domingo, 13 de enero de 2019

CAPITULO 86




—¡Quiero que traigas a mi hija de vuelta en este mismo instante! —dijo airadamente Jeremias, en cuanto Natalie abrió la puerta de su apartamento.


—Hola a ti también, Jeremiaa —contestó la editora, molesta con las exigencias de ese hombre que no le había llamado una sola vez en los últimos días. Aunque después de todo lo que ella le había hecho, era algo totalmente razonable—. En estos momentos estoy demasiado ocupada como para atender tus quejas, así que si quieres reclamarme algo tendrás que esperar —replicó, dejándolo entrar en su hogar, para luego despreocuparse de él, pues aún le quedaba mucho por hacer antes de emprender su viaje.


—¡Mi hija se ha enamorado de ese sujeto! —declaró Jeremias, siguiendo a Natalie por todo el apartamento con cada una de sus quejas.


—Siento decirte que tu hija se había enamorado de ese hombre mucho antes de conocerlo. ¿O acaso no veías la fascinación que sentía por Miss Dorothy?


—¡Se suponía que Miss Dorothy era una anciana! —replicó Jeremias, señalándole una de las mayores mentiras que formaban parte de su vida.


—Sí y también se supone que mi peluquera era rubia natural… ¡A ver cuándo te enteras de que la vida está llena de pequeñas mentiras, Jeremias Chaves! —contestó Natalie con fastidio, intentando hacer que en su maleta entraran más prendas de las aconsejables para un equipaje de mano.


—No me gustan las mentiras.


—Y a mí no me gusta engañar a la gente, pero es algo que en ocasiones tengo que hacer para conservar mi trabajo.


—¿Y no te parece demasiado pesado estar mintiendo siempre a todo el mundo? — quiso saber Jeremias, intentando comprender a aquella mujer por la que sentía algo más de lo que sería sensato.


—Sí, pero así es mi trabajo: pesado, agobiante y a veces algo desquiciante. Pero adoro hacer lo que me gusta. De todas las mentiras que he dicho, sólo lamento las que te dije a ti, porque tú no te lo mereces, Jeremias. Y en cuanto a lo de traer a tu hija de vuelta, ¿qué narices crees que estoy haciendo en estos momentos, sino preparándome para ir a ese recóndito lugar de Escocia a buscarla?


—¿Crees que Paula estará bien? —se preocupó él, sin saber si el primer hombre que significaba tanto para su hija estaría dispuesto a hacerla feliz o, por el contrario, le rompería el corazón.
Natalie dejó su exasperante maleta y miró los desolados ojos de aquel hombre que se sentía impotente al estar tan lejos de su querida hija.


—Sé que Paula es una mujer muy fuerte. De hecho, ha sido la única persona capaz de hacer que Pedro Alfonso le preste atención. También sé que es una luchadora y que si está enamorada intentará salvar el amor que siente por él hasta el final.


—¿Y si ese hombre no la ama? —preguntó Jeremias, más preocupado que nunca por el corazón de su pequeña.


—Pues hará lo que cualquier mujer hace ante una relación fallida: abrirá los ojos a la verdad e intentará olvidar a quien no la quiere —respondió Natalie, refiriéndose con sus sabias palabra tanto a Paula como a ella misma.


—¿Y lo conseguirá? —preguntó Jeremias, intuyendo que esas palabras también se referían a él.


Mientras Natalie pasaba a su lado en busca de algo más para la maleta, él la retuvo por un brazo para que ella finalmente le hiciera frente y contestara a esa pregunta que aún flotaba entre los dos.


—El tiempo todo lo cura... —contestó la editora, apartándolo de su vida tan ligeramente como él había hecho con ella.


