jueves, 27 de diciembre de 2018
CAPITULO 34
Avergonzada, me escondí en el único lugar de aquella casa donde Pedro nunca entraría, en el garaje, ya que él no sabía una mierda de mecánica, lo que se demostraba con la batería que había comprado para su coche: la peor del mercado.
Habituada a mantener las manos ocupadas en algo mientras mi mente divagaba, me cambié de ropa y empecé a reconstruir el coche de Pedro, sin dejar de querer golpearme la cabeza una y mil veces contra el capó cuando estuviera colocado en su sitio, por lo estúpida que había sido al caer en los brazos de aquel seductor hijo de… ¿Cómo narices había podido dejarme embaucar por unas palabras que había creado sólo para manejarme a su antojo? Ese hombre era lo peor, y cuando hablaba con él nunca sabía si saldría a relucir esa parte tierna que conquistaba a todos o la otra, la ruda, que me hacía desear patearle las pelotas.
El sexo había sido maravilloso. Había tenido varios orgasmos y mis piernas habían acabado tan temblorosas como las de las protagonistas de aquellas fantásticas novelas de amor. La única pega era que no había significado nada, ya que aquel tipo no me amaba, y lo peor de todo era que yo empezaba a sentir algo por él, algo que me confundía y me desorientaba, algo que no sabía cómo definir, ya que me negaba rotundamente a creer que ese complicado sentimiento que me atormentaba fuese amor…
Deseo, pasión, tal vez locura transitoria, pero definitivamente, nunca sería amor.
Yo sería una estúpida si acababa enamorada de un sujeto como ése, aunque, de hecho, ya era una completa idiota por haber acabado acostándome con él. Pedro se había aprovechado de mí, me había utilizado vilmente sólo para que escuchara su advertencia y para que me rindiera de una vez y desistiera en mi insistencia para hacerle acabar su trabajo.
La rabia acumulada por lo ocurrido me sirvió de mucho a la hora de apretar con fuerza las piezas del coche, que en ocasiones se me resistían. No sabía cómo tratar con Pedro a partir de ese momento. ¿Debía esconderme cada vez que nuestras miradas se encontraran y rememorásemos ese tórrido momento? ¿O debía pegarle un puñetazo cada vez que recordara cómo me había engañado para que cayera en sus brazos?
Si hacía lo primero, sólo lograría que él sonriera satisfecho, y como no tenía demasiada fuerza para pegarle una paliza en condiciones, y golpearlo con la llave inglesa repetidamente en la cabeza tal vez se considerara asesinato, me lo tomé con calma. Catalogué ese momento en mi mente como un hecho aislado que no volvería a pasar y decidí hacer lo que seguramente más le molestaría a Pedro: ignorar cada una de sus acciones como si de un niño malcriado se tratase.
Después de descansar unos minutos de mi arduo trabajo, bebí un gran trago de la botella de agua que me había llevado al garaje, y, tras limpiarme las manos, leí el apasionante primer capítulo de la última novela de Miss Dorothy.
Tras terminar las primeras líneas, las mismas que Pedro tan apasionadamente había susurrado en mi oído, proseguí, muy interesada, con la descripción de aquella intensa escena llena de deseo. Y me quedé asombrada al leer que los protagonistas hacían el amor justo de la misma forma en la que Pedro me había tomado en su despacho.
Las únicas diferencias entre ellos y nosotros eran que en su caso sentían algo el uno por el otro, y que el protagonista masculino de esa escena no era un cabrón consumado que jamás en su vida diría una sola de las bonitas palabras que el hombre confesaba a su pareja, entregándole su corazón. Más que nada porque Pedro Alfonso no tenía corazón.
Una vez más me sorprendí de cómo alguien como él era capaz de escribir como
los ángeles, cuando en verdad era el mismísimo diablo. Lo maldije unas cuantas veces
antes de terminar mi trabajo en el garaje por ese día y de dirigirme hacia la cocina en
busca de un tardío almuerzo del que disfrutaría yo sola, ya que no estaba dispuesta a
volver a verle la cara a ese indeseable en lo que quedara de día.
Cuando salía de la cocina con un sándwich de pollo frío en las manos, decidida a volver a mi tarea, oí una conversación de negocios que estaba teniendo lugar en el salón entre Pedro y su molesto editor, que por lo visto, no paraba de atosigarlo.
