jueves, 27 de diciembre de 2018
CAPITULO 33
Paula decidió dejarle un poco más de tiempo a aquel autor que se empecinaba en hacer el vago en lugar de escribir, antes de decidirse a irrumpir nuevamente en su estudio y reclamarle una vez más un capítulo de su dichosa novela. Mientras esperaba a que la imaginación de él se activara, preparó un nutritivo almuerzo para que recuperase fuerzas y para demostrarle que en realidad sí sabía cocinar.
Después de colocarlo todo en una bandeja, se dirigió hacia el estudio donde, sorprendida, encontró a Pedro atareado, moviendo ágilmente los dedos sobre el teclado del ordenador. Sonrió complacida, sintiéndose orgullosa de haber sido la primera persona en conseguir que Miss Dorothy volviera a dedicarle unas palabras al mundo.
Dejó en silencio la bandeja a su lado y curioseó por encima de su hombro las primeras palabras de aquella maravillosa obra de la literatura romántica:
¡¡¡TÚ NO SABES UNA PUTA MIERDA DE FÚTBOL!!!
Eso era lo que había escrito, con unas llamativas letras mayúsculas, el irracional autor que todo ese tiempo no había hecho otra cosa que discutir con unos forofos del Arsenal sobre el último partido de éstos. Cuando al fin Pedro se percató de la presencia de Paula, miró su irritado rostro, y, sin importarle demasiado su descontento, comentó:
—¿Qué? No estoy escribiendo ninguna novela de crímenes...
—¡Pero tampoco una romántica! —exclamó ella, de nuevo molesta con su reticencia—. ¿Eso es lo que has estado haciendo hasta ahora? —le recriminó, dispuesta a tirar su almuerzo a la basura si eso era cierto.
—No. Finalmente he hecho lo que tú querías y he escrito una escena para la dichosa novela. Lo único que ocurre es que tengo que pasarla a limpio y decidir dónde introducirla —explicó Pedro, mostrándole unos papeles escritos a mano que se hallaban junto al ordenador.
—Bueno, ¿por qué no me lo lees? —preguntó Paula, un tanto escéptica ante la veracidad de ese hecho.
—Siéntate en mi regazo y lo haré —propuso atrevidamente el ladino escritor.
—¡Por nada del mundo pienso sentarme en tu regazo, Pedro! —replicó Paula, ofendida, reprendiéndolo por su lascivo comportamiento con una mirada.
—Vale, entonces lo tiraré a la basura... —dijo él despreocupadamente, empezando a arrugar los papeles.
—¡No! —gritó Paula, alarmada, viendo cómo lo poco que había conseguido de ese hombre se podía perder por culpa de un simple capricho—. ¡Está bien! Me sentaré en tu regazo, ¡pero como intentes algo, te corto ese órgano que utilizas demasiado y que tú y yo sabemos que no es tu cerebro!
—¿Y por qué no llegamos a un término medio y me cortas las manos? —preguntó burlón el consentido escritor, alejándose del escritorio para que ella pudiera cumplir su palabra.
—Porque escribiendo eres demasiado bueno para tu bien —comentó Paula, resignada a atender sus caprichos.
—Bueno, empecemos —dijo Pedro serio, despistando por unos instantes a la mujer que se sentaba rígidamente sobre él y que se negaba a relajar ni un músculo de su cuerpo mientras estuviera en esa comprometida situación.
—Esto es lo que he escrito hasta ahora… —añadió Pedro antes de comenzar su lectura.
»«Cuando él consiguió que ella al fin se sentara en su regazo, logró convencer al rígido cuerpo de su reticente amante de que se recostara sobre él, susurrando en sus oídos el pecaminoso relato de una escena de amor» —leyó sensualmente al oído de Paula el principio de su historia. Lo que sólo consiguió que la rigidez de ella aumentara y que se alejara de él echándose hacia delante para evitar su contacto, a la vez que apoyaba las manos en el escritorio.
»«Al principio, sus insinuaciones sólo consiguieron alejarla de él» —siguió susurrando Pedro, mientras apoyaba su pecho contra la erguida espalda de ella, a la vez que enlazaba sus fuertes manos con las suyas para que no pudiera escapar.
»«Pero cuando él le confesó, muy excitado, los pecaminosos deseos que rondaban su mente mientras ella no podía escapar de sus palabras, la mujer que permanecía atrapada entre sus brazos comenzó a excitarse.»
