martes, 8 de enero de 2019

CAPITULO 69




Desde su lamentable primer encuentro con ese hombre, Natalie no podía más.


Llevaba dos días esquivando al persistente sujeto, pero Jeremias Chaves tenía una forma muy particular de hacerse notar: a cada instante que pasaba sin recibir una respuesta satisfactoria sobre el paradero de su hija o sobre la desconocida Miss Dorothy, su adorado coche sufría un nuevo percance.


Era desquiciante no saber cuánto subiría en esa ocasión la abultada factura del taller, y Natalie no podía sobrevivir sin algún tipo de vehículo con el que desplazarse para acudir a tiempo a sus múltiples reuniones. Por culpa de ese hombre ya había llegado tarde a la cita con un nuevo autor, y a punto estuvo de perder la oportunidad de firmar con otro. Por no hablar de una importante reunión con su intransigente jefe, a la que había llegado por los pelos.


Finalmente, por tercera vez en esa semana, su coche estaba reparado y esperándola en la puerta de la editorial. O eso al menos era lo que le había dicho el joven del taller que le había entregado las llaves a la hora del almuerzo.


Cuando Natalie concluyó su jornada laboral y se dispuso a dirigirse a su dulce hogar, se encontró de nuevo con la presencia del dichoso sujeto junto a su vehículo.


Con su fuerte físico y su atractivo porte podría parecer un sueño para cualquier mujer, pero para ella se estaba convirtiendo en una horrible pesadilla.


—Tenemos que hablar —dijo una vez más Jeremias Chaves, enseñándole una enorme llave inglesa que sólo podía significar que su coche de nuevo no funcionaba.


Natalie tomó aire, sonrió amigablemente y volvió a intentar que él creyera sus mentiras.


—Como ya le he explicado en varias ocasiones, señor Chaves, su hija está en un agradable viaje de negocios, ayudando a nuestra adorada Miss Dorothy, que en estos momentos está bastante enferma. Si ya ha contactado con Paula, sabrá que está en perfectas condiciones y que su preocupación es superflua.


—Sé que mi hija está bien, eso no es lo que me preocupa. Lo que me mantiene despierto por las noches es la varonil voz que me contestó cuando la llamé, diciéndome que él era Miss Dorothy —comentó Jeremias, cuestionando cada una de las falsas palabras de Natalie.


«¡Qué hijo de…!», maldijo mentalmente Natalie, pensando en aquel enervante autor, que, aunque estuviera a miles de kilómetros de distancia no dejaba de hacerle la vida imposible.


—Seguramente sería una estúpida broma de alguno de los ayudantes de Miss Dorothy.


—Sí, claro —replicó irónicamente Jeremias, sin dejar de exigir una respuesta que no fueran un montón de patrañas.


—Para su tranquilidad, voy a llamar a Miss Dorothy y haré que su ayudante se disculpe por lo ocurrido y que le explique la situación —propuso sonriente Natalie, decidida a amenazar a Miss Dorothy con clavarle sus caros tacones de aguja en cierta zona sensible si hacía falta, con tal de deshacerse del acoso de aquel sobreprotector padre que tanto mal les hacía tanto a ella como a su coche.


—Bien, hágalo —contestó serio y muy decidido Jeremias, cruzando los brazos frente a su pecho, a la vez que se acomodaba sobre la carrocería del lujoso deportivo, indicándole a Natalie que no se movería de allí hasta que hiciera esa llamada.


Ella marcó lentamente el número de teléfono de Pedro y esperó a que atendiera su llamada. Como era habitual, él se estaba tomando su tiempo en contestar y Natalie, mientras tanto, sonreía como una idiota, mirando al amenazante hombre que tenía delante y que alzaba impertinente una ceja, llegando a la temible conclusión de que todas sus sospechas eran ciertas.


Al fin, como siempre que solía llamar a ese número, el buzón de voz saltó, con un inquietante mensaje:
—Estoy de viaje, lo que sólo puede significar que voy en busca de sexo, alcohol y mujeres. Si quiero contactar contigo, ya lo haré cuando vuelva. Y si eres Natalie Wilson, no te molestes en dejar ningún mensaje, ya que no te llamaré.»


—¡Cabrón! —susurró ella entre dientes, esperando sinceramente que Jeremias no la hubiera oído.


—¿Y bien? —preguntó él impaciente.


—Por lo visto están de viaje por los alrededores, seguramente para conseguir un poco de la inspiración que tanta falta les hace a los escritores —mintió Natalie, rogando porque esta vez él la creyera y decidiera dejarla en paz de una vez.