Jeremias se marchó al fin un poco más tranquilo, sabiendo que Natalie haría todo lo posible por traer de vuelta a su pequeña. Y mientras caminaba hacia el exterior de aquel lujoso edificio, no pudo evitar esbozar una estúpida sonrisa al recordar que Natalie todavía no había aprendido a mentirle a él, y sin duda, todavía no había conseguido olvidarlo, como él tampoco podía borrar de su mente la noche en que la tuvo entre sus brazos. Una noche en la que, por una vez, de los labios de ella no salió ni una sola mentira.




CAPITULO 85




En los días que siguieron a esa maravillosa noche en la que los dos mostraron con sus cuerpos sus más profundas emociones, Paula y Pedro llegaron a un acuerdo tácito de que nada se interpondría entre ellos. No hablaban de un mañana que no sabían si tendrían; no se exigían más que aquellos simples momentos, y las novelas sin terminar, las molestas editoras, los sobreprotectores padres o los cotillas amigos fueron apartados a un lado, en busca de esos felices instantes en los que nada podía separarlos.


Pasaban el día hablando de sus vidas, comentando divertidas anécdotas de sus familias o alegres momentos pasados en compañía de sus amigos. Por la mañana se distraían haciendo juntos cosas tan simples como cocinar, y por la tarde Pedro se sentaba junto al fuego y ayudaba a Paula con su manuscrito, mostrándole con su habitual tacto todos sus fallos, algo que entre dos irascibles autores siempre acababa en una acalorada discusión que finalmente los llevaba a caer de nuevo el uno en brazos del otro, compartiendo esa pasión que siempre embargaba sus cuerpos en cuanto se tocaban.


Al final de la segunda semana, esa paz, que tanto les había costado lograr, se rompió cuando una impertinente visita los devolvió a la realidad. 


Por la mañana, demasiado temprano para el gusto de la pareja que aún retozaba en la cama, alguien llamó a la puerta de la aislada casa.


Como muy pocos tenían la dirección de ese lugar y Pedro estaba seguro de que debía de ser uno de sus molestos amigos, se dispuso a dejarlo en la puerta durante un par de horas, para disfrutar un rato más del placer del delicioso cuerpo que tenía a su lado. Pero fue bruscamente informado por su amante de que debía recibir de inmediato a su visita.


Para que le quedara más claro que iba en serio, Paula se tapó con las sábanas y lo echó de la cama con alguna que otra molesta patadita, que, aunque nunca le harían daño a un tipo tan grande como él, sí eran un tanto cargantes.


A fin de que la visita no tuviera dudas de que en esos momentos no era bienvenida en la casa, Pedro decidió ir desnudo a recibirla. A pesar de lo mucho que Paula le insistió en que se tapara, él la ignoró y finalmente salió a abrir la puerta como le dio la gana.


Dejó a Paula en su cálida cama, mientras ella se debatía entre un repentino enfado por el comportamiento de Pedro y la risa al imaginar la sorpresa que se llevaría la visita al ver a Miss Dorothy en todo su esplendor.


Finalmente, el molesto invitado no era otro que el inoportuno Luis, que acostumbrado a las excentricidades de Pedro, apenas alzó una ceja al verlo desnudo, mientras le tendía un sobre y le preguntaba:
—¿Demasiado ocupado para atender a las visitas?


La respuesta del irascible escritor fue un simple gruñido y cerrarle la puerta bruscamente en las narices, algo que Luis no se tomó demasiado mal al parecer, ya que desde fuera, Pedro solamente oyó unas estruendosas carcajadas antes de que su amigo decidiera que en esos momentos su presencia lo molestaba demasiado.


Abrió con curiosidad el enorme sobre que tenía entre las manos y en su rostro apareció una irónica sonrisa cuando se dio cuenta de que, una vez más, Paula le había devuelto una de las fastidiosas jugarretas que él le había hecho durante el viaje.


Una jugarreta que, por lo visto y según lo que tenía en sus manos, había costado más de
lo que debía.


