viernes, 11 de enero de 2019
CAPITULO 80
Cuando Paula llegó a una gran librería del centro de la ciudad de Perth, donde los dueños habían preparado una mesa para Pedro Alfonso, que incluía caras botellas de agua en envases de cristal, hermosas copas, bolígrafos de marca e incluso un cartel gigante donde anunciaban su último libro, ella tuvo ganas de patearle el trasero a ese idiota que estaba desaprovechando la que podía ser una gran oportunidad.
Ella intentó excusarse ante los organizadores del evento, que la miraron con muy mala cara en cuanto les comunicó que el autor no asistiría. Por supuesto, Paula se inventó un supuesto malestar, ya que no quería ofender a aquellas personas que tanto trabajo se habían tomado para organizarlo todo.
Cuando Paula apiló los libros en la mesa y se sentó como representante del vago escritor, todos los que se acercaban interesados por la obra preguntaban lo mismo: ¿por qué la foto de la contraportada era la de un ceñudo pelirrojo si la que estaba sentada a la mesa era una mujer castaña?
A ella le dieron ganas de contestarle a más de un curioso que se había operado y que antes era un hombre. Quizá, si se difundían esos rumores, aquel obtuso sujeto al fin aprendería a hacer su trabajo. Pero finalmente, como la mujer sensata que era, desistió de esa jugarreta.
A la hora del almuerzo, contactó con Pedro y le dejó un amenazante mensaje en el buzón de voz, dispuesta a ir en su busca si hacía falta, con tal de que cumpliera la promesa que le había hecho antes de comenzar ese viaje, sobre que seguiría paso a paso cada una de las paradas del pésimo itinerario elaborado por Pablo.
Mientras lo amenazaba con hacer una hoguera con sus libros en medio de la ciudad y bailar alrededor de ella la danza de la victoria, sintió que una mano se posaba en su hombro.
Paula se volvió, decidida a insultar al viandante que había osado interrumpir su perorata cuando estaba en medio de una violenta reprimenda a aquel irresponsable sujeto, hasta que vio asombrada que quien estaba ante ella no era otro que el mismo al que estaba dejándole el mensaje, así que colgó y cogió aire antes de comenzar a decirle a la cara todo lo que opinaba de él.
—¿Ya ha descansado su alteza? —ironizó, haciéndole una burlona reverencia.
—Sí, la verdad es que he dormido como un bebé —contestó Pedro, sin que sus palabras lo perturbaran y mostrando una satisfecha sonrisa que sugería que nada de lo que ella le dijera podría afectar a su buen humor.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Paula algo confusa, ya que ella se había llevado el coche, dejándolo a él en la posada.
—Me he encontrado con Ramsay Campbell en el bar de la posada y se ha ofrecido amablemente a traerme a la ciudad. En serio, nunca creí que te tomarías mis palabras al pie de la letra. Cuando te fuiste aún te estaba esperando en la cama con ese kilt que sigo decidido a ponerte.
—¡Pues claro que me he marchado! ¡Yo, al contrario que tú, me tomo mi trabajo muy en serio! ¿Sabes lo amables que han sido los organizadores de este evento? ¿Y sabes lo desilusionados que estaban al no verte aquí? —lo reprendió ella severamente, intentando hacerlo recapacitar y que comprendiera que sus egoístas acciones siempre afectaban a otros.
—Bueno, ahora estoy aquí —replicó Pedro, como si nada hubiera pasado durante aquellas tristes horas en las que Paula no había vendido ni un solo libro a los curiosos del lugar.
—Sí, ahora… Pero ¿te imaginas el bochorno que he tenido que pasar intentando explicar por qué estaba yo sentada a esa mesa y no el pelirrojo que aparecía en la contraportada? —preguntó ella, que, sulfurada y harta de su despreocupado comportamiento, dejó caer una pequeña mentira—: Gracias a Dios que cuando les he dicho que antes era una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre, todos me han comprendido. —Y sonrió malévola.
Pedro se quedó mudo de asombro ante la idea de que alguien lo hubiese confundido con una mujer. Aunque Paula no comprendía de qué se sorprendía: después de todo, él era Miss Dorothy.
