miércoles, 16 de enero de 2019

CAPITULO 93




Mientras conducía su caro coche, dañado irremediablemente para nada, Natalie se preguntaba qué opinaría Jeremias de su confesión. Al final, nerviosa y ofuscada por sus
desplantes le había soltado todos sus sentimientos de golpe. Y sin esperar contestación, se había marchado enfadada, tanto con el arrogante individuo que no la quería en su taller como con ella misma, por haber sido tan bocazas y estropearlo todo.


Se suponía que su declaración tenía que ser tan dulce y romántica como la de esas novelas que leía, pero siendo realista, ella no era dulce. 


Además, un taller de coches tampoco era el escenario más romántico para pronunciar unas palabras de amor.


¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¿Por qué no salía nunca nada como en los libros?


Estaba a punto de perder su empleo; su galardonada e idolatrada escritora, una
ancianita a la que todos adoraban, era en realidad un irritante pelirrojo con un humor de
mil diablos y peor que un grano en el culo; y, para rizar el rizo, el hombre del que al fin
se había enamorado no era un rico y poderoso millonario, sino un simple mecánico con un pequeño taller, demasiado rencoroso como para aceptar una disculpa y mucho menos un «te quiero».


Resignada a que su vida fuera un desastre, Natalie puso rumbo a su trabajo, intentando decidir cuál sería la mejor forma de decirle a su jefe que, después de todo lo que había pasado, aún no tenía la dichosa novela de Miss Dorothy. O, por lo menos, no la tenía completa.


Se sintió tentada de inventarse el final para no tener que escuchar sus gritos, pero definitivamente, ella carecía del talento de Pedro para la escritura, así que desistió.


Tras estacionar su vehículo en su lugar habitual cerca de la editorial, se dispuso a entrar en el vestíbulo, cuando su móvil comenzó a sonar con un tono que nunca había oído. Natalie les ponía una melodía característica y diferente a cada uno de sus escritores, e intentó recordar a cuál de ellos le había asignado ese aterrador grito que no cesaba de sonar. Contestó rápidamente, antes de quedar más en ridículo ante todos los viandantes que la miraban un tanto molestos, pensando que estaba loca al atreverse a poner ese escandaloso tono de llamada.


—¿Diga? —contestó confusa, sin fijarse siquiera en que el número que estaba atendiendo era uno que había memorizado, muy a su pesar, de tanto haberlo usado.


—Hola, Natalie, soy yo, Miss Dorothy —replicó una varonil voz.


Ella estaba dispuesta a descargar todo su mal humor con ese malicioso autor, que, sin duda, era el culpable de todos sus males, cuando sus siguientes palabras la dejaron sin habla:
—Estoy enamorado de Paula —dijo decidido, aunque a la persona equivocada.


—Enhorabuena… pero ¿no deberías decírselo a ella?


—Eso es lo que quiero, pero para ello necesito tu ayuda. Sé que parece algo imposible, pero estoy convencido de que mi editora puede conseguir todo lo que se proponga. Tengo fe en ti.


Y cuando Pedro Alfonso comenzaba con los halagos, eso sólo podía significar una cosa: que un gran cúmulo de problemas se le venía encima.


—¿Y por qué supones que te voy a ayudar? —preguntó Natalie, regodeándose con la idea de que ese individuo que tanto la había hecho sufrir suplicara finalmente su ayuda.


— ¿No te has dado cuenta de que a mi última novela le falta algo? No sé… ¿tal vez el final de la historia? —preguntó Pedro deleitándose con su jugada.


—¡Eres un cabrón! —gritó Natalie, de nuevo molesta con el hombre que siempre conseguía sacar lo peor de ella.


—¿Lo dudabas? —se rio Pedro abiertamente.


—¿No se supone que los hombres cambian cuando se enamoran? —inquirió ella, ahora totalmente escéptica con el final de algunas de sus novelas.


—Y he cambiado: ahora soy más cabrón que antes —respondió él, terminando con sus dudas. Definitivamente, esos amorosos finales eran una gran mentira—. Te diré lo que quiero que hagas y para cuándo lo quiero y si cumples con ello, te entregaré el final de la novela.


Cuando Pedro le contó lo que tenía que hacer, a Natalie le pareció algo bastante extraño. Y se trataba de un gesto tan inusual en alguien como él, que supo que realmente Paula lo había cambiado. Pero cuando Pedro la avisó del tiempo de que disponía para llevar a cabo la tarea, Natalie soltó algún que otro original insulto a través de su móvil, consciente de que por unos momentos él la había engañado y que nunca cambiaría.


Por desgracia para Natalie, Pedro ya estaba habituado a todo su repertorio de maldiciones, así que simplemente se aburrió mientras le recordaba una de las peticiones que le había hecho ella como su editora a lo largo de los años.


—¿De qué te quejas? Al final he hecho lo que siempre me pedías: te he llamado.


Al escuchar esta frase y recordar lo mucho que le había rogado que mantuviera más contacto con su editorial, Natalie colgó el teléfono, rogando para que, definitivamente, Pedro Alfonso perdiera su maldito número de móvil para siempre.


Después de pensar en las cosas positivas que le habían pasado ese día, o sea, ninguna, la emprendedora editora tomó aire y se adentró en su edificio, dispuesta a hacer de puñetera hada madrina de ese escritor, mientras no cesaba de repetir el mantra que tantas veces la había ayudado a sobrellevar los peores días de su vida:
—¡Te odio, Miss Dorothy! ¡Te odio, Miss Dorothy! —repitió en voz baja una y otra vez entre dientes, tomando precauciones para que ninguna de las fervorosas fans de la escritora la oyera y ella acabara apaleada por la muchedumbre, que era lo único que le faltaba para terminar ese maravilloso día en el que no debería haberse levantado de la cama para ir en busca de algo llamado amor, de cuya existencia realmente dudaba



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