miércoles, 16 de enero de 2019

CAPITULO 97




Natalie, entre bastidores y desde un rincón algo alejado, observaba sonriente cómo se preparaban todos los del programa para recibir a Miss Dorothy.


Mientras que sentía algo de lástima por la gente del público, que estaban muy ilusionados ante la primera aparición de la noble anciana, no tenía ningún remordimiento por lo que le esperaba a la presentadora, que al parecer no era una gran
fan de Miss Dorothy, ya que hasta le había preparado alguna broma pesada, como haber
hecho disfrazarse a algunos de los cómicos de su programa con la ropa de los personajes del último libro de la famosa escritora, otorgándoles una apariencia un tanto grotesca. Seguro que, junto a esta pesada broma, la joven April Davis también tendría pensada alguna impertinente pregunta con la que pensaba dejar en ridículo a una inocente anciana con tal de subir la audiencia de su programa.


«Buena suerte», pensó Natalie al imaginarse que esa arpía al fin quedaría en ridículo cuando se enfrentara a la verdadera Miss Dorothy, porque el pelirrojo que se dirigía decididamente hacia el plató, más que dispuesto a lanzar su mensaje, no era alguien que se dejara pisotear.


Además, Natalie dudaba que la presentadora realmente pudiera formular ni una sola pregunta cuando la mandíbula se le desencajara por el asombro de ver en persona a la verdadera Miss Dorothy. Pero si por un casual decidía intentar llevar a cabo la entrevista, con preguntas que quizá pudieran intimidar a una anciana, pero nunca a Pedro Alfonso, era cuestión de dejarlo en manos de su amable escritor. Seguro que con el tacto y delicadeza de los que Pedro carecía la pondría rápidamente en su lugar.


Conseguir que en el programa le hicieran un hueco a Miss Dorothy había sido tan fácil como Natalie pensaba que sería: tras poner el caramelo de la famosa escritora delante de las narices de aquella ambiciosa mujer, no había tardado mucho en recibir su llamada. Luego, ella sólo tuvo que asegurarse de que el anuncio de la aparición de la octogenaria que todo el mundo quería conocer no se hacía público hasta el último momento, evitando así las posibles acciones de su jefe para impedirlo.


Con este gesto, Natalie había cavado sin ninguna duda su propia tumba, pero ¿qué
podía hacer si había sido imposible razonar con Pedro Alfonso, y menos aún estando
éste enamorado?


Natalie llegó al plató dispuesta a realizar su trabajo con la misma eficiencia de siempre. Sobre todo, porque seguramente después de que la bomba del secreto de Miss Dorothy estallara, ése sería el último día de su carrera profesional. Organizó la recepción de la escritora de forma impecable e hizo todos los preparativos necesarios para que el equipo de seguridad no impidiera la entrada de Pedro en ningún momento.


Lo ideó todo astutamente para que su aparición aconteciera segundos después de que la
presentadora dijera el nombre que figuraba en los libros que todo el mundo adoraba.


La presentadora apenas se molestó en saludarla cuando la vio. Tan sólo recomponía su estirado aspecto una y otra vez, mientras preguntaba incesantemente por Miss Dorothy.


«Pobrecita», pensaba Natalie, dedicándole una de sus más falsas sonrisas y regocijándose con la idea de que en cuanto Miss Dorothy le dirigiera alguna de sus amables palabras, April Davis desearía no haberla conocido jamás.


Como todo ese teatro era inútil si Paula no veía el programa, Natalie se había asegurado también de llamar a Jeremias para que le prometiera que encendería el pequeño y cochambroso televisor de su taller y haría que su hija viera la entrevista. Al principio, su amante se mostró muy reticente ante esa idea, pero tras hablarle Natalie de lo incómodo que podía ser su sofá y recordarle que se lo debía por todas las malas pasadas que le había hecho a su coche, consiguió a través del chantaje y el remordimiento que Jeremias accediera a sus peticiones. Tal vez fuera algo sucio, pero indudablemente necesario, ya que si iba perder su amado puesto de trabajo que al menos se garantizase que esa dichosa pareja, de la que tal vez ella fuera un poquito responsable, finalmente estuvieran juntos.