Entreabrí la puerta de la estancia y escuché ese diálogo que, a juzgar por sus secas contestaciones, estaba sacando a Pedro de sus casillas. Y me regodeé al saber que no era la única con problemas a la hora de pretender ser escuchada en el mundo de la literatura, ya que mientras Miss Dorothy era adorada en todas partes, Pedro Alfonso
apenas era conocido como un pequeño y modesto escritor.
—Pedro, las ventas no van demasiado bien. Es que las novelas de intriga ahora mismo no están en auge… ¿Por qué no cambias a otro tipo de género donde puedas ser más leído? ¡Como los libros de pilates, por ejemplo! ¿Sabes algo de eso? ¡Últimamente están muy cotizados! ¿Por qué no cambias tu estilo y escribes uno de pilates? ¡Ya he conseguido colocar en dos grandes plataformas de venta a dos de mis autores que escriben sobre ello! Si tú…
—¡Por enésima vez en lo que va de día, Pablo: no pienso escribir un maldito libro de pilates! —rugió furioso Pedro, mientras yo contenía a duras penas la risa para no ser descubierta—. ¡Si ése era el mensaje tan importante que tenías que darme, ya puedes ir saliendo por la puerta! —añadió fríamente, señalándole la salida al pobre Pablo.— No, no era ése… Como estaba convencido de que tu respuesta sería justo ésta, vengo para decirte que… ¡te he programado una semana de gira a distintos lugares de los alrededores para firmar, presentar y promocionar tus libros! —reveló el editor, emocionado ante esta idea, mientras Pedro sólo dejaba salir de su boca el humo de su cigarrillo.
—Sí, ya recuerdo tus ferias y promociones de mis otros libros... ¡Me niego! —dijo al fin, algo que no llegué a comprender, ya que aquel estrafalario hombrecillo que era Pablo parecía poner todo su empeño en sacar a Pedro a la luz como un nuevo escritor.
—¡Vamos Pedro! Según tu contrato no puedes negarte a aparecer en algunos actos promocionales, a no ser que coincidan con tu trabajo, estés enfermo o tengas algún problema personal de gran relevancia —le recordó Pablo, creyendo que esa vez tenía las de ganar.
—Sí, y también, según mi contrato, hace tiempo que debería haber cobrado y recibido los informes de las ventas de mis novelas, lo cual aún no ha pasado —replicó bruscamente Pedro, apagando con furia su cigarrillo y señalándole una vez más la salida a Pablo.
—Ha habido unos pequeños retrasos en la empresa y…
—¿De cuatro años? —preguntó él irónicamente, cortando con ello las protestas del otro.
—¡Vamos, Pedro, no me hagas esto! ¡Que ya está todo programado! —suplicó Pablo, al que sólo le faltó ponerse de rodillas.
—Adiós, Pablo, tengo un esguince en una uña del pie, así que creo que no podré asistir a ninguno de esos actos —lo cortó Pedro tajante, abriendo la puerta de su casa y mostrándole la calle a su pobre editor.
—¡Ojalá fueras más racional! ¡Por una vez en la vida, me gustaría representar a una escritora tan amable y bondadosa como Miss Dorothy, por ejemplo! —dijo el editor, sabiendo que nunca podría hacer entrar en razón a aquel obtuso sujeto.
Tal vez, si no hubiera estado escondida, le habría podido advertir a Pablo de que aquél no era el mejor momento para pronunciar ese nombre, pero para ser sincera, prefería continuar escondida para ver lo que pasaba, mientras esbozaba una sonrisa cada vez más satisfecha ante la divertida situación.
—¡Fuera! —gritó airadamente Pedro, y por un momento creí que iba a coger al hombrecillo y arrojarlo fuera. Gracias a Dios, Pablo entendió que razonar con ese sujeto era imposible, y finalmente desistió, marchándose de casa de Pedro para dejarlo a solas con su mal humor.
Cuando la visita hubo concluido, no pude resistir ni un segundo más y mis estruendosas carcajadas resonaron por toda la casa. Pedro no tardó mucho en descubrir mi escondite y, después de abrir la puerta, me recibió con una de sus miradas enfadadas que tanto intimidaban a otros, pero que sobre mí no tenían ya el menor efecto.
—Por lo visto, Pablo también prefiere a Miss Dorothy —dije entre risas que no podía parar a pesar de que él me miraba bastante irritado.
Después de mis palabras, simplemente cerró con rabia los puños a los costados y se dirigió hacia su estudio. Mientras se alejaba, me pareció oír que murmuraba una y otra vez: «¡Maldita Miss Dorothy!», algo ante lo que no pude evitar reírme de nuevo, porque sólo Pedro Alfonso podía ser tan irracional como para tener celos de sí mismo.