—Señorita Wilson, a pesar de lo que usted y mi hija crean, no soy idiota. Sé que algo raro pasa con la identidad de esa famosa escritora. Tenga presente una cosa: seguiré viniendo todos los días hasta que decida contarme la verdad. Hoy tampoco le aconsejo que coja su coche. Creo que el motor podría recalentarse un poco a mitad de camino —finalizó pendenciero, mientras se alejaba en su coche de segunda mano, que funcionaba mucho mejor que el nuevo y lujoso deportivo de Natalie, dejando así a la editora a la espera de un taxi y de una nueva factura del taller, que últimamente se estaba forrando a su costa.


Como siguiera así, su mecánico podría montar una nueva franquicia que llevara su nombre y una dedicatoria para ella: «A la encantadora pero poco afortunada conductora, que mejor haría en sacarse un abono para el bus».


Cuando Natalie subió al taxi, algo cansada, saludó amablemente al conductor, que era el mismo que la había recogido los dos últimos días y al que, para su desgracia, le encantaba hablar de los maravillosos libros de su autora preferida, que, por supuesto y como no podía ser de otro modo, era la persona que más detestaba Natalie.


—¡Jodida Miss Dorothy! —murmuró en voz baja, deseando una vez más no haber conocido jamás a Pedro Alfonso.



CAPITULO 68




A la mañana siguiente, Paula se levantó temprano para terminar de ultimar el viaje que, según el programa de Pablo, debería comenzar en una semana. Ella se había hecho cargo de supervisar cuánto tiempo estarían en cada ciudad, de organizar las breves pausas para las comidas y también de elegir la ruta más corta y fácil posible para llegar a cada destino.


Pero cuando intentó ocuparse de las reservas en hoteles o pensiones donde pasar las noches, Pedro le aseguró que él se encargaría de todo. Algo que, de hecho, no la tranquilizó en absoluto, pues, conociéndolo como lo conocía ya, seguramente acabarían durmiendo en algún sitio extraño, acompañados de los amigos, aún más extraños, de ese hombre.


Pero como Paula no pagaría nada, no podía protestar, así que simplemente cruzó los dedos para que los conocidos de Pedro no fueran unos bichos raros y poder así dormir plácidamente en algún lugar adecuado a lo largo del intenso viaje, que duraría unos cuatro días.


Cuando concluyó con los datos que Pablo le enviaba a su móvil, seguramente resuelto a no cruzar palabra alguna con Pedro por si de repente éste decidía cambiar de opinión respecto a esa gira, decidió que ya era hora de despertar a aquellos dos personajes que la noche anterior se habían apropiado de la confortable cama que ella, tan orgullosa, había ganado con alguna que otra sutil trampa.


La sorprendió mucho la imagen que se encontró cuando abrió la puerta de la habitación. No pudo resistir la tentación de hacer una foto de tan conmovedora escena, para luego restregársela por las narices a sus protagonistas, mientras se burlaba de sus dos hombres favoritos: el actor playboy y el escritor amargado.


«¡Vaya mierda de gusto tengo para los hombres!», pensó resignada, al tiempo que dirigía su móvil hacia los dos y murmuraba irónicamente «Sonreíd», cuando sabía que en el profundo estado de somnolencia en el que se hallaban ambos bellos durmientes, ninguno podría hacerlo.


—¡Esto va directo a mi salvapantallas! —anunció alegremente, sin poder dejar de mirar a aquellos dos enormes y viriles especímenes masculinos, abrazados como dos quinceañeras tras una fiesta de pijamas.


Comenzó a alejarse con la idea de guardar su móvil, pero de repente recordó las maliciosas jugarretas que Raúl y ella se habían gastado desde siempre, cuando alguno de los dos se quedaba dormido en el taller. Y tras rememorar cada una de las humillaciones que había sufrido a manos de Pedro, decidió que eso era lo menos que se merecía, por tratarla de esa manera.


Paula corrió hacia su maleta, que se hallaba en un rincón de la estancia, y rebuscó silenciosamente hasta hallar la herramienta de su venganza. ¡Oh, cuánto se iba a divertir cuando ellos se despertaran!


En el momento en que finalizó su pequeña obra de arte, no pudo evitar hacer una foto para la posteridad.


—¡Oh, ésta es perfecta para fondo de pantalla de mi ordenador! —comentó maliciosamente, al tiempo que se alejaba hacia la cocina para disfrutar de un magnífico desayuno.


Mientras caminaba tan tranquila por el pasillo, oyó unos sorprendidos gritos y alguna que otra maldición, que le indicaron que los dos hombres finalmente habían descubierto lo artística que podía ser a aquellas horas de la mañana. Sobre todo cuando dos imbéciles interrumpían su sueño durante la noche anterior.


