jueves, 27 de diciembre de 2018

CAPITULO 32




A la mañana siguiente me levanté algo confusa por lo ocurrido la noche anterior.


En sólo tres días de conocer a aquel insufrible sujeto había conseguido que me atrajera y lo odiara por igual, y me pregunté cómo sacudiría mi mundo haber conocido a Miss Dorothy.


Finalmente, sin apenas darme cuenta, los días fueron pasando y, a pesar de mi insistencia, mis súplicas no parecían hacer mella en Pedro, que estaba decidido a ignorarnos a mí y a mis motivos para haber hecho aquel maldito viaje.


Cuando ya se cumplían dos semanas de mi estancia en la casa sin obtener ningún resultado respecto al ansiado manuscrito, me levanté una mañana resuelta a conseguir esa novela, que era la única oportunidad que tenía para llevar a cabo mi sueño de ser escritora. Para ello, decidí levantarme antes que él y hacer que se atragantara con un espléndido desayuno, que prepararía sólo para demostrarle que lo que le había preparado los días anteriores como almuerzo, el solomillo calcinado y servido en un bol de perro, y otras «delicias», eran un castigo que se tenía merecido.


Para mi desgracia, él se me adelantó, algo que no me extrañó en absoluto, después de pasarme buena parte de la noche en vela, recordando cada uno de los besos que Pedro Alfonso podía dar. Por lo visto, él llevaba levantado algunas horas, ya que yo me había apropiado de toda la cama y dormía a pierna suelta. Una cama que seguíamos compartiendo, porque él se negaba rotundamente a encender la calefacción en otra
habitación que no fuera la suya, y aunque cada uno permanecía en un extremo del colchón, entre nosotros seguía presente la abrasadora pasión de aquel primer encuentro.


Cuando me aseguré de que no estaba esperándome en el pasillo para dedicarme alguno de sus ácidos comentarios, corrí hacia el baño con mi ropa y no tardé en saber que él aún estaba molesto conmigo, ya que el agua pasaba de manera intermitente de un calor abrasador a un frío intenso.


Salí un tanto mosqueada de la ducha y mi mal humor terminó de activarse cuando lo vi ante mí esbozando una de sus astutas sonrisas, mientras me servía un delicioso desayuno que tenía mucho mejor aspecto que cualquier cosa que yo fuese capaz de preparar. Para terminar de fastidiarme, no había tenido mejor idea que ponerse un delantal negro con unas chillonas letras rojas que decían: «Besa al cocinero». Todo ello, sin duda alguna, con la única intención de recordarme cada uno de los besos que me había robado aquella maldita noche de dos semanas atrás, que yo era incapaz de olvidar.


Me senté decidida a ignorarlo, en tanto que él, la mar de sonriente, servía aquel perfecto desayuno, mirándome con una de aquellas maliciosas sonrisas que siempre lo acompañaban. Mientras disfrutaba del delicioso y crujiente beicon, miré hacia todos
lados para que mis ojos no se encontraran con los del hombre que había invadido mis sueños más íntimos sólo con la promesa de un beso.


Y así fue como vi el lugar donde ese indeseable había dejado mi preciado manuscrito: en la papelera. ¡El muy cabrón había tenido la cara dura de prometerme que leería mi novela y me señalaría algunos fallos con rotulador, para luego depositarla en la papelera sin el menor remordimiento! ¡Seguro que ni siquiera se había tomado la molestia de pasar de la primera página antes de arrojar mi obra a la basura!


—¡¿Qué hace mi manuscrito en la papelera?! —grité airadamente, mientras recuperaba mi pertenencia de mayor valor.


—He encontrado un sitio bastante apropiado para él —comentó despreocupadamente degustando despacio su desayuno, sin apartar sus críticos ojos de mí tras tan tremendo insulto.


—¿Cómo te atreves a hacerme esto? ¡Seguro que ni siquiera has pasado de la primera página! —lo acusé, limpiando con delicadeza de mi libro los restos de basura que lo mancillaban.


—Lo he leído de principio a fin y, si te fijas detenidamente, te he señalado los fallos. Tal como te prometí.


Hojeé el manuscrito y me di cuenta de que el círculo rojo que rodeaba el título no era una mancha, sino la absurda respuesta de aquel hombre a mi arduo trabajo de toda una vida.


—Escríbela de nuevo, desde el principio. Es floja y aburrida, la historia no tiene coherencia y las escenas de sexo, si es que a eso se le puede dar el apelativo de sexo, son cansinas y cargantes. Vamos, que prefiero clavarme un tenedor en un ojo antes que volver a leer algo como eso. El primer capítulo tan sólo describe un puñetero paisaje… ¿para qué coño quieres diez páginas para hablar hasta de las motitas de color de los ojos del pájaro del vecino de tu protagonista?