CAPITULO 33
Paula decidió dejarle un poco más de tiempo a aquel autor que se empecinaba en hacer el vago en lugar de escribir, antes de decidirse a irrumpir nuevamente en su estudio y reclamarle una vez más un capítulo de su dichosa novela. Mientras esperaba a que la imaginación de él se activara, preparó un nutritivo almuerzo para que recuperase fuerzas y para demostrarle que en realidad sí sabía cocinar.
Después de colocarlo todo en una bandeja, se dirigió hacia el estudio donde, sorprendida, encontró a Pedro atareado, moviendo ágilmente los dedos sobre el teclado del ordenador. Sonrió complacida, sintiéndose orgullosa de haber sido la primera persona en conseguir que Miss Dorothy volviera a dedicarle unas palabras al mundo.
Dejó en silencio la bandeja a su lado y curioseó por encima de su hombro las primeras palabras de aquella maravillosa obra de la literatura romántica:
¡¡¡TÚ NO SABES UNA PUTA MIERDA DE FÚTBOL!!!
Eso era lo que había escrito, con unas llamativas letras mayúsculas, el irracional autor que todo ese tiempo no había hecho otra cosa que discutir con unos forofos del Arsenal sobre el último partido de éstos. Cuando al fin Pedro se percató de la presencia de Paula, miró su irritado rostro, y, sin importarle demasiado su descontento, comentó:
—¿Qué? No estoy escribiendo ninguna novela de crímenes...
—¡Pero tampoco una romántica! —exclamó ella, de nuevo molesta con su reticencia—. ¿Eso es lo que has estado haciendo hasta ahora? —le recriminó, dispuesta a tirar su almuerzo a la basura si eso era cierto.
—No. Finalmente he hecho lo que tú querías y he escrito una escena para la dichosa novela. Lo único que ocurre es que tengo que pasarla a limpio y decidir dónde introducirla —explicó Pedro, mostrándole unos papeles escritos a mano que se hallaban junto al ordenador.
—Bueno, ¿por qué no me lo lees? —preguntó Paula, un tanto escéptica ante la veracidad de ese hecho.
—Siéntate en mi regazo y lo haré —propuso atrevidamente el ladino escritor.
—¡Por nada del mundo pienso sentarme en tu regazo, Pedro! —replicó Paula, ofendida, reprendiéndolo por su lascivo comportamiento con una mirada.
—Vale, entonces lo tiraré a la basura... —dijo él despreocupadamente, empezando a arrugar los papeles.
—¡No! —gritó Paula, alarmada, viendo cómo lo poco que había conseguido de ese hombre se podía perder por culpa de un simple capricho—. ¡Está bien! Me sentaré en tu regazo, ¡pero como intentes algo, te corto ese órgano que utilizas demasiado y que tú y yo sabemos que no es tu cerebro!
—¿Y por qué no llegamos a un término medio y me cortas las manos? —preguntó burlón el consentido escritor, alejándose del escritorio para que ella pudiera cumplir su palabra.
—Porque escribiendo eres demasiado bueno para tu bien —comentó Paula, resignada a atender sus caprichos.
—Bueno, empecemos —dijo Pedro serio, despistando por unos instantes a la mujer que se sentaba rígidamente sobre él y que se negaba a relajar ni un músculo de su cuerpo mientras estuviera en esa comprometida situación.
—Esto es lo que he escrito hasta ahora… —añadió Pedro antes de comenzar su lectura.
»«Cuando él consiguió que ella al fin se sentara en su regazo, logró convencer al rígido cuerpo de su reticente amante de que se recostara sobre él, susurrando en sus oídos el pecaminoso relato de una escena de amor» —leyó sensualmente al oído de Paula el principio de su historia. Lo que sólo consiguió que la rigidez de ella aumentara y que se alejara de él echándose hacia delante para evitar su contacto, a la vez que apoyaba las manos en el escritorio.
»«Al principio, sus insinuaciones sólo consiguieron alejarla de él» —siguió susurrando Pedro, mientras apoyaba su pecho contra la erguida espalda de ella, a la vez que enlazaba sus fuertes manos con las suyas para que no pudiera escapar.
»«Pero cuando él le confesó, muy excitado, los pecaminosos deseos que rondaban su mente mientras ella no podía escapar de sus palabras, la mujer que permanecía atrapada entre sus brazos comenzó a excitarse.»