Pedro guardó las multas en el sobre y fue en busca de su maliciosa malhechora, a la que halló acurrucada tiernamente en la cama. Pero después de lo que acababa de ver, no dudó de que la dulzura de su apariencia era una gran mentira. Así que, dispuesto a darle una lección, se la cargó al hombro junto con las sábanas que la cubrían y la llevó al estudio para mostrarle que los maliciosos chicos ingleses con sangre escocesa también sabían hacer de las suyas.


Entre grititos de protesta de ella, Pedro abrió la puerta con una sola mano, mientras con la otra reprendía suavemente su impertinente trasero, la llevó hacia su escritorio y se sentó en la gran silla, con Paula encima. A continuación, encendió su ordenador y, mientras, fue depositando sobre el regazo de Paula cada una de las fotos que le habían hecho los radares de control de tráfico.


—He de admitir que en ésta sales muy mona... —dijo, observando con detenimiento la foto en la que Paula dirigía un guiño seductor a la cámara del radar, mientras enseñaba un hombro desnudo—. Pero si crees que me escandalizaré por algo como esto, es que aún no me conoces —añadió, abriendo uno de los archivos de su ordenador—. Créeme, cariño, yo soy peor que tú —añadió, mostrándole las escandalosas fotos que guardaba en su ordenador.


Mientras Paula observaba, anonadada, las barbaridades que aquel hombre era capaz de hacer al volante, Pedro simplemente contemplaba su reacción con una satisfecha sonrisa.


En la primera de las fotografías que las cámaras de tráfico le habían hecho, se veía a un Pedro Alfonsó mucho más joven, conduciendo un caro deportivo. Sin duda, en aquellos momentos estaba disfrutando de lo inmensamente rico que lo hizo la saga de libros de Miss Dorothy. Pero si lo más escandaloso de esa foto fuera el llamativo coche o la enorme jarra de cerveza, llena, que aparecía en una de las manos de Pedro, tal vez Paula no se habría asombrado tanto. Pero cuando observó que la cabeza de una muñeca hinchable descansaba en su regazo, mientras el resto del cuerpo sobresalía por la ventana con las piernas hacia arriba, lo miró desconcertada sin saber en verdad qué pensar de él.


—Ahí todavía era muy joven. Creo que ésa fue mi fase rebelde —explicó Pedropasando a la siguiente foto, que no era mucho mejor que la anterior.


En esa nueva imagen se podía ver a unos cuantos amigos en una destartalada furgoneta. En la cabina, en la que sólo cabían dos pasajeros, había un hombre que parecía Esteban, disfrazado de mago, y a su lado otro hombre de pequeña estatura, disfrazado de enano. En la parte trasera de la camioneta, un lugar indudablemente habilitado sólo para la carga y no para transportar personas a pesar de estar descubierto, se veía a Pedro de pie junto a otro individuo que tocaba la gaita. El pelirrojo lucía todo un elaborado atuendo escocés, mientras agitaba una gran espada claymore, al parecer pronunciando algún estúpido grito de guerra, ya que tenía la cara pintada para la batalla y un gesto feroz.


—Esto fue para un concurso de disfraces. Quedamos segundos. Algo injusto, la verdad —bromeó Pedro, pasando a la siguiente imagen.


En ella se podía ver la misma destartalada furgoneta que en la foto anterior.


Esteban y Pedro en la cabina, con unas enormes cervezas, vestidos con alguna que
otra prenda verde. Podía haber sido la foto menos escandalosa de todas de no ser
porque su amigo de reducida estatura iba disfrazado de duende y amarrado al techo del
coche. Por fuera.


—Creo que en ésta hubo un desacuerdo entre nosotros que ahora mismo no recuerdo. Sin duda por culpa de toda la cerveza que engullimos ese día de San Patricio. ¿Quieres ver alguna más? —propuso atrevido, mostrándole lo malicioso que podía llegar a ser en algunas ocasiones, algo que Paula ya sabía desde el momento en que lo conoció.