En el momento en que se sentó frente a su desayuno y empezó a disfrutarlo con una malvada sonrisa en la cara, sin poder dejar de jugar con un rotulador negro, oyó que Pedro y Esteban discutían sobre quién entraría antes en el baño. Finalmente, como los inseparables amigos que eran, entraron juntos, y Paula se preguntó cuánto tardarían en darse cuenta de que el rotulador que había utilizado era indeleble. Y que la barba de chivo que les había dibujado, junto con los círculos negros que les rodeaban los ojos, tardarían un par de días en desaparecer.


Por los gritos indignados y furiosos que oyó, dedujo que no habían tardado mucho en darse cuenta de ello. Ahora sólo faltaba que aprendieran la lección y que ninguno de ellos volviera a robarle la cama a una adorable y dulce chica como ella.




CAPITULO 67




Paula disfrutaba de su merecido descanso en la amplia cama, cuando unos gritos de borracho la despertaron. Desde que Pedro había decidido tomarse el día libre, no había vuelto a verlos ni a él ni a su amigo. Sospechando que ponerse al día de sus asuntos les llevaría toda la noche, Paula había tomado de nuevo posesión de la cama y se entregó a un plácido sueño en el que todos sus deseos se cumplían, hasta que aquellos dos ineptos decidieron devolverla bruscamente a la realidad.


Intentó acallar sus voces, como toda persona racional hacía cuando tenía unos molestos vecinos y no quería abandonar su cálida cama: se acurrucó entre las sábanas y se tapó la cabeza con la almohada, y luego, al ver que eso no le servía para nada, hizo lo que toda chica de Brooklyn haría a las tres de la madrugada en aquella situación: ir a buscar a sus escandalosos compañeros para hacerles entender con alguna que otra patada en el culo que esas horas eran para dormir.


Guiándose por los patéticos gritos, llegó hasta el estudio, donde los encontró sentados en la alfombra y comiendo palomitas acompañadas por algún fuerte licor de las Highlands, una nefasta combinación, sin duda, mientras veían Sonríe, mi amor.


En esa última película que Esteban había protagonizado, el actor representaba a un fotógrafo que se enamoraba de una de sus ayudantes, en vez de hacerlo de una de las modelos a las que fotografiaba. Se trataba de una divertida y enternecedora comedia romántica, que perdía todo su encanto cuando dos estúpidos le gritaban advertencias al
protagonista a la vez que le arrojaban palomitas.


—¡No la creas! ¡Es todo mentira! ¡Sólo va contigo por tu dinero! —advertía Esteban, con animados gritos, a su otro yo de la pantalla.


—¡Escapa! ¡Huye ahora que aún estás a tiempo, antes de que se convierta en una bruja amargada! —añadía Pedro, acompañando las delirantes palabras de su amigo.


Paula carraspeó, intentando que le prestaran atención. Finalmente, harta de sus gritos, ella también alzó su voz a ver si así aquellos dos energúmenos la escuchaban.


—¿Se puede saber qué demonios estáis haciendo a las tres de la madrugada?


—¡Joder, la bruja! —dijo Pedro, percatándose al fin de su presencia y haciendo que su amigo riera estruendosamente ante sus payasadas.


—¡Os vais a ir ahora mismo a dormir si no queréis que os patee el trasero! — ordenó Paula. Y se quedó sorprendida ante su rápida obediencia, ya que apagaron el televisor y se levantaron del suelo.


Después de eso, Paula pensó que estaban demasiado borrachos para su bien, cuando los vio jugar a piedra, papel y tijeras algo tambaleantes, negándose en redondo a moverse del sitio hasta que uno de ellos hubiera ganado el juego, al mejor de tres...


—¿Qué diablos estáis haciendo ahora? —preguntó Paula, demasiado confusa y adormilada como para tener paciencia con ellos.


—Decidir quién comparte la cama contigo esta noche —contestaron los dos, inmersos en el juego y sin prestar atención a su encendido humor, que iba caldeándose con cada palabra que salía de la boca de ellos.


—¡Ninguno! —gritó Paula indignada, empujándolos hacia la habitación que compartirían, ya que si los volvía a dejar a sus anchas nadie dormiría esa noche.


—¡Pero yo quería compartir la cama contigo! —se quejó Pedro como un niño mimado.


—Eso no volverá a pasar nunca —declaró Paula, cerrando la puerta en las narices del tentador pelirrojo, totalmente decidida a cumplir su palabra. Luego se marchó hacia el sofá, donde al fin podría hacer sin interrupción lo que tanto deseaba en esos momentos: dormir a pierna suelta y disfrutar de un maravilloso sueño donde nadie la molestara.