—¡Eso no pasará nunca! —protestó Paula, mientras se empezaba a ruborizar por sus atrevidas palabras, que, aunque intentara negarlo, comenzaban a encender su deseo.—¡Chisss…! Que estoy leyendo... —la reprendió Pedro, demasiado cerca de su oído—. «Ella quiso protestar, pero él, hábilmente, acalló cada una de sus palabras. Y mientras sus manos estaban atrapadas con fuerza contra la mesa, él recorrió su dulce y delicado cuello con suaves y tentadores besos» —siguió leyendo su sensual historia, con los labios tan cerca del cuello de Paula que era como si cada palabra fuera una sutil caricia.
Ella intentó apartarse del escritorio para escapar de aquel hombre que estaba consiguiendo que empezara a excitarse con ese extraño relato que tanto se parecía a la realidad, pero Pedro apretó sus manos con fuerza y no se lo permitió. Luego, simplemente continuó leyendo su historia de la misma atrevida manera, exigiéndole su atención:
—«El deseo de ambos estaba presente desde el primer momento en que sus miradas se encontraron en una desolada carretera, y despertó a la realidad en el instante en que sus cuerpos compartieron las cálidas caricias de un sueño lleno de pasión que siempre los perseguiría hasta que éste se hiciera realidad. Él…»
—¡Basta, Pedro! ¡No quiero saber más de esa estúpida historia! ¡Haz lo que quieras con ella! —protestó Paula, intentando alejarse nuevamente de las palabras de ese hombre.
—No —se negó él con firmeza, cogiendo con una de sus manos la barbilla de ella para hacer que se enfrentase a su mirada llena de deseo, mientras con la otra mano le impedía marcharse—. Porque esta historia no ha hecho más que comenzar —declaró, tomando los labios de Paula en un apasionado beso que exigía respuesta.
Pedro devoró su boca sin darle tiempo a pensar en lo que estaba haciendo. Jugó con sus tentadores labios y saboreó su dulce objeción. Ella intentó resistirse, pero muy pronto se rindió a lo inevitable, ya que esa irresistible pasión que ahora se manifestaba había estado presente entre los dos cada una de las noches que habían dormido el uno junto al otro en la inmensa cama, y en cada uno de sus sueños, donde sus deseos se volvían realidad.
Finalmente, Paula igualó la pasión de sus besos, y cuando la lengua de ella buscó la suya, Pedro no tuvo dudas de que entre ellos las palabras habían finalizado.
Pedro se recostó contra la silla, mientras la atrevida mano que permanecía en la cintura de Paula la empujaba contra su duro cuerpo, haciendo que su trasero notara su evidente erección.
Esa mano bajó por la cintura de ella, en un recorrido de dulces caricias, hasta llegar a la cintura de sus pantalones. Jugueteó con el cierre de éstos hasta conseguir que se retorciera en su regazo, avivando su erección, y cuando al fin su mano se introdujo dentro de sus braguitas buscando su húmedo interior, Paula gimió buscando el placer que sus dedos le prodigaban.
La mano que hasta entonces acariciaba el rostro de ella, la guio hasta hacerle recostar la cabeza contra el ancho pecho de él. Luego trazó un camino de ardientes caricias con el leve roce de la yema de sus dedos, desde el cuello hasta la atrayente curva de los pechos.
El jersey que Paula llevaba se abría por delante, por lo que Pedro sólo tuvo que desabrochar los botones para poder ver su hermosa ropa interior. Luego, simplemente se libró de ella bajándole con brusquedad el sujetador.
Mientras pellizcaba los rosados pezones, la hizo gritar en el preciso instante en que uno de sus dedos se hundió en su interior, a la vez que las caricias en sus senos se volvían más atrevidas y sus labios besaban lánguidamente su cuello haciéndola estremecer.
Paula al fin se rindió al placer que su cuerpo reclamaba y alzó las manos cogiéndose con fuerza del cuello de Pedro, mientras se movía audazmente sobre su regazo. Él incrementó el placer de sus caricias cuando otro de sus dedos invadió su húmedo interior. Y sin dejar de acariciar hábilmente el clítoris de Paula, hizo que
ella se abandonara a la dicha que su cuerpo buscaba y gritó mientras se convulsionaba, llena de goce, llegando al éxtasis.
Pedro no dio tiempo a que ni un solo pensamiento se interpusiera entre ellos: la levantó bruscamente de su regazo y, haciendo que Paula se doblegara ante sus deseos y que apoyara las manos en el duro escritorio, se deshizo deprisa de los pantalones y de las delicadas braguitas que tanto le estorbaban.