—Estás segura de que vendrá, ¿verdad? —preguntó April Davis, algo molesta con el retraso de su estrella invitada.


—Te puedo asegurar que la persona que escribe esos libros estará esta tarde en tu plató y saldrá justo después de que pronuncies su nombre —comentó despreocupadamente Natalie, revisando su móvil para asegurarse de que tenía suficiente memoria como para hacerle alguna que otra foto a la impertinente presentadora cuando recibiera su inesperada sorpresa.


—Más vale que esta vez la presencia de Miss Dorothy en mi programa sea cierta, porque si no, ten por seguro que arruinaré tu reputación y la de tu editorial... —amenazó la altiva mujer, intentando hacerse la importante.


—Ésa es una amenaza totalmente innecesaria —replicó Natalie sin dar importancia a sus arrogantes palabras, ya que ella misma se bastaba y se sobraba para arruinar su propia vida. De hecho, ya lo estaba haciendo en esos instantes.


—Pues quedas advertida. Y espero que esa anciana sea capaz de aguantar hasta el final y responder a todas mis preguntas, porque de lo contrario no sabes de lo que soy capaz —advirtió de nuevo April, tocándole cada vez más las narices a Natalie.


Si Miss Dorothy hubiera sido realmente la dulce ancianita que todos esperaban, su editora no habría dudado a la hora de salir en su defensa, pero como se trataba de un pelirrojo con un genio de mil demonios, lo dejó todo en sus manos y contestó:
—No te preocupes, Miss Dorothy contestará a todas tus preguntas.


A Natalie le dieron ganas de añadir «si después de conocerlo todavía tienes lo que hay que tener para hacerle alguna», pero se contuvo con un gran esfuerzo de voluntad.


Al final, el programa comenzó y la molesta presentadora dejó de incordiarla con sus estúpidas y vanas amenazas. Natalie siguió atentamente todo lo que pasaba en el plató y le mandó un mensaje a Pedro avisándolo de que muy pronto sería el momento de hacer su entrada. Y justo como le había prometido a April Davis, en cuanto ésta se dispuso a anunciar a Miss Dorothy, un imponente pelirrojo de casi un metro noventa de estatura y gesto imperturbable se colocó al lado de su editora, preguntándole por una vez lo que tenía que hacer.


—¡Ahora! —murmuró Natalie decidida, justo después de que en el plató se hiciera un silencio expectante ante el anuncio de la primera y, hasta el momento, única aparición pública de Miss Dorothy.


Fue todo un éxito, como le demostró a Natalie el anonadado rostro de la presentadora y el asombro del público. Y, sin duda, el mensaje que Pedro pronunció ante las cámaras fue la guinda del pastel. Ahora sólo había que esperar a que todos se percatasen de quién era él, así como esquivar alguna que otra molesta llamada, pensó Natalie, mientras le colgaba una vez más a su insistente jefe, que al parecer también era uno de los seguidores del programa. Luego, simplemente apagó su teléfono y se despidió de su ajetreada vida laboral.


—Buena suerte, Pedro —susurró, mientras se alejaba para siempre del incordio que había sido ese autor para ella, pero por el que finalmente no había podido evitar sentir algo de cariño. Después de todo, él había sido en parte responsable de que ella encontrara finalmente el amor en el lugar más inesperado: un viejo taller mecánico de Brooklyn, donde un hombre había reparado su corazón y le había demostrado que, en algunas ocasiones, los finales felices no estaban sólo en las novelas, sino que también existían en la realidad.



CAPITULO 96




Natalie estaba más que decidida. ¡Ésa sería la última oportunidad que le concedería a Jeremias para que se diera cuenta de que ella era la mujer que necesitaba!


Al fin tenía entre las manos la esperadísima novela de Miss Dorothy, la última parte de Redes de amor, que, aunque saldría un poco más tarde de lo previsto, era de lo mejor.