—¡Pues las editoriales a las que lo envié no me lo rechazaron tan rudamente como tú! —me enfrenté a él, muy indignada con su opinión, mientras abrazaba con fuerza el libro contra mi pecho.


—A ver si adivino lo que te contestaron: «Querida señorita Chaves, aunque su obra es bastante original e interesante, no es lo que estamos buscando en estos momentos. Gracias por pensar en nosotros y blablablá…» y demás mierda de despedida —recitó Pedro, acertando casi palabra por palabra el mensaje que en efecto había recibido varias veces a lo largo de mi vida—. Cariño, te presento el mensaje estándar de cualquier editorial a la hora de deshacerse de alguien. No serás la primera escritora que lo recibe, ni tampoco la última —finalizó tan despreocupadamente como siempre,
sin importarle lo más mínimo mis sentimientos.


—¿Por qué tienes que ser tan cabrón? —pregunté irritada, mientras lágrimas de frustración y dolor asomaban a mis ojos.


—Intento que veas la realidad de este mundo que te has imaginado como un lecho de rosas —respondió Pedro, secando las lágrimas que comenzaban a rodar por mis mejillas—. ¿Cuántas veces crees que recibí ese mensaje antes de aprendérmelo de memoria? ¿Cuánto crees que vendería si todos supieran quién es en realidad esa ancianita tan bondadosa a la que idolatran? Estar en el lugar indicado en el momento preciso sólo es cuestión de suerte y mientras ese instante llega, lo único que puedes
hacer es seguir escribiendo para tratar de mejorar tu obra.


—¿Es eso lo que haces mientras te escondes de la fama? —señalé airadamente, un tanto resentida por la sinceridad de sus palabras, a la vez que sacaba de mi bolso uno de sus libros de intriga, que le había comprado a Pablo para ver otra de las caras de ese escritor.


—¡Vaya, éste no lo recordaba! —dejó caer él despectivamente cogiéndolo de mis manos y dedicándomelo con el mismo rotulador rojo con el que había osado insultarme.


Le arranqué con violencia el libro de las manos cuando me lo tendió como si de una ofrenda de paz se tratase y, llegando a mi límite por toda aquella absurda situación, grité una estúpida amenaza que finalmente pareció hacer mella en él y que podría obligarlo a hacer lo que yo deseaba.


—¡Si no escribes hoy, aunque sólo sean unas líneas de tu libro como Miss Dorothy, llamaré a Pablo para revelarle la otra cara de su querido escritor! ¡A ver si tienes lo que hay que tener para evitar que la lengua de ese hombrecillo proclame a los cuatro vientos quién es en verdad el autor al que representa!


—¿Y qué pasa con el contrato de confidencialidad que firmaste con Natalie?


—¡Ahí está el quid de la cuestión: con las prisas de ella para que viniera a buscarte, aún no he firmado ninguno! Yo no formo parte de la editorial, así que sólo mi buena fe te mantiene apartado del mundo, algo que, después de esto, ha comenzado a tambalearse. —Sonreí irónica mientras le mostraba mi manuscrito.


Y al fin pude ver, gratamente satisfecha, cómo se cumplía mi pequeña venganza cuando él entró en su despacho maldiciendo mi nombre, pero decidido a darme algo para que guardara silencio.


Me mantuve unas horas alejada de él, leyendo uno de sus libros de intriga, que, aunque no me atraía tanto como los de Miss Dorothy, también enganchaba al lector a su manera.


Intenté no mirar la dedicatoria que me había escrito Pedro en él, ya que seguro que sería algo grosero que me haría enfurecer, pero finalmente, tras otra media hora, no lo pude evitar y me dispuse a leerla. Conociéndolo como ya lo conocía, sería un mensaje destinado sólo a mí.


Creía saberlo todo de aquel hombre que a primera vista era muy simple, pero en realidad todavía no lo conocía lo suficiente: su mensaje me sorprendió a la vez que me hizo reflexionar sobre sus consejos, ya que en las palabras que me había dedicado hallé un atisbo de mi adorada Miss Dorothy, a la que tanto admiraba:
Todos los escritores creemos que nuestras obras son las mejores. Por desgracia,
siempre habrá alguien en esta vida que sea mejor que nosotros. Pero no lo dejes:
solamente rehazte…


Ésas eran las sabias palabras que siempre llegaban al corazón de las personas cuando leían algo de Miss Dorothy.