—No —contestó ella, con una pícara sonrisa, mientras se levantaba de su regazo y se acomodaba la sábana que cubría su desnudez—. Yo me vuelvo a la cama. Y sólo tengo una cosa que decirte —le dijo atrevida, moviendo las caderas sensualmente hacia la salida—. Que prometiste pagar todos los gastos del viaje y las multas son uno de ellos —concluyó, señalando el sobre que Pedro tenía entre las manos.


Después de estas palabras, se fue de la estancia y Pedro, con una estúpida sonrisa, pensó que aquél era uno de los gastos que no le importaría pagar. Después de todo, gracias a ese viaje Paula había acabado al fin en el lugar en el que siempre debería estar: su cama. Un sitio al que se disponía a volver en esos momentos para disfrutar placenteramente de todo el tiempo del que aún disponían



CAPITULO 84




Cuando por fin llegamos a casa, noté a Paula diferente. Más distraída de lo normal, apenas me reprendió por la bolsa de lona que me negué a tirar y no insistió tanto como antes en que trabajara en mi novela. Era como si ya no le importara ese libro y sólo quisiera pasar algún tiempo conmigo.


Hice cosas que nunca antes había hecho por una mujer, como cocinar para ella, deseando que probara mi comida en vez de que se atragantara con ésta, como solía hacer con mis hermanas. O ver una estúpida película de esas que me producen somnolencia. Nos acurrucamos en el estrecho sofá y, antes de que la melosa pareja volviera a unirse tras la típica pelea de rigor que siempre tienen lugar en ese tipo de películas, fue Paula la que finalmente cayó en un plácido sueño. Entonces la cogí en
brazos y la llevé a la cama, donde la dejé con cuidado y me dispuse a cambiar sus incómodas ropas por un pijama.


Por una vez no quise jugar con ella, aunque su cuerpo, aun en la inconsciencia del sueño, me tentaba. Pero en esos momentos sólo quería que descansara del ajetreado viaje que habíamos hecho a lo largo de aquellos interminables cuatro días, unos momentos que nunca olvidaría, porque había disfrutado junto a ella cada uno de ellos, guardándolos como preciados recuerdos para cuando Paula ya no estuviera a mi lado.


Ya había comenzado a desabrocharle los pequeños botones del jersey, cuando ella abrió los ojos. Esperé, preparándome para recibir alguna de sus reprimendas por intentar aprovecharme de ella mientras estaba dormida, pero Paula simplemente me miró como si lo único que necesitara en esos instantes fuera a mí, y me atrajo hacia ella, exigiéndome con sus labios un beso que yo nunca le negaría.


Nuestras bocas se unieron con ternura, deleitándonos cada uno con el sabor del otro, pero también con desesperación, como si ambos supiéramos que el tiempo de estar juntos se nos acababa. Cogí sus cabellos entre mis manos y jugué con su perturbadora lengua, que me exigía que le demostrara la pasión que siempre había entre nosotros.


Ella me despojó del jersey, arrojándolo despreocupadamente a un lado, y yo le bajé el sujetador, sin molestarme siquiera en quitárselo, para admirar aquellos pequeños senos que tanto me fascinaban. Los devoré, excitando sus erectos pezones. Y regocijándome con cada uno de los gemidos de placer que salían de su boca, continúe con mi asalto a su deseable cuerpo.


Las delicadas manos que me acariciaban me distraían demasiado, así que, bajándole un poco el jersey, se las retuve a los costados, haciéndole imposible acariciarme. Protestó, pero sus quejas cesaron cuando mis labios comenzaron a descender por ella y la despojé del resto de su ropa, dejando un reguero de besos en cada parte de su piel que dejaba expuesta.