Por otra parte, la repentina novela que había tenido que sacar antes de ésa, por estricta exigencia de Pedro Alfonso, había resultado ser un gran éxito por el que su jefe le había dado la enhorabuena, convirtiéndola en la mujer más feliz del mundo cuando le había asegurado su puesto de trabajo. Además, su coche estaba impecable y en esta ocasión, en vez de maltratarlo, simplemente lo llevaría para una revisión.


A pesar de lo feliz que se sentía, Natalie no podía dejar de compadecerse del pobre escritor que había puesto su alma en ese libro sin conseguir ser escuchado todavía. Después de leer sus palabras, no le quedaba ninguna duda de que Pedro se había enamorado. De hecho, a ninguna persona que lo hubiera leído le quedaría duda alguna acerca de sus sentimientos, por eso Natalie intuía que Paula aún no había abierto ni la primera página de ese dichoso libro.


Si pudiera hacer que esa joven leyera la novela… Tal vez su historia acabara pareciéndose al final de ese libro y no al tremendo fracaso en el que se estaba convirtiendo. Pero no: Natalie tenía que concentrarse en sus problemas amorosos y no en los de otras personas.


Ése tenía que ser el día en el que todo saldría a la perfección.


Cuando Natalie bajó de su coche, decidida a todo, se dirigió con paso ligero hacia el taller. Increíblemente, Jeremias fue a su encuentro y, antes de que ella pudiera abrir la boca para recitarle su memorizado discurso sobre por qué deberían estar juntos, él la atrajo hacia sus brazos y acalló sus palabras con el ardiente beso que ella tanto había añorado. Después de eso no la dejó decir ni una sola palabra, sino que simplemente la estrechó con fuerza contra su cuerpo, mientras le decía unas palabras que Natalie nunca hubiera esperado escuchar.
—Te quiero… pero no me mientas más —dijo Jeremias, uniendo un «te quiero» y un reproche en la misma frase.


Ella sonrió satisfecha e importándole muy poco el grasiento mono de su adorado mecánico, disfrutó de los cariñosos brazos que había echado de menos.


Mientras se regocijaba en su dicha, no pudo evitar ver a lo lejos a una distraída Paula que no parecía la misma alegre joven que había conocido. La muchacha se había enamorado del irritante escritor y seguro que todavía no sabía que sus sentimientos eran correspondidos.


Natalie coqueteó un rato con Jeremias y quedaron para cenar. Mientras disfrutaba de los amorosos susurros de él y de sus atrevidas palabras, desterró muy fácilmente a la dichosa Miss Dorothy de su cabeza, pero cuando Jeremias puso alegremente uno de los libros de Pedro en sus manos, anunciándole que regalaban uno con cada reparación, no pudo evitar comentar lo que pensaba, a pesar de que la mera mención del nombre del pelirrojo pusiera en riesgo su relación. Después de todo, Jeremias le había exigido que le dijera la verdad y eso era lo que le estaba ofreciendo con cada una de sus sinceras palabras. Que le gustara escucharlas era otra cuestión.


—¿Has leído este libro? —le preguntó, haciendo que la jovial sonrisa de Jeremias se convirtiera en un arisco ceño fruncido.


—No… ¡ni pienso hacerlo! —replicó bruscamente Jeremias, olvidándose de que estaba hablando con la mujer a la que hacía tan sólo unos instantes susurraba dulces palabras.


—Si eres tan buen padre como dices, deberías leerlo... —le aconsejó, devolviéndole bruscamente el libro.


—¡Después de lo que le ha hecho Pedro Alfonso a mi pequeña no pienso leer nada escrito por ese tipejo!


—Ese tipejo ha sido más rápido que tú al darse cuenta de su error y sólo está intentando confesarse a su manera.


—Sí, seguro... —comentó Jeremias escéptico, mirando con desprecio el libro que tenía entre las manos.


—Tú te has confesado con unas pocas palabras a la mujer que quieres. Pedro ha escrito todo un libro para la que él ama y ha tenido el valor de gritarlo ante todo el mundo. Creo que merece ser escuchado —opinó Natalie, volviendo a poner el libro en las manos de Jeremias, que rápidamente lo había descartado devolviéndoselo a ella.