Mientras sus temblorosas piernas sostenían a Paula en esa vergonzosa postura, Pedro le besó la nuca y la delicada espalda, haciéndola estremecerse de placer. Fue entonces cuando una de sus fuertes manos se entrelazó nuevamente con la suya, poco antes de que su duro miembro penetrara en ella con una ruda embestida.
Sus cuerpos se movieron al compás del goce que ambos buscaban.
Ella lo reclamó, exigiéndole más, y él aceleró sus embates buscando su propia liberación. En el instante en que Paula volvió a gritar su nombre, presa del orgasmo, Pedro se derramó en su interior, hallando el alivio que su miembro tanto le había reclamado desde que la había conocido en aquella desolada carretera.
Cuando Paula se derrumbó un tanto abatida sobre el escritorio, Pedro sonrió, mientras, sin salir de ella, la arrastraba a una postura más cómoda en su silla.
—Y a esto, cielo, se le llama sexo. Ahora ya puedes escribir en condiciones una escena de este tipo —bromeó, devolviéndola a la realidad de lo que había hecho.
Paula se quedó helada ante esas palabras.
—¡Suéltame! —exigió, sintiéndose utilizada por un desaprensivo que, sin duda alguna, no tenía corazón.
Pedro apartó las manos y dejó que se alejara de él para vestirse. Luego se levantó de su silla y caminando hacia ella como si el mundo le perteneciera, le tendió los papeles de la calenturienta historia, que habían arrugado en la pasión del momento.
Ella no pudo resistirse a cogerlos, porque estaban escritos por una persona a la que
admiraba.
—¿Cuándo te marchas? —preguntó Pedro, creyéndose vencedor en esos momentos.
—¡Cuando termines tu historia! —replicó ella, enfrentándose a la sonrisa con la que su rival celebraba su victoria, demostrándole que ésta no era tal.
—¡Vamos, Paula! Tú y yo sabemos que no aguantarás aquí tanto tiempo... Vete ahora, antes de que esto se complique y salgas lastimada. En verdad no quiero que acabes llorando, pero eso es lo que pasará si te relacionas con un cabrón como yo... — le advirtió Pedro mientras se arreglaba despreocupadamente la ropa.
—¡No me vas a echar de aquí hasta que tenga esa historia en mis manos! Y no voy a llorar porque sé separar perfectamente las apasionadas palabras de Miss Dorothy de las del cabronazo de Pedro Alfonso. Y quien me ha seducido y hecho gritar de placer ha sido mi adorada Miss Dorothy —aclaró ella, sonriendo complacida al ver la expresión molesta de él ante sus frías palabras, que, indudablemente, habían dañado su varonil orgullo.
—¡Miss Dorothy y yo somos la misma jodida persona! —rugió furioso Pedro, sintiéndose ofendido.
—Qué pena que muy pocos lo sepan, ¿verdad? —preguntó ella irónica, mientras trataba el arrugado papel que sujetaba entre sus manos como si de una reliquia se tratase—. De todas formas, me siento más orgullosa de haberme acostado con Miss Dorothy que de haberlo hecho con un hombre como tú —añadió antes de marcharse dignamente de la habitación, con parte del primer capítulo de la nueva obra, dejando el orgullo de aquel hombre por los suelos.
Pedro intentó ignorar a la intrusa que acosaba su mente sin cesar y en tres grandes zancadas se acercó de nuevo a su escritorio y se sentó ante éste, decidido a borrar de su mente todo lo que había pasado sobre él hacía unos pocos minutos. Abrió el archivo de la novela de intriga en la que estaba trabajando.
Después de más de media hora de observar la misma página en blanco, golpeó con fuerza el teclado de su ordenador con sus puños mientras gritaba furioso su enfado hacia la mujer que más odiaba en la vida y de la que aún no podía librarse.
—¡Maldita Miss Dorothy!
Después de expresar su frustración, volvió a divagar sobre por qué la mujer que más lo conocía y a la que más deseaba en esos momentos había preferido una parte de su persona que sólo era una vaga ilusión, un invento, en vez de al verdadero Pedro Alfonso.
La respuesta era muy simple: él era un cabronazo, algo que no le había importado hasta el momento, pero que ahora sí empezaba a molestarle, después de que la joven que había gritado su nombre en medio del éxtasis prefiriera a una adorable ancianita a la que por lo visto todos adoraban.
¡Qué pena para todos que Miss Dorothy nunca hubiese existido!
CAPITULO 32
A la mañana siguiente me levanté algo confusa por lo ocurrido la noche anterior.
