jueves, 20 de diciembre de 2018

CAPITULO 14



Tras un vuelo de catorce interminables horas, con una escala de cinco en Ámsterdam, al fin llegué al aeropuerto de Inverness. Esta agradable y apacible ciudad es la capital de las Highlands, o Tierras Altas escocesas, y está situada justo en la desembocadura del río Ness.


A pesar de que eran unos paisajes dignos de verse, apenas pude entretenerme en mirarlos, ya que tenía que proseguir mi viaje. Así que alquilé un pequeño turismo y continué mi camino en la búsqueda de Miss Dorothy.


Con tres horas de diferencia horaria, un jet lag que me hacía desear llegar lo más pronto posible a mi destino para descansar y la contradicción de conducir por la izquierda, a lo que apenas había empezado a acostumbrarme, descubrí que mi vehículo resultó no ser muy buena elección, porque mientras la ciudad de Inverness se encontraba a tan sólo quince kilómetros del aeropuerto, y el pequeño y tradicional pueblecito escocés de Invermoriston, al que me dirigía, solamente se hallaba a unos cuarenta y cinco minutos de esa ciudad, la dirección que me habían dado era imposible de localizar con el navegador de mi coche.


Después de una hora de pelear con aquel GPS que me aconsejaba seguir recto cuando había un muro en mi camino, o girar a la derecha cuando allí sólo se veía un puñado de árboles y ningún sendero, desistí de hacerle caso a aquel cacharro suicida y decidí buscar por mí misma dónde narices se encontraba el dichoso lugar.


Las abruptas carreteras me hacían rebotar a cada instante y el almuerzo del avión era un mero recuerdo en mi estómago vacío, que no hacía otra cosa que protestar.


Finalmente, harta de dar vueltas sin sentido, me detuve a un lado del camino y rebusqué en mi bolso hasta dar con una suculenta chocolatina, que estaba más que dispuesta a saborear para acallar el ruido de mi estómago y calmar mi impaciente ánimo.


Mientras degustaba esa exquisitez de tres capas de galleta con cubierta de chocolate, rememoré la entrevista que había tenido con Natalie Wilson en sus oficinas.


Mientras hablaba con ella, me había dado la extraña sensación de que estaba cayendo en una trampa y que sin duda me arrepentiría... Las continuas risitas, toses y comentarios un tanto inquietantes de sus trabajadores me hicieron pensar por unos instantes que tenían que ver con nuestra conversación.


Pero eso era imposible: ¡todo el mundo en las redes sociales conocía el afable carácter de Miss Dorothy, y una persona que escribía historias de amor tan hermosas, definitivamente no podía ser una mala persona!


Apoyada en el capó del coche de alquiler, decidí parar al primer vehículo que pasase para ver si el conductor tenía más idea de donde estaba que yo, o si estaría tan perdido como mi ridículo GPS, que aún insistía en que girara a la derecha en un sitio donde lo único que había era una extensa arboleda contra la que poder estrellarme.


Después de más de media hora sin que pasase nadie, al fin vi un moderno cuatro por cuatro un tanto descuidado. Me puse en mitad de la carretera, con la mano en alto, y, ante mi asombro, el hombre que conducía aceleró, dispuesto a apartarme de su camino. Pero como yo había ido allí dispuesta a encontrar a aquella noble anciana para ayudarla con su problema, lo miré con decisión y me mantuve firme hasta que el vehículo finalmente se detuvo y pude acercarme a él.


Cuando eché un vistazo al pelirrojo y furioso hombre de unos treinta y pocos años que conducía aquel armatoste, para mi sorpresa descubrí tres cosas: primera, que si arreglaba un poco su desaliñado aspecto y aquella barba de tres días, con sus bonitos ojos castaños, sus hermosos cabellos, su fuerte complexión y su atractivo rostro podía ser bastante apuesto; segundo, que era el hombre más grosero del mundo; y tercero, que no había parado su vehículo por amabilidad o por mi desafiante osadía, sino porque se le había calado y se había quedado sin batería.


—¡Señorita, en estos momentos estoy demasiado ocupado para prestarle atención!
Además, no sé nada de mecánica, por lo que dudo que pueda ayudarla a usted si ni
siquiera soy capaz de ayudarme a mí mismo —comentó irritado el pelirrojo, mientras maldecía una vez más su vehículo, que intentaba desesperadamente hacer arrancar.