—Tal vez debería haberlas dicho en su momento y así no habría necesitado esto — replicó él, señalando el libro del que aún recelaba tanto como de su autor.


—¿Qué habrías hecho si yo no hubiera venido? ¿Y si yo no hubiera querido oír tus palabras? Él por lo menos se merece ser escuchado —manifestó Natalie, haciendo que Jeremias se sintiera un poco culpable por haber echado a Pedro del taller sin saber qué había ido a hacer el día que fue en busca de Paula.


—¿No dices que quieres saber siempre la verdad? ¡Pues afronta de una vez que ese hombre ama a tu hija! —dijo finalmente Natalie, saliéndose con la suya cuando Jeremias miró un tanto receloso la novela, pero esta vez sin apartarla de su lado.


—Si después de leerla te quedas tan convencido como yo de que Pedro la ama, deberías intentar que Paula la leyera, porque, sinceramente, creo que merecen ser tan felices como nosotros.


—Tan manipuladora como siempre... —contestó Jeremias, a la vez que la abrazaba una vez más y se despedía de ella con un beso y la promesa de muchos más.


Mientras, miraba el libro todavía indeciso sobre si debería leerlo o simplemente dejarlo de nuevo de lado en el estante de su despacho.


Después de que Jeremias se alejase de ella de vuelta a su trabajo, Natalie disfrutaba de su dichoso día de buena suerte y de la buena acción que había hecho al defender a Pedro, lo que sin duda le traería otras agradables noticias a su vida. O por lo menos eso decían algunos de los fanáticos defensores de las teorías del karma: que cada buena acción es recompensada con otra.


Natalie conducía un tanto distraída, pensando en la agradable noche que la esperaba junto a su atractivo mecánico, cuando en el fondo de su bolso comenzaron a sonar unos característicos chillidos de terror, que no significaba otra cosa más que Pedro Alfonso la estaba llamando, algo que nunca podía ser bueno.


Tal vez debería ignorarlo, pero como el contrato de su última novela aún no estaba firmado y ése era su día de suerte y buenas acciones, Natalie estacionó el coche y cogió el teléfono, decidida a enfrentarse a su irascible autor, que ahora que andaba decaído y que al fin ella tenía sus novelas en sus manos, no podría montar mucho revuelo en su vida. O eso era lo que Natalie creía antes de contestar al teléfono.


Atendió la llamada con una sonrisa, que se fue borrando de su rostro a medida que Pedro le iba relatando lo que estaba decidido a hacer para que Paula escuchara su confesión. En ese momento, Natalie comprendió que su día de buena suerte había finalizado y que lo del karma era una vil patraña que alguien se había inventado sin duda para reírse de crédulos incautos como ella.


Y no le quedó ninguna duda de que la paciencia de Pedro se había esfumado y no estaba dispuesto a ser ignorado para siempre.


—¡Pero tú estás loco! ¡Si haces eso te vas a arruinar, vas a acabar con tu carrera y, de paso, con la mía! —le gritó Natalie histérica a su maldito e insoportable escritor.


—Si no me ayudas, lo haré yo solo y será mucho peor... —amenazó él, dispuesto como siempre a salirse como la suya.


—¡No me jodas, Pedro! ¡Estaba teniendo un maravilloso día hasta que me has llamado!


—Sí, eso suele pasarle a la gente que habla conmigo —replicó el pelirrojo, antes de añadir—: ¿Y bien? ¿Me vas a ayudar o no?


¿Y qué hace una editora cuando su irracional, pero mejor autor, dice que se tira de cabeza al vacío con ella o sin ella? Pues simplemente tirarse detrás de él y, mientras cae, rezar para no darse de bruces contra el suelo.


—¿Has pensado seriamente en todas las consecuencias que esa acción va a traer consigo? —quiso asegurarse Natalie, intentando hacerlo entrar en razón.


—Sí, y voy a hacerlo. Ya es hora de que Paula me escuche y me dé una respuesta.


