viernes, 11 de enero de 2019

CAPITULO 75



La siguiente parada obligatoria, según el desordenado itinerario elaborado por Pablo, nos obligó a Pedro y a mí a dirigirnos al noreste de Oban. Debíamos buscar una pequeña comunidad llamada Strathdon, dejada de la mano de Dios, en el extremo noreste del Parque Nacional Cairngorms, a unas cuatro horas de camino, donde, según el engañoso editor, del que ya no me creía ni una sola palabra, habían organizado una feria literaria en la que Pedro podría conseguir mucha atención para sus libros.


Aunque me levanté con algún que otro remordimiento al recordar la forma en que me había aprovechado de él la noche anterior para que me sirviera de inspiración para mi novela, mi arrepentimiento cesó cuando vi que se sentaba en el coche cediéndome las llaves con una sonrisa. Ocultó sus hermosos ojos castaños con unas caras gafas de sol y me ordenó conducir mientras él se echaba una siesta.


Como el GPS y yo definitivamente no nos llevábamos bien, tardé algo más de lo previsto en hallar el lugar de encuentro, y un viaje que según ese estúpido trasto debía haberse realizado en tres horas y cuarenta y cinco minutos, se convirtió en una odisea de cinco interminables horas, que me llevó al límite de mi paciencia. Sobre todo en el instante en que mi desesperante escritor me preguntó por enésima vez si habíamos llegado ya.


Cuando conseguí aparcar en una gran explanada destinada a ese menester, salí del
coche para tomar aire fresco y desentumecer mi agarrotado cuerpo después del extenuante viaje. 


Aunque en realidad lo único que deseaba era apartarme unos minutos del hombre que me había vuelto loca durante todo el trayecto con sus sonoros ronquidos y sus frustrantes quejas e insinuaciones cuando se despertó de su apacible sueño, algo que yo también necesitaba en esos momentos.


En el instante en que Pedro salió del coche, dirigió una mirada al bonito ambiente que nos rodeaba, con luminosas e inmensas carpas blancas llenas de distintos alimentos y bebidas típicas del lugar, todo ello expuesto sobre una espléndida extensión verde rodeada por una exuberante y hermosa naturaleza. Y como siempre hacía, Pedro me estropeó ese idílico momento con una de sus bruscas maldiciones.


—¡Será cabrón! ¡No pienso ir a ninguno más de sus viajes! ¡Y cuando vuelva, definitivamente le voy a obligar a comerse esta mierda de itinerario! —gritó bastante irritado.


Y como Pedro sólo desplegaba sus mejores encantos con las personas más cercanas a él, no tuve dudas de que estaba intentando hablar con su editor cuando sacó su móvil del bolsillo y comenzó a dejar un insultante e interminable mensaje en el buzón de voz.


No comprendí por qué lo molestaba tanto el bello entorno que nos rodeaba.


Aunque tras mirar más detenidamente el desfile de hombres tocando una singular melodía con aquellas maravillosas gaitas, uniformados con los típicos kilts de los clanes, pude observar los elaborados puestos donde se vendían diversos productos artesanales, desde ropa a comida, así como unos extraños juegos preparados en una gran pista. Llegué a la conclusión de que el terrible humor de Pedro se debía a que aquello no era en absoluto una feria literaria.


Después de que él pagara su frustración con el desastroso hombre que parecía esquivarlo, dejándole más de una decena de mensajes repletos de originales maldiciones, sacó del maletero de su coche, aún bastante furioso, una gran y pesada caja que seguramente contenía los libros que quería vender. Y como Pablo no estaba allí para que pudiera amargarle la vida, mi adorado escritor decidió pagarla conmigo,
ya que yo había tenido la brillante idea de animarlo a hacer ese viaje que por el momento sólo estaba siendo un gran desperdicio de tiempo y de dinero.


Sin una sola palabra, y tras dirigirme una de sus furiosas miradas, colocó la pesada caja en mis manos, cogió una extraña bolsa de lona, sobre la que yo me pregunté con curiosidad qué guardaría, y nos adentramos en aquel maravilloso evento al que yo aún no sabía qué nombre darle.


Justo cuando finalizaba el discurso de los organizadores, tras el armonioso desfile, empezaron a repartir muestras gratuitas de un fuerte whisky escocés, bromeando con los
turistas sobre quién sería capaz de aguantar el fuerte brebaje de las Highlands. Pedro cogió rápidamente un vaso de una de las bandejas que pasaban por su lado y tras dejarlo vacío de un trago, anunció:
—¡Bienvenida a los juegos de las Highlands!




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