En sólo tres días de conocer a aquel insufrible sujeto había conseguido que me atrajera y lo odiara por igual, y me pregunté cómo sacudiría mi mundo haber conocido a Miss Dorothy.
Finalmente, sin apenas darme cuenta, los días fueron pasando y, a pesar de mi insistencia, mis súplicas no parecían hacer mella en Pedro, que estaba decidido a ignorarnos a mí y a mis motivos para haber hecho aquel maldito viaje.
Cuando ya se cumplían dos semanas de mi estancia en la casa sin obtener ningún resultado respecto al ansiado manuscrito, me levanté una mañana resuelta a conseguir esa novela, que era la única oportunidad que tenía para llevar a cabo mi sueño de ser escritora. Para ello, decidí levantarme antes que él y hacer que se atragantara con un espléndido desayuno, que prepararía sólo para demostrarle que lo que le había preparado los días anteriores como almuerzo, el solomillo calcinado y servido en un bol de perro, y otras «delicias», eran un castigo que se tenía merecido.
Para mi desgracia, él se me adelantó, algo que no me extrañó en absoluto, después de pasarme buena parte de la noche en vela, recordando cada uno de los besos que Pedro Alfonso podía dar. Por lo visto, él llevaba levantado algunas horas, ya que yo me había apropiado de toda la cama y dormía a pierna suelta. Una cama que seguíamos compartiendo, porque él se negaba rotundamente a encender la calefacción en otra
habitación que no fuera la suya, y aunque cada uno permanecía en un extremo del colchón, entre nosotros seguía presente la abrasadora pasión de aquel primer encuentro.
Cuando me aseguré de que no estaba esperándome en el pasillo para dedicarme alguno de sus ácidos comentarios, corrí hacia el baño con mi ropa y no tardé en saber que él aún estaba molesto conmigo, ya que el agua pasaba de manera intermitente de un calor abrasador a un frío intenso.
Salí un tanto mosqueada de la ducha y mi mal humor terminó de activarse cuando lo vi ante mí esbozando una de sus astutas sonrisas, mientras me servía un delicioso desayuno que tenía mucho mejor aspecto que cualquier cosa que yo fuese capaz de preparar. Para terminar de fastidiarme, no había tenido mejor idea que ponerse un delantal negro con unas chillonas letras rojas que decían: «Besa al cocinero». Todo ello, sin duda alguna, con la única intención de recordarme cada uno de los besos que me había robado aquella maldita noche de dos semanas atrás, que yo era incapaz de olvidar.
Me senté decidida a ignorarlo, en tanto que él, la mar de sonriente, servía aquel perfecto desayuno, mirándome con una de aquellas maliciosas sonrisas que siempre lo acompañaban. Mientras disfrutaba del delicioso y crujiente beicon, miré hacia todos
lados para que mis ojos no se encontraran con los del hombre que había invadido mis sueños más íntimos sólo con la promesa de un beso.
Y así fue como vi el lugar donde ese indeseable había dejado mi preciado manuscrito: en la papelera. ¡El muy cabrón había tenido la cara dura de prometerme que leería mi novela y me señalaría algunos fallos con rotulador, para luego depositarla en la papelera sin el menor remordimiento! ¡Seguro que ni siquiera se había tomado la molestia de pasar de la primera página antes de arrojar mi obra a la basura!
—¡¿Qué hace mi manuscrito en la papelera?! —grité airadamente, mientras recuperaba mi pertenencia de mayor valor.
—He encontrado un sitio bastante apropiado para él —comentó despreocupadamente degustando despacio su desayuno, sin apartar sus críticos ojos de mí tras tan tremendo insulto.
—¿Cómo te atreves a hacerme esto? ¡Seguro que ni siquiera has pasado de la primera página! —lo acusé, limpiando con delicadeza de mi libro los restos de basura que lo mancillaban.
—Lo he leído de principio a fin y, si te fijas detenidamente, te he señalado los fallos. Tal como te prometí.
Hojeé el manuscrito y me di cuenta de que el círculo rojo que rodeaba el título no era una mancha, sino la absurda respuesta de aquel hombre a mi arduo trabajo de toda una vida.
—Escríbela de nuevo, desde el principio. Es floja y aburrida, la historia no tiene coherencia y las escenas de sexo, si es que a eso se le puede dar el apelativo de sexo, son cansinas y cargantes. Vamos, que prefiero clavarme un tenedor en un ojo antes que volver a leer algo como eso. El primer capítulo tan sólo describe un puñetero paisaje… ¿para qué coño quieres diez páginas para hablar hasta de las motitas de color de los ojos del pájaro del vecino de tu protagonista?
