domingo, 13 de enero de 2019
CAPITULO 85
En los días que siguieron a esa maravillosa noche en la que los dos mostraron con sus cuerpos sus más profundas emociones, Paula y Pedro llegaron a un acuerdo tácito de que nada se interpondría entre ellos. No hablaban de un mañana que no sabían si tendrían; no se exigían más que aquellos simples momentos, y las novelas sin terminar, las molestas editoras, los sobreprotectores padres o los cotillas amigos fueron apartados a un lado, en busca de esos felices instantes en los que nada podía separarlos.
Pasaban el día hablando de sus vidas, comentando divertidas anécdotas de sus familias o alegres momentos pasados en compañía de sus amigos. Por la mañana se distraían haciendo juntos cosas tan simples como cocinar, y por la tarde Pedro se sentaba junto al fuego y ayudaba a Paula con su manuscrito, mostrándole con su habitual tacto todos sus fallos, algo que entre dos irascibles autores siempre acababa en una acalorada discusión que finalmente los llevaba a caer de nuevo el uno en brazos del otro, compartiendo esa pasión que siempre embargaba sus cuerpos en cuanto se tocaban.
Al final de la segunda semana, esa paz, que tanto les había costado lograr, se rompió cuando una impertinente visita los devolvió a la realidad.
Por la mañana, demasiado temprano para el gusto de la pareja que aún retozaba en la cama, alguien llamó a la puerta de la aislada casa.
Como muy pocos tenían la dirección de ese lugar y Pedro estaba seguro de que debía de ser uno de sus molestos amigos, se dispuso a dejarlo en la puerta durante un par de horas, para disfrutar un rato más del placer del delicioso cuerpo que tenía a su lado. Pero fue bruscamente informado por su amante de que debía recibir de inmediato a su visita.
Para que le quedara más claro que iba en serio, Paula se tapó con las sábanas y lo echó de la cama con alguna que otra molesta patadita, que, aunque nunca le harían daño a un tipo tan grande como él, sí eran un tanto cargantes.
A fin de que la visita no tuviera dudas de que en esos momentos no era bienvenida en la casa, Pedro decidió ir desnudo a recibirla. A pesar de lo mucho que Paula le insistió en que se tapara, él la ignoró y finalmente salió a abrir la puerta como le dio la gana.
Dejó a Paula en su cálida cama, mientras ella se debatía entre un repentino enfado por el comportamiento de Pedro y la risa al imaginar la sorpresa que se llevaría la visita al ver a Miss Dorothy en todo su esplendor.
Finalmente, el molesto invitado no era otro que el inoportuno Luis, que acostumbrado a las excentricidades de Pedro, apenas alzó una ceja al verlo desnudo, mientras le tendía un sobre y le preguntaba:
—¿Demasiado ocupado para atender a las visitas?
La respuesta del irascible escritor fue un simple gruñido y cerrarle la puerta bruscamente en las narices, algo que Luis no se tomó demasiado mal al parecer, ya que desde fuera, Pedro solamente oyó unas estruendosas carcajadas antes de que su amigo decidiera que en esos momentos su presencia lo molestaba demasiado.
Abrió con curiosidad el enorme sobre que tenía entre las manos y en su rostro apareció una irónica sonrisa cuando se dio cuenta de que, una vez más, Paula le había devuelto una de las fastidiosas jugarretas que él le había hecho durante el viaje.
Una jugarreta que, por lo visto y según lo que tenía en sus manos, había costado más de
lo que debía.
Pedro guardó las multas en el sobre y fue en busca de su maliciosa malhechora, a la que halló acurrucada tiernamente en la cama. Pero después de lo que acababa de ver, no dudó de que la dulzura de su apariencia era una gran mentira. Así que, dispuesto a darle una lección, se la cargó al hombro junto con las sábanas que la cubrían y la llevó al estudio para mostrarle que los maliciosos chicos ingleses con sangre escocesa también sabían hacer de las suyas.
Entre grititos de protesta de ella, Pedro abrió la puerta con una sola mano, mientras con la otra reprendía suavemente su impertinente trasero, la llevó hacia su escritorio y se sentó en la gran silla, con Paula encima. A continuación, encendió su ordenador y, mientras, fue depositando sobre el regazo de Paula cada una de las fotos que le habían hecho los radares de control de tráfico.