—Ahora ya sabes cómo se sentía ella.


—Sí y no pasa un día sin que me arrepienta de ello…


Y fueron estas últimas palabras las que finalmente convencieron a Natalie de que
no cambiaría de opinión. Así que se preparó una vez más para que su vida se convirtiera en un desastre, su trabajo pendiera de un hilo y el escándalo la persiguiera allá donde fuera. Pero antes de que todo eso ocurriera, decidió disfrutar de su caída y hacerlo de una manera tan elegante que nadie pudiera olvidarse de ello jamás.


—Creo que tengo el lugar perfecto para la aparición de Miss Dorothy —comentó, dando finalmente la conformidad para esa locura, mientras recordaba con una maliciosa sonrisa la impertinente entrevista de una atrevida presentadora. Sin duda, los sabios budistas se habían equivocado y lo que venía a decir el karma era «donde las dan las toman».





CAPITULO 95




¡¡Cien libros!!


Definitivamente, Pedro se había vuelto loco. 


Hacía dos semanas que había salido a la venta la nueva novela de Miss Dorothy y desde ese mismo día no habían dejado de llegar mensajeros a su taller con cajas llenas de decenas de ejemplares del maldito libro.


Paula se había negado rotundamente a comprarlo, ya que sólo quería olvidarse de Pedro, y aún menos leerlo, para evitar que cada una de sus palabras le recordaran a él. Pero a pesar de haber puesto distancia entre ellos y de que en su breve relación todo estuviera dicho, él insistía una y otra vez en que leyera su novela.


El motivo de esa insistencia era algo que ella no llegaba a comprender. Tal vez Pedro quisiera agradecerle su éxito, o quizá restregarle su talento. O puede que simplemente pretendiera disculparse por todo lo que le había hecho pasar. No obstante, Paula no se sentía con fuerzas para volver a leer ninguna de las palabras de su adorado autor sin volver a llorar como una idiota por lo que había perdido, así que se mantenía lejos de la novela o de cualquier comentario que la gente hiciera sobre ésta.


Después de recibir esa montaña de libros, cada uno con un mensaje en su interior que iban desde un dulce «Léeme, por favor» a un impertinente «¿Por qué no me has leído aún?», Paula decidió que lo mejor sería regalárselo a las mujeres que acudiesen a su taller a hacer alguna reparación.


La verdad es que su idea fue una buena publicidad y muchas mujeres acudieron rápidamente a poner a punto sus vehículos, sobre todo las que no habían podido conseguir un ejemplar de esa novela que se estaba convirtiendo en otro éxito para Miss Dorothy.


Su padre y Raúl la miraban de una manera extraña desde hacía algunos días y cada vez que ella recibía alguno de esos presentes del famoso escritor, se miraban entre sí como si le estuvieran ocultando algo.


Si el comportamiento de su sobreprotector padre hacia su adorado escritor era un tanto inaudito, ya que no dejaba de gruñir bastante molesto cada vez que oía el nombre de Miss Dorothy, el de Raúl era todavía más ridículo, especialmente cuando no dejaba de evitarla a todas horas como la peste, cuando habían sido fantásticos amigos desde siempre.


Mientras guardaba una vez más los engorrosos libros en el despacho de su padre, Paula cogió uno de ellos y, tras mirar el título, se sintió tentada de leerlo, pero luego decidió que recordar a Pedro aún era demasiado doloroso para ella, así que lo volvió a meter en la caja y les dio de nuevo la espalda a sus historias de amor.


Historias que él nunca estaría dispuesto a representar.


Y mientras salía del despacho de su padre, se secó algunas lágrimas un tanto apenada, preguntándose por qué el verdadero amor no era nunca como en las novelas.


Ojalá los hombres que hacían esos estúpidos gestos de amor existieran… pero aunque eso pasara, sin duda Pedro nunca sería uno de ellos.



CAPITULO 94




Cuando al fin conseguí expresar todo lo que sentía por Paula, el resultado fue un gran libro con nuestra historia de amor.