Posdata: practica más sexo. Las escenas de amor son malísimas. Yo me ofrezco voluntario para enseñarte.


Y ése, sin duda, no era otro que el grosero Pedro Alfonso, al que siempre tendría
ganas de patear en la entrepierna.


Como sus palabras no me habían hundido en la miseria como yo esperaba, decidí llevarle un tentempié como ofrenda de paz y tal vez escuchar alguno de los consejos de un hombre que tenía mucha más experiencia que yo en ese mundo que no era tan maravilloso y de color de rosa como yo había imaginado.


Entreabrí la puerta despacio, dispuesta a no molestar a un escritor en mitad de su proceso creativo, y entonces vi que lo único que estaba haciendo era jugar online con algunos de sus amigos, que tenían estúpidos nicks como Rompebragas, Eskila-ojetes o Manco_amasno_ poder35. Para no quedarse atrás, Pedro se había apodado Dios.


El juego era una simulación de guerra en la que uno se dedicaba a masacrar al vecino y a hacerse con todas sus armas hasta ser el único que quedaba en pie. Como todos los hombres obsesionados con sus maquinitas, Pedro tenía en su estudio una gran pantalla plana desde donde seguía atentamente los movimientos de sus compañeros de juego. Un mando inalámbrico que no cesaba de mover y unos auriculares con micrófono a través de los que conversaba con sus amigos o enemigos, a saber lo que eran en esos momentos, completaban su equipamiento.


Después de adentrarme silenciosamente en el estudio, de hacerme con el mando del televisor y de colocarme en un punto muerto donde Pedro no me viera, estaba más que dispuesta a esperar el momento adecuado para apagar la televisión, justamente en la parte decisiva de la partida, cuando de sus labios salieron unas palabras que me hicieron desistir de mi maldad.


—Sí, Esteban, ya te he dicho que esa mujer me vuelve loco. Es insoportable, pero gracias a ella he podido terminar un capítulo de mi novela. Tal vez debería agradecérselo llevándola a cenar o algo así… Sí, esta vez prometo no dejarla abandonada en la carretera. A pesar de todo, Paula se ha convertido hoy en mi musa.


Tras oír estas palabras, me acerqué emocionada al ordenador, donde el archivo en el que había estado trabajando Pedro aún permanecía abierto. Y sin que él se percatara de mi presencia, decidí echarle una ojeada a su nueva novela de amor, preguntándome qué personaje de esa historia sería yo. Después de todo, nunca había sido la musa de nadie. Eso realmente me conmovió… hasta que empecé a leer el capítulo de ese libro que, sin ningún género de duda, no pertenecía a Miss Dorothy, sino al burdo y patán Pedro Alfonso.


Un capítulo en el que se deshacían de una forma bastante violenta de una mujer con mis características, sólo para que su paranoico marido volviera a estar solo y pudiera recuperar su querido y solitario hogar... No sentí ni un atisbo de remordimiento cuando, justo antes de que Pedro consiguiera deshacerse del último rival, apagué la televisión privándolo de su victoria.


Gritó frustrado mientras golpeaba el mando con violencia, creyéndolo culpable de la pérdida de su memorable partida, a la vez que maldecía una y otra vez a sus compañeros, que por lo visto estaban saqueando su cadáver en ese estúpido simulacro de combate.


Cuando se dignó volverse y se percató de mi presencia, yo le señalé con el mando del televisor su escritorio, y, bastante molesta, le ordené volver inmediatamente al trabajo.


—¡Tú! ¡A escribir! —decreté impertinente.


Y tras observar cómo me dirigía una fulminante mirada, visiblemente enfadado, especifiqué:
—¡Y nada de novelas criminales por hoy! Escribe algo romántico, ¡y por el amor de Dios, nunca más vuelvas a utilizarme como tu musa! —exigí. Algo totalmente inútil, porque cuando devoró mi cuerpo con una de sus miradas, esta vez llena de deseo, supe que volvería a ser la protagonista de una de sus novelas.


Mientras le confiscaba la consola de juegos, decidida a apartarlo de cualquier situación que pudiera distraerlo, me pregunté por qué me inquietaba más que pensara en mí para inspirarle una escena de sexo que para una de asesinato. Y, finalmente, cuando estuve lejos de él, mi alarmada mente me confirmó mis más temidas sospechas: todo se debía a que las apasionadas escenas de sexo que Pedro escribiría conmigo como inspiración, cada día que pasaba estaban más cerca de convertirse en realidad.




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