—Eso es mentira, ¿verdad? —quiso saber él, preocupado por su impertinente afirmación.
—¿Tú qué crees? —preguntó irónica, sin contestar a su pregunta.
Después de eso, Paula se marchó hacia la librería, sin esperar a que Pedro siguiera sus pasos hacia el lugar donde el adorable matrimonio que regentaba el negocio la esperaba con una sonrisa.
Asombrosamente, él al fin decidió hacer su trabajo y la siguió hacia el interior del establecimiento, disculpándose debidamente con los organizadores, mientras esbozaba una de aquellas falsas sonrisas que nunca revelaban nada a nadie y que para Paula sólo podía significar que sus siguientes palabras meterían a alguien en problemas. Y dado que ella era la que tenía más a mano, sospechó que Pedro se vengaría de su imaginativa afirmación anterior, que él sabía sin duda que era mentira.
—Perdonen mi tardanza, pero mi secretaria se ha olvidado de despertarme y se ha apoderado de nuestro único coche para venir aquí —dijo, deformando la verdad y haciendo que los dueños de la librería miraran a Paula con rencor.
Todo podría haber acabado ahí de no ser porque aquel hombre era ruin y vengativo y no pudo evitar acentuar el resentimiento que aquella pareja estaban comenzando a mostrar a Paula por su fallido evento.
—¿Saben?, Paula también está escribiendo un libro. Yo la estoy ayudando a pulir su estilo, pero en ocasiones no está de acuerdo con mis consejos, a pesar de que yo tengo más experiencia que ella como escritor. Se toma las críticas muy a pecho — comentó Pedro, como insistiendo en que la culpa de que hubiese llegado tarde era sólo de ella. En cuanto a sus críticas… ¿qué escritor no se ofendería si tirasen su manuscrito a la basura?
Por supuesto, tras estas palabras de Pedro, con las que Paula quedó como una escritora rencorosa y envidiosa que quería hacerse sitio pisoteando a otros, la pareja que minutos antes la había recibido con unas alegres sonrisas, la fulminó con la mirada, considerándola finalmente la culpable de todo lo ocurrido.
—¡Pero gracias a Dios que al fin estás aquí! —exclamó ella, mostrándose incluso más falsa que él al darle un amigable abrazo.
Luego lo condujo hacia la mesa y le mostró su sitio. A pesar de que todos los que habían oído la conversación la mirasen despectivos, Paula no borró de su rostro aquella falsa sonrisa. Y cuando Pedro tomó su lugar, ella salió por la puerta, dejándolo tan distraído charlando amablemente con sus lectores, que no se percató de su ausencia mientras dedicaba a todos una amigable sonrisa.
—Veamos cuánto te dura esa sonrisa —susurró Paula alejándose con las llaves del coche de Pedro en una mano y su cartera, de la que había conseguido adueñarse en mitad del afectuoso abrazo, en la otra. Mientras se iba, agradeció mentalmente la práctica que tenía en esos estúpidos juegos de niños y que había adquirido en el taller, robándole alguna herramienta a su amigo Raúl. Una broma que le había servido para algo.
Tras echar un vistazo al abarrotado local donde se hallaba Pedro, decidió que ya era hora de que ella se tomara un merecido descanso, así que desconectó el móvil para que nadie pudiera molestarla y se fue en busca de un buen hotel, donde por fin pudiera hacer lo que había estado deseando durante todo aquel nefasto día: dormir, dormir y dormir.
No se olvidó de reservar en esta ocasión dos habitaciones, y antes de silenciar por completo todo lo que pudiera perturbar su sueño, Paula volvió a encender su teléfono móvil para dejar un único mensaje.
«¿Te falta algo?», preguntó irónica en un mensaje de texto a su fastidioso escritor.
Luego, como la profesional que era, no pudo evitar añadir el nombre del hotel en el que se encontraba y el número de la habitación reservada para él. Después, apagó el teléfono y se sumió en el profundo sueño que tanto necesitaba.
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