En él mostraba lo estúpido que había sido al no confesar antes mis sentimientos a pesar de estar enamorado de ella prácticamente desde el mismo instante en que la conocí. Narraba lo mal que me había portado con la única mujer que había conseguido conocer de verdad al extraño escritor que para muchos era Miss Dorothy. 


Relataba su atrevimiento al devolverme cada uno de mis maliciosos juegos con una atrevida respuesta, y describía cómo, poco a poco, fui sintiendo algo por ella. Algo a lo que neciamente me negué a darle un nombre sin darme cuenta de que en realidad ya lo tenía.


Nunca creí que un hombre como yo se enamorara y se me hacía difícil comprender que mi mundo sin ella era demasiado insulso y vacío, por lo que egoístamente quería tenerla de vuelta a mi lado. Había hecho todo lo posible para que Paula comprendiera cómo me sentía y lo idiota que había sido. Le había escrito una disculpa de más de trescientas páginas y esperaba sinceramente que, tras leerla, me perdonara.


El trabajo de escribirlo no fue tan arduo como el de convencer a mi editora de que lo publicara. Por suerte, el viejo método del chantaje nunca fallaba.


Natalie insistió en cambiar los nombres de los personajes, e incluso el seudónimo de Miss Dorothy, para que las personas que lo compraran no conocieran la verdadera identidad de esa noble viejecita que se había convertido en mi alter ego. Pero la verdad, a esas alturas me importaba muy poco que el mundo entero se enterara de mi engaño.


Como ella me presionó bastante con ese absurdo detalle, le sugerí que colocara mi libro en el género de ficción y que me dejara en paz. Me negaba a cambiar el nombre de ninguno de los personajes de mi historia, ya que no quería que Paula tuviera la menor duda de que la mujer a la que amaba siempre sería ella. Además, siendo realista: ¿quién creería que la bondadosa y anciana escritora Miss Dorothy fuera en realidad un pelirrojo de metro ochenta y siete con mucha mala leche? Sin duda, todos los aficionados a los libros románticos que seguían mis novelas pensarían que se trataba de otra ficticia historia de amor con unos personajes muy bien elaborados.


Me importaba muy poco vender cientos, miles o uno solo de esos dichosos libros.


Lo único que quería era que Paula me perdonara y volviera a mi lado. Y si para ello tenía que confesarle al mundo entero lo idiota que era, eso sólo sería un pequeño sacrificio con tal de tenerla nuevamente entre mis brazos. El lugar que, sin ninguna duda, nunca debería haber abandonado.


Faltaban unos días para que ese libro con mi confesión de amor saliera a la venta.


Los anuncios del evento estaban por toda la ciudad. Seguramente, Paula, como la ávida lectora que era de todas mis novelas, ya lo habría reservado. Pero yo estaba decidido a llevárselo en persona y, mientras ponía mi muestra de amor en sus manos, le diría esas palabras que de forma estúpida guardé para mí y me negué a revelar cuando ella tanto las necesitaba.


Tras obtener por parte de una editora un tanto reticente la dirección del taller en el que mi escritora novata trabajaba, me dirigí hacia allí directamente desde el aeropuerto de Nueva York, tras un interminable vuelo de ocho horas.


Tal vez llegaba un poco tarde para confesar mis sentimientos, ya que habían pasado casi cuatro meses desde que Paula se marchó de mi lado, pero pensé que sin las palabras adecuadas era inútil volver junto a ella. Durante todo ese tiempo en el que había estado perdido para el mundo, mi escondite no fue otro que la vieja casa de mis
padres y su destartalado desván, donde mis hermanas se habían encargado de que no me
distrajera de mi decisión de volver con Paula, regalándome algunas de sus amorosas collejas cuando no sabía cómo continuar con mi historia. Lo que me había ocurrido muy a menudo, ya que mi musa hacía mucho tiempo que se había alejado de mí, privándome de la poca inspiración que me quedaba.