—¡Pues las editoriales a las que lo envié no me lo rechazaron tan rudamente como tú! —me enfrenté a él, muy indignada con su opinión, mientras abrazaba con fuerza el libro contra mi pecho.
—A ver si adivino lo que te contestaron: «Querida señorita Chaves, aunque su obra es bastante original e interesante, no es lo que estamos buscando en estos momentos. Gracias por pensar en nosotros y blablablá…» y demás mierda de despedida —recitó Pedro, acertando casi palabra por palabra el mensaje que en efecto había recibido varias veces a lo largo de mi vida—. Cariño, te presento el mensaje estándar de cualquier editorial a la hora de deshacerse de alguien. No serás la primera escritora que lo recibe, ni tampoco la última —finalizó tan despreocupadamente como siempre,
sin importarle lo más mínimo mis sentimientos.
—¿Por qué tienes que ser tan cabrón? —pregunté irritada, mientras lágrimas de frustración y dolor asomaban a mis ojos.
—Intento que veas la realidad de este mundo que te has imaginado como un lecho de rosas —respondió Pedro, secando las lágrimas que comenzaban a rodar por mis mejillas—. ¿Cuántas veces crees que recibí ese mensaje antes de aprendérmelo de memoria? ¿Cuánto crees que vendería si todos supieran quién es en realidad esa ancianita tan bondadosa a la que idolatran? Estar en el lugar indicado en el momento preciso sólo es cuestión de suerte y mientras ese instante llega, lo único que puedes
hacer es seguir escribiendo para tratar de mejorar tu obra.
—¿Es eso lo que haces mientras te escondes de la fama? —señalé airadamente, un tanto resentida por la sinceridad de sus palabras, a la vez que sacaba de mi bolso uno de sus libros de intriga, que le había comprado a Pablo para ver otra de las caras de ese escritor.
—¡Vaya, éste no lo recordaba! —dejó caer él despectivamente cogiéndolo de mis manos y dedicándomelo con el mismo rotulador rojo con el que había osado insultarme.
Le arranqué con violencia el libro de las manos cuando me lo tendió como si de una ofrenda de paz se tratase y, llegando a mi límite por toda aquella absurda situación, grité una estúpida amenaza que finalmente pareció hacer mella en él y que podría obligarlo a hacer lo que yo deseaba.
—¡Si no escribes hoy, aunque sólo sean unas líneas de tu libro como Miss Dorothy, llamaré a Pablo para revelarle la otra cara de su querido escritor! ¡A ver si tienes lo que hay que tener para evitar que la lengua de ese hombrecillo proclame a los cuatro vientos quién es en verdad el autor al que representa!
—¿Y qué pasa con el contrato de confidencialidad que firmaste con Natalie?
—¡Ahí está el quid de la cuestión: con las prisas de ella para que viniera a buscarte, aún no he firmado ninguno! Yo no formo parte de la editorial, así que sólo mi buena fe te mantiene apartado del mundo, algo que, después de esto, ha comenzado a tambalearse. —Sonreí irónica mientras le mostraba mi manuscrito.
Y al fin pude ver, gratamente satisfecha, cómo se cumplía mi pequeña venganza cuando él entró en su despacho maldiciendo mi nombre, pero decidido a darme algo para que guardara silencio.
Me mantuve unas horas alejada de él, leyendo uno de sus libros de intriga, que, aunque no me atraía tanto como los de Miss Dorothy, también enganchaba al lector a su manera.
Intenté no mirar la dedicatoria que me había escrito Pedro en él, ya que seguro que sería algo grosero que me haría enfurecer, pero finalmente, tras otra media hora, no lo pude evitar y me dispuse a leerla. Conociéndolo como ya lo conocía, sería un mensaje destinado sólo a mí.
Creía saberlo todo de aquel hombre que a primera vista era muy simple, pero en realidad todavía no lo conocía lo suficiente: su mensaje me sorprendió a la vez que me hizo reflexionar sobre sus consejos, ya que en las palabras que me había dedicado hallé un atisbo de mi adorada Miss Dorothy, a la que tanto admiraba:
Todos los escritores creemos que nuestras obras son las mejores. Por desgracia,
siempre habrá alguien en esta vida que sea mejor que nosotros. Pero no lo dejes:
solamente rehazte…
Ésas eran las sabias palabras que siempre llegaban al corazón de las personas cuando leían algo de Miss Dorothy.