—¡Eso no pasará nunca! —protestó Paula, mientras se empezaba a ruborizar por sus atrevidas palabras, que, aunque intentara negarlo, comenzaban a encender su deseo.—¡Chisss…! Que estoy leyendo... —la reprendió Pedro, demasiado cerca de su oído—. «Ella quiso protestar, pero él, hábilmente, acalló cada una de sus palabras. Y mientras sus manos estaban atrapadas con fuerza contra la mesa, él recorrió su dulce y delicado cuello con suaves y tentadores besos» —siguió leyendo su sensual historia, con los labios tan cerca del cuello de Paula que era como si cada palabra fuera una sutil caricia.
Ella intentó apartarse del escritorio para escapar de aquel hombre que estaba consiguiendo que empezara a excitarse con ese extraño relato que tanto se parecía a la realidad, pero Pedro apretó sus manos con fuerza y no se lo permitió. Luego, simplemente continuó leyendo su historia de la misma atrevida manera, exigiéndole su atención:
—«El deseo de ambos estaba presente desde el primer momento en que sus miradas se encontraron en una desolada carretera, y despertó a la realidad en el instante en que sus cuerpos compartieron las cálidas caricias de un sueño lleno de pasión que siempre los perseguiría hasta que éste se hiciera realidad. Él…»
—¡Basta, Pedro! ¡No quiero saber más de esa estúpida historia! ¡Haz lo que quieras con ella! —protestó Paula, intentando alejarse nuevamente de las palabras de ese hombre.
—No —se negó él con firmeza, cogiendo con una de sus manos la barbilla de ella para hacer que se enfrentase a su mirada llena de deseo, mientras con la otra mano le impedía marcharse—. Porque esta historia no ha hecho más que comenzar —declaró, tomando los labios de Paula en un apasionado beso que exigía respuesta.
Pedro devoró su boca sin darle tiempo a pensar en lo que estaba haciendo. Jugó con sus tentadores labios y saboreó su dulce objeción. Ella intentó resistirse, pero muy pronto se rindió a lo inevitable, ya que esa irresistible pasión que ahora se manifestaba había estado presente entre los dos cada una de las noches que habían dormido el uno junto al otro en la inmensa cama, y en cada uno de sus sueños, donde sus deseos se volvían realidad.
Finalmente, Paula igualó la pasión de sus besos, y cuando la lengua de ella buscó la suya, Pedro no tuvo dudas de que entre ellos las palabras habían finalizado.
Pedro se recostó contra la silla, mientras la atrevida mano que permanecía en la cintura de Paula la empujaba contra su duro cuerpo, haciendo que su trasero notara su evidente erección.
Esa mano bajó por la cintura de ella, en un recorrido de dulces caricias, hasta llegar a la cintura de sus pantalones. Jugueteó con el cierre de éstos hasta conseguir que se retorciera en su regazo, avivando su erección, y cuando al fin su mano se introdujo dentro de sus braguitas buscando su húmedo interior, Paula gimió buscando el placer que sus dedos le prodigaban.
La mano que hasta entonces acariciaba el rostro de ella, la guio hasta hacerle recostar la cabeza contra el ancho pecho de él. Luego trazó un camino de ardientes caricias con el leve roce de la yema de sus dedos, desde el cuello hasta la atrayente curva de los pechos.
El jersey que Paula llevaba se abría por delante, por lo que Pedro sólo tuvo que desabrochar los botones para poder ver su hermosa ropa interior. Luego, simplemente se libró de ella bajándole con brusquedad el sujetador.
Mientras pellizcaba los rosados pezones, la hizo gritar en el preciso instante en que uno de sus dedos se hundió en su interior, a la vez que las caricias en sus senos se volvían más atrevidas y sus labios besaban lánguidamente su cuello haciéndola estremecer.
Paula al fin se rindió al placer que su cuerpo reclamaba y alzó las manos cogiéndose con fuerza del cuello de Pedro, mientras se movía audazmente sobre su regazo. Él incrementó el placer de sus caricias cuando otro de sus dedos invadió su húmedo interior. Y sin dejar de acariciar hábilmente el clítoris de Paula, hizo que
ella se abandonara a la dicha que su cuerpo buscaba y gritó mientras se convulsionaba, llena de goce, llegando al éxtasis.
Pedro no dio tiempo a que ni un solo pensamiento se interpusiera entre ellos: la levantó bruscamente de su regazo y, haciendo que Paula se doblegara ante sus deseos y que apoyara las manos en el duro escritorio, se deshizo deprisa de los pantalones y de las delicadas braguitas que tanto le estorbaban.