Cada vez que me ofuscaba sin saber cómo expresar alguno de mis indecisos sentimientos, sólo tenía que dedicar unos segundos a mirar aquellas insultantes fotos que ella había dejado en mi ordenador, para recordar lo mucho que la amaba. De hecho, una de ellas la había impreso y la llevaba ahora mismo en el bolsillo de la chaqueta, junto a mi corazón, para recordarme que Paula siempre estaría allí.


Cuando por fin llegué a la dirección indicada, aparqué junto a la puerta, salí del coche y golpeé nerviosamente el bolsillo donde guardaba su foto, para darme ánimos, mientras con paso firme y mi próximo libro entre las manos, fui a su encuentro.


El taller era tan pequeño y grato como Paula me había descrito en más de una ocasión. Lo recorrí con una rápida mirada y, al no verla allí, me dispuse a preguntarle por su paradero a un hombre de unos cuarenta y tantos años que me miraba con el ceño fruncido. Con toda certeza se trataba de mi futuro suegro y por la furibunda mirada que me dirigía en esos momentos no tenía la menor duda de que Paula le había hablado de la turbulenta relación que habíamos tenido.


Tomé aire y me dispuse a enfrentarme a uno más de los obstáculos que últimamente parecían interponerse en mi camino, cuando yo sólo quería una cosa: recuperar a la mujer a la que amaba.


—Buenos días, estoy buscando a Paula Chaves —anuncié sin amilanarme ante aquel hombre que, a pesar de ser unos diez centímetros más bajo que yo, intentaba intimidarme.


—¿Y se puede saber quién la busca? —preguntó un joven mecánico de la edad de
Paula que salió de debajo de un coche, uniéndose al desalentador recibimiento del padre de ella, que parecía cada vez más enfadado conmigo, pese a que yo aún no había dicho nada ofensivo.


—¡Pero hombre! ¿No lo reconoces, Raúl? Éste no puede ser otro más que la famosa Miss Dorothy —contestó el padre de Paula intentando burlarse de mí.


Qué pena para él que mi carácter no fuera de los que se dejaran avasallar, aunque estuviera enamorado.


—Sí, señor, la bondadosa ancianita en persona… ¿quiere un autógrafo? —le contesté insolente, a lo que él respondió con un sonoro gruñido—. ¿Podría decirle a Paula que estoy aquí? Tengo algo importante que decirle —añadí mirando mi libro,cada vez más nervioso por el momento de volver a verla.


—Paula no está aquí y si estuviera, estoy seguro de que no querría volver a verte —intervino el impertinente joven, al que me estaban dando ganas de golpear con mi libro.


—¿Cuándo volverá? Necesito decirle algo.


—No creo que mi hija quiera volver a verlo. En estos momentos está intentando pasar página de una estúpida relación fallida con un arrogante escritor y lo último que necesita es volver a ver a ese hombre que, indudablemente, no le conviene.


—Me gustaría aclarar eso con Paula en persona y no a través de terceros — repliqué, cada vez más decidido a que nada más se interpusiera entre nosotros.


—Pues esto es lo que hay: ¡tú le has hecho daño a mi niña y yo no voy a permitir que te acerques a ella! —exclamó el obtuso hombre, decidido a darme una lección.


—Además, Paula está saliendo ahora conmigo —añadió el joven, algo que estaba seguro de que era una mentira, ya que Paula me había contado que su compañero de taller, con el que compartía muchas anécdotas, sólo era un gran amigo.


Pero por si acaso, y para dejarles muy claro a esos dos lo decidido que estaba a recuperarla, cogí al impertinente chaval por las solapas levantadas del cuello de su mono de mecánico y, empotrándolo con una sola mano contra el coche que tenía más cercano, le advertí:
—¡Espero por tu bien que eso sea mentira! —Luego coloqué mi libro violentamente contra su estómago y le ordené con voz amenazante—: ¡Dile a Paula que lea mi libro!


Sin esperar su reacción, me marché del taller antes de que ellos decidieran echarme. Y mientras iba hacia mi coche, pensé que probablemente necesitaría mandarle más de una copia de mi libro a Paula si quería que éste al final llegara a sus manos