Posdata: practica más sexo. Las escenas de amor son malísimas. Yo me ofrezco voluntario para enseñarte.
Y ése, sin duda, no era otro que el grosero Pedro Alfonso, al que siempre tendría
ganas de patear en la entrepierna.
Como sus palabras no me habían hundido en la miseria como yo esperaba, decidí llevarle un tentempié como ofrenda de paz y tal vez escuchar alguno de los consejos de un hombre que tenía mucha más experiencia que yo en ese mundo que no era tan maravilloso y de color de rosa como yo había imaginado.
Entreabrí la puerta despacio, dispuesta a no molestar a un escritor en mitad de su proceso creativo, y entonces vi que lo único que estaba haciendo era jugar online con algunos de sus amigos, que tenían estúpidos nicks como Rompebragas, Eskila-ojetes o Manco_amasno_ poder35. Para no quedarse atrás, Pedro se había apodado Dios.
El juego era una simulación de guerra en la que uno se dedicaba a masacrar al vecino y a hacerse con todas sus armas hasta ser el único que quedaba en pie. Como todos los hombres obsesionados con sus maquinitas, Pedro tenía en su estudio una gran pantalla plana desde donde seguía atentamente los movimientos de sus compañeros de juego. Un mando inalámbrico que no cesaba de mover y unos auriculares con micrófono a través de los que conversaba con sus amigos o enemigos, a saber lo que eran en esos momentos, completaban su equipamiento.
Después de adentrarme silenciosamente en el estudio, de hacerme con el mando del televisor y de colocarme en un punto muerto donde Pedro no me viera, estaba más que dispuesta a esperar el momento adecuado para apagar la televisión, justamente en la parte decisiva de la partida, cuando de sus labios salieron unas palabras que me hicieron desistir de mi maldad.
—Sí, Esteban, ya te he dicho que esa mujer me vuelve loco. Es insoportable, pero gracias a ella he podido terminar un capítulo de mi novela. Tal vez debería agradecérselo llevándola a cenar o algo así… Sí, esta vez prometo no dejarla abandonada en la carretera. A pesar de todo, Paula se ha convertido hoy en mi musa.
Tras oír estas palabras, me acerqué emocionada al ordenador, donde el archivo en el que había estado trabajando Pedro aún permanecía abierto. Y sin que él se percatara de mi presencia, decidí echarle una ojeada a su nueva novela de amor, preguntándome qué personaje de esa historia sería yo. Después de todo, nunca había sido la musa de nadie. Eso realmente me conmovió… hasta que empecé a leer el capítulo de ese libro que, sin ningún género de duda, no pertenecía a Miss Dorothy, sino al burdo y patán Pedro Alfonso.
Un capítulo en el que se deshacían de una forma bastante violenta de una mujer con mis características, sólo para que su paranoico marido volviera a estar solo y pudiera recuperar su querido y solitario hogar... No sentí ni un atisbo de remordimiento cuando, justo antes de que Pedro consiguiera deshacerse del último rival, apagué la televisión privándolo de su victoria.
Gritó frustrado mientras golpeaba el mando con violencia, creyéndolo culpable de la pérdida de su memorable partida, a la vez que maldecía una y otra vez a sus compañeros, que por lo visto estaban saqueando su cadáver en ese estúpido simulacro de combate.
Cuando se dignó volverse y se percató de mi presencia, yo le señalé con el mando del televisor su escritorio, y, bastante molesta, le ordené volver inmediatamente al trabajo.
—¡Tú! ¡A escribir! —decreté impertinente.
Y tras observar cómo me dirigía una fulminante mirada, visiblemente enfadado, especifiqué:
—¡Y nada de novelas criminales por hoy! Escribe algo romántico, ¡y por el amor de Dios, nunca más vuelvas a utilizarme como tu musa! —exigí. Algo totalmente inútil, porque cuando devoró mi cuerpo con una de sus miradas, esta vez llena de deseo, supe que volvería a ser la protagonista de una de sus novelas.
Mientras le confiscaba la consola de juegos, decidida a apartarlo de cualquier situación que pudiera distraerlo, me pregunté por qué me inquietaba más que pensara en mí para inspirarle una escena de sexo que para una de asesinato. Y, finalmente, cuando estuve lejos de él, mi alarmada mente me confirmó mis más temidas sospechas: todo se debía a que las apasionadas escenas de sexo que Pedro escribiría conmigo como inspiración, cada día que pasaba estaban más cerca de convertirse en realidad.
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