Le quité los vaqueros con rapidez, y mis delicados y ardientes besos recorrieron sus piernas, haciendo que Paula se estremeciera ante el placer de mis caricias. La ropa interior me llevó más tiempo, ya que me entretuve acariciándola lentamente por encima del delicado tanga, hasta notar la humedad que revelaba su necesidad. Luego, con la punta de los dedos, le acaricié el clítoris, incitándola al deseo. Y finalmente, cuando usé la lengua por encima de la escueta prenda que la cubría, ella se removió exigiéndome más de ese placer que tanto añoraba.


No le quité la ropa interior, sino que la eché a un lado mientras mi lengua se deleitaba dándole lo que tanto necesitaba en esos instantes. Sus caderas reclamaron mis labios y sus manos se movieron inquietas a ambos lados de su cuerpo por el deseo de tocarme, pero yo no se lo permitiría, porque siempre que estaba junto a ella sentía demasiado y no hubiera aguantado mucho antes de dejarme ir.


Subí una mano despacio por su suave piel hacia sus senos y jugueteé con ellos, dedicando leves caricias y sensuales pellizcos a sus henchidos pezones. Me deleité con cada uno de sus gemidos y quise que llegara al éxtasis una vez más entre mis brazos, que gritara de nuevo mi nombre, como siempre hacía cuando el placer la embargaba, y que no olvidara que yo era el único que podía hacerla sentir así.


Metí un dedo en su interior sin que mi lengua dejara de acariciar la parte más sensible de su cuerpo. Ella gimió y dijo mi nombre, reclamando que la dejara llegar a la cumbre del éxtasis. Pero mi egoísta persona no la dejó ir todavía y sólo cuando ella rogaba entre mis brazos que cesara esa tortura, me desprendí de mi ropa y, penetrándola de una profunda embestida, la dejé al fin llegar a la cima del placer mientras gritaba mi nombre, que, con mis caricias, yo estaba grabando poco a poco en su piel. Quería
hacerla mía de todas las maneras posibles, para que nunca pudiera olvidarme, porque sentía que entre nosotros todo estaba a punto de terminar.


Alzando sus piernas tras mi espalda, marqué un ritmo en mis acometidas que nos satisficiera a ambos, y cuando Paula comenzó a disfrutar de nuevo del placer del orgasmo, yo la acompañé gritando su nombre, que nunca olvidaría, porque ella era la única mujer que me había amado.


Al terminar me derrumbé exhausto sobre ella y sonreí al darme cuenta de que al fin habíamos utilizado la cama. Paula se quejó, porque sus brazos aún seguían atrapados a los lados de su cuerpo y eso sólo sirvió para que yo esbozara una ladina sonrisa, pensando que tenía toda la noche para demostrarle que no era un error amarme, aunque yo no fuera de los que se enamoran.


Tras quitarle el jersey que retenía sus brazos y besar una vez más sus labios, Paula me dejó helado al coger mi rostro entre sus manos para evitar que yo huyera de sus sentimientos y me confesó las palabras que yo siempre le había advertido que nunca debía decirle a un hombre tan egoísta como yo:
—Te quiero —declaró, y sin esperar una respuesta que yo nunca le daría, acalló mis labios con un beso.


Yo me perdí nuevamente en el deseo que dominaba nuestros cuerpos y le mostré con mis caricias que nunca querría separarme de ella. Sus palabras quedaron grabadas en mi alma, haciendo que me cuestionara qué era lo que sentía por aquella mujer de la que no podía alejarme.


Tal vez algún tiempo a su lado me daría al fin la respuesta que tanto necesitaba para saber si lo que había entre nosotros era ese confuso sentimiento que algunos llamaban amor. Pero ¿cuánto tiempo juntos nos depararía el destino? 


Eso era algo que nadie podía saber, aunque mientras la abrazaba con fuerza entre mis brazos después de que nuestros cuerpos quedaran saciados, comencé a sentir que ese poco tiempo que nos quedaba se estaba escapando lentamente sin que yo pudiera hacer nada para remediarlo.