Mientras sus temblorosas piernas sostenían a Paula en esa vergonzosa postura, Pedro le besó la nuca y la delicada espalda, haciéndola estremecerse de placer. Fue entonces cuando una de sus fuertes manos se entrelazó nuevamente con la suya, poco antes de que su duro miembro penetrara en ella con una ruda embestida.
Sus cuerpos se movieron al compás del goce que ambos buscaban.
Ella lo reclamó, exigiéndole más, y él aceleró sus embates buscando su propia liberación. En el instante en que Paula volvió a gritar su nombre, presa del orgasmo, Pedro se derramó en su interior, hallando el alivio que su miembro tanto le había reclamado desde que la había conocido en aquella desolada carretera.
Cuando Paula se derrumbó un tanto abatida sobre el escritorio, Pedro sonrió, mientras, sin salir de ella, la arrastraba a una postura más cómoda en su silla.
—Y a esto, cielo, se le llama sexo. Ahora ya puedes escribir en condiciones una escena de este tipo —bromeó, devolviéndola a la realidad de lo que había hecho.
Paula se quedó helada ante esas palabras.
—¡Suéltame! —exigió, sintiéndose utilizada por un desaprensivo que, sin duda alguna, no tenía corazón.
Pedro apartó las manos y dejó que se alejara de él para vestirse. Luego se levantó de su silla y caminando hacia ella como si el mundo le perteneciera, le tendió los papeles de la calenturienta historia, que habían arrugado en la pasión del momento.
Ella no pudo resistirse a cogerlos, porque estaban escritos por una persona a la que
admiraba.
—¿Cuándo te marchas? —preguntó Pedro, creyéndose vencedor en esos momentos.
—¡Cuando termines tu historia! —replicó ella, enfrentándose a la sonrisa con la que su rival celebraba su victoria, demostrándole que ésta no era tal.
—¡Vamos, Paula! Tú y yo sabemos que no aguantarás aquí tanto tiempo... Vete ahora, antes de que esto se complique y salgas lastimada. En verdad no quiero que acabes llorando, pero eso es lo que pasará si te relacionas con un cabrón como yo... — le advirtió Pedro mientras se arreglaba despreocupadamente la ropa.
—¡No me vas a echar de aquí hasta que tenga esa historia en mis manos! Y no voy a llorar porque sé separar perfectamente las apasionadas palabras de Miss Dorothy de las del cabronazo de Pedro Alfonso. Y quien me ha seducido y hecho gritar de placer ha sido mi adorada Miss Dorothy —aclaró ella, sonriendo complacida al ver la expresión molesta de él ante sus frías palabras, que, indudablemente, habían dañado su varonil orgullo.
—¡Miss Dorothy y yo somos la misma jodida persona! —rugió furioso Pedro, sintiéndose ofendido.
—Qué pena que muy pocos lo sepan, ¿verdad? —preguntó ella irónica, mientras trataba el arrugado papel que sujetaba entre sus manos como si de una reliquia se tratase—. De todas formas, me siento más orgullosa de haberme acostado con Miss Dorothy que de haberlo hecho con un hombre como tú —añadió antes de marcharse dignamente de la habitación, con parte del primer capítulo de la nueva obra, dejando el orgullo de aquel hombre por los suelos.
Pedro intentó ignorar a la intrusa que acosaba su mente sin cesar y en tres grandes zancadas se acercó de nuevo a su escritorio y se sentó ante éste, decidido a borrar de su mente todo lo que había pasado sobre él hacía unos pocos minutos. Abrió el archivo de la novela de intriga en la que estaba trabajando.
Después de más de media hora de observar la misma página en blanco, golpeó con fuerza el teclado de su ordenador con sus puños mientras gritaba furioso su enfado hacia la mujer que más odiaba en la vida y de la que aún no podía librarse.
—¡Maldita Miss Dorothy!
Después de expresar su frustración, volvió a divagar sobre por qué la mujer que más lo conocía y a la que más deseaba en esos momentos había preferido una parte de su persona que sólo era una vaga ilusión, un invento, en vez de al verdadero Pedro Alfonso.
La respuesta era muy simple: él era un cabronazo, algo que no le había importado hasta el momento, pero que ahora sí empezaba a molestarle, después de que la joven que había gritado su nombre en medio del éxtasis prefiriera a una adorable ancianita a la que por lo visto todos adoraban.
¡Qué pena para todos que Miss Dorothy nunca hubiese existido!
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