando con extrañas reclamaciones: nos ha hecho llegar un abultado sobre repleto de facturas entre las que hay desde decenas de tickets de compra en diversos establecimientos, hasta cuentas de cenas en restaurantes y pubs y alguna que otra estrambótica adquisición que se señala en su factura como «uniforme», al parecer comprado en un sex-shop… Finalmente, todo esto está englobado bajo el concepto «manutención de la niñera». ¿Se puede saber qué significa, señorita Wilson? —gritó airadamente Brian Reed, ya que por lo visto él tampoco les veía ninguna gracia a las
bromas de la autora a la que representaban.
—Seguramente sólo es una broma de Miss Dorothy, señor Reed —contestó Natalie más falsamente que nunca, poniéndose la bata que había a los pies de la cama e indicándole con esto a su amante que los calenturientos momentos de la pasada noche habían finalizado y no se iban a repetir.
—Nos cuesta mucho digerir este tipo de bromas, señorita Wilson, así que a partir de mañana despejará su agenda y en una semana como mucho irá en busca de esa novela. Traerá de vuelta a su inusual empleada y de paso le comunicará a Miss Dorothy que no pensamos hacernos cargo de ninguno de sus absurdos dispendios. Mientras no tenga ese libro en sus manos, no se moleste en volver a estas oficinas. Y ahora esperamos que tenga un agradable descanso de su supuesto… resfriado —finalizó escéptico Brian Reed antes de colgar con brusquedad el teléfono, dejando caer su frío ultimátum sobre la cabeza de Natalie, que en esos momentos pendía de un hilo muy fino.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —gritó después de escuchar las exigencias de su jefe—. ¡Maldita Miss Dorothy, maldito Pedro Alfonso y malditos todos los puñeteros escritores que se creen estrellas! —exclamó airada, arrojando su móvil al suelo con rabia. En su enfado, Natalie no se percató de que los suspicaces oídos de Jeremias finalmente habían captado la verdad, hasta que, bastante enfadado, la hizo volverse hacia él y, aunque apenas llevaba una sábana como única indumentaria, su frío rostro no mostraba indicio alguno de los atrevidos coqueteos de hacía tan sólo unos segundos.
Esta vez, Jeremias no preguntó, simplemente afirmó una verdad que las maldiciones de Natalie le habían confirmado.
—Ese tal Pedro Alfonso es Miss Dorothy, ¿verdad? —exigió saber, insistiendo en que Natalie le confirmara la veracidad de esas palabras.
La mentira que a ella nunca le había costado pronunciar se le atragantó en la garganta cuando se vio obligada a repetirla de nuevo ante el hombre por el que había comenzado a sentir algo, así que permaneció en silencio.
—¡Dime la verdad de una puta vez! —reclamó un enfadado Jeremias, sujetándola con fuerza de los hombros y obligándola a enfrentarse a sus ojos, que solamente querían una respuesta.
Natalie se negó a contar el secreto que tan bien había guardado durante todos esos años, pero la dura mirada de él, preocupado por el bienestar de su hija, la llevó a hacer un pequeño asentimiento con la cabeza. Jeremias la soltó de golpe y la miró con desprecio.
—¿Sabes por qué no me gustan las mentiras, Natalie? ¡Porque siempre hacen daño a alguien! ¡Y tú me has hecho mucho daño!
Tras estas palabras, Jeremias se vistió, mientras Natalie miraba asombrada cómo sus mentiras lo estaban apartando de su lado.
Cuando él pasó junto a ella, Natalie lo miró con ojos arrepentidos.
—Traeré a Paula de vuelta… —prometió, haciendo que Jeremias le dedicara una fría mirada.
—¿Sabes qué, Natalie? Ya no me creo ni una sola de tus palabras, pero te diré una cosa: más vale que mi hija no haya sufrido ningún daño a manos de ese tipo, o todo el mundo sabrá lo mentirosa que puedes llegar a ser.
Después de esas palabras, que en nada se parecían a las dulces bromas o las tentadoras proposiciones que había recibido de él, Natalie vio cómo se alejaba sin volver la vista atrás para observar cómo la habían afectado sus amenazas. Si hubiera girado su rostro un instante, tal vez habría visto que la mujer imperturbable que siempre estaba demasiado ocupada como para preocuparse por nadie que no fuera ella, en esos momentos lloraba en silencio por haberle hecho daño al hombre que quería, y porque el destino no les había dado la oportunidad de intentar ser algo más que meros amantes de una noche, a pesar de que sus corazones reclamaran más.
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