—He de admitir que en ésta sales muy mona... —dijo, observando con detenimiento la foto en la que Paula dirigía un guiño seductor a la cámara del radar, mientras enseñaba un hombro desnudo—. Pero si crees que me escandalizaré por algo como esto, es que aún no me conoces —añadió, abriendo uno de los archivos de su ordenador—. Créeme, cariño, yo soy peor que tú —añadió, mostrándole las escandalosas fotos que guardaba en su ordenador.
Mientras Paula observaba, anonadada, las barbaridades que aquel hombre era capaz de hacer al volante, Pedro simplemente contemplaba su reacción con una satisfecha sonrisa.
En la primera de las fotografías que las cámaras de tráfico le habían hecho, se veía a un Pedro Alfonsó mucho más joven, conduciendo un caro deportivo. Sin duda, en aquellos momentos estaba disfrutando de lo inmensamente rico que lo hizo la saga de libros de Miss Dorothy. Pero si lo más escandaloso de esa foto fuera el llamativo coche o la enorme jarra de cerveza, llena, que aparecía en una de las manos de Pedro, tal vez Paula no se habría asombrado tanto. Pero cuando observó que la cabeza de una muñeca hinchable descansaba en su regazo, mientras el resto del cuerpo sobresalía por la ventana con las piernas hacia arriba, lo miró desconcertada sin saber en verdad qué pensar de él.
—Ahí todavía era muy joven. Creo que ésa fue mi fase rebelde —explicó Pedro, pasando a la siguiente foto, que no era mucho mejor que la anterior.
En esa nueva imagen se podía ver a unos cuantos amigos en una destartalada furgoneta. En la cabina, en la que sólo cabían dos pasajeros, había un hombre que parecía Esteban, disfrazado de mago, y a su lado otro hombre de pequeña estatura, disfrazado de enano. En la parte trasera de la camioneta, un lugar indudablemente habilitado sólo para la carga y no para transportar personas a pesar de estar descubierto, se veía a Pedro de pie junto a otro individuo que tocaba la gaita. El pelirrojo lucía todo un elaborado atuendo escocés, mientras agitaba una gran espada claymore, al parecer pronunciando algún estúpido grito de guerra, ya que tenía la cara pintada para la batalla y un gesto feroz.
—Esto fue para un concurso de disfraces. Quedamos segundos. Algo injusto, la verdad —bromeó Pedro, pasando a la siguiente imagen.
En ella se podía ver la misma destartalada furgoneta que en la foto anterior.
Esteban y Pedro en la cabina, con unas enormes cervezas, vestidos con alguna que
otra prenda verde. Podía haber sido la foto menos escandalosa de todas de no ser
porque su amigo de reducida estatura iba disfrazado de duende y amarrado al techo del
coche. Por fuera.
—Creo que en ésta hubo un desacuerdo entre nosotros que ahora mismo no recuerdo. Sin duda por culpa de toda la cerveza que engullimos ese día de San Patricio. ¿Quieres ver alguna más? —propuso atrevido, mostrándole lo malicioso que podía llegar a ser en algunas ocasiones, algo que Paula ya sabía desde el momento en que lo conoció.
—No —contestó ella, con una pícara sonrisa, mientras se levantaba de su regazo y se acomodaba la sábana que cubría su desnudez—. Yo me vuelvo a la cama. Y sólo tengo una cosa que decirte —le dijo atrevida, moviendo las caderas sensualmente hacia la salida—. Que prometiste pagar todos los gastos del viaje y las multas son uno de ellos —concluyó, señalando el sobre que Pedro tenía entre las manos.
Después de estas palabras, se fue de la estancia y Pedro, con una estúpida sonrisa, pensó que aquél era uno de los gastos que no le importaría pagar. Después de todo, gracias a ese viaje Paula había acabado al fin en el lugar en el que siempre debería estar: su cama. Un sitio al que se disponía a volver en esos momentos para disfrutar placenteramente de todo el tiempo del que aún disponían
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