—Por suerte para usted, yo sí sé de mecánica... —repliqué con una amplia sonrisa, decidida a llegar al corazón de aquel hombre que, sin duda y en agradecimiento por mi ayuda, me indicaría amablemente la dirección que debía seguir.


—Sí, claro. —Sonrió ladinamente mientras me recorría de arriba abajo con una irónica mirada con la que me decía: «Eso no te lo crees ni tú».


A pesar de sus groserías, estaba totalmente decidida a que alguien me indicara el maldito lugar donde se escondía mi amable y dulce escritora, así que tomé aire y conté mentalmente hasta diez antes de dedicarle otra de mis sonrisas y dirigirme hacia el maletero de mi vehículo, en donde, como me aconsejaba mi padre, llevaba un kit completo de reparaciones de emergencia en carretera, porque nunca se sabía cuándo podía pasarle algo a tu adorado coche, y más aún si éste era alquilado.


Después de estacionar mi vehículo frente al del hombre para que los cables de las pinzas de arranque llegaran sin problema, levanté el capó de mi coche y me acerqué a él, mostrándole con una sonrisa lo que llevaba en la mano. Luego le pedí que alzara su capó y él así lo hizo. Pero dispuesto a observarme de cerca, para sin duda señalarme algún posible error, se apeó y se apoyó en la puerta de su cuatro por cuatro sin dejar de seguir cada uno de mis movimientos.


Yo, como ya estaba más que acostumbrada a ese tipo de comportamiento por parte de algún que otro arrogante y machista cliente que no me creía capaz de trabajar en el taller simplemente por mi delicada apariencia, hice como siempre hacía y lo ignoré por completo mientras llevaba a cabo la tarea tan simple de recargar una desgastada batería que, sin duda, necesitaba un recambio.


Tras conectar los cables adecuadamente, me dirigí hacia su vehículo para arrancarlo. Él, apoyado despreocupadamente en la puerta del conductor, alzó jactancioso una ceja al tiempo que me abría burlón la puerta con una amabilidad de la que ambos sabíamos que carecía.


Después de arrancar el vehículo, me paseé orgullosa junto al individuo, hasta que sus crudos comentarios borraron la sonrisa de mi rostro.


—¡Vaya! Nunca me habría imaginado que el universal papel de dama en apuros en mitad de una carretera se invertiría, lo que me hace preguntarme qué demonios hacía usted parada en mitad de este solitario lugar si su vehículo está en perfectas condiciones. Eso me lleva a decirle que, si ha venido a buscar clientes, no creo que vaya a ganar mucho en esta zona. Pero bueno, por ser usted la contrato. ¿Cuánto por un trabajito rápido?


Ahí fue cuando se me abrió la boca de asombro, mientras me preguntaba qué parte de mi aburrida indumentaria —unos vaqueros negros, un jersey gris que me llegaba hasta las rodillas, una chaqueta de piel marrón forrada y una botas de piel de borrego— se podía confundir con las llamativas ropas de una mujer que vendía su cuerpo al mejor postor. Me dieron ganas de desconectar las pinzas de la batería de su vehículo para conectarlas directamente a sus pelotas, tal vez así aprendería la lección y no incurriría en más errores como ése, pero en lugar de ceder a mis vengativos instintos, respiré hondo y le grité, bastante ofendida:
—¡Me he perdido y simplemente estaba esperando a que pasara alguien para que me indicara esta dirección! —dije, sacando el arrugado papel de mi bolsillo y poniéndolo delante de sus narices, para que esta vez no volviera a confundir mi actitud.


Él me lo arrancó de las manos y lo miró atento. 


Por unos instantes creí ver cómo fruncía el ceño algo molesto. Pero como luego simplemente me dirigió una sarcástica sonrisa antes de devolvérmelo, descarté que aquello lo hubiera importunado.


Tras guardarme el maldito papel en el bolsillo trasero de los vaqueros, desconecté los cables y los guardé. Cuando estaba empezando a apartarme del lado de ese grosero sujeto, él me retuvo cogiéndome de un brazo y, sorprendentemente, se disculpó con unos amables modales que no pensaba que tuviera.


—Siento haberla ofendido. Mi comentario ha estado fuera de lugar. Como disculpa voy a ayudarla. —Osadamente, metió la mano en el bolsillo donde yo había guardado el arrugado papel y enseguida me dibujó un mapa de la dirección que debía tomar, que por lo visto se hallaba en sentido totalmente opuesto a la que yo había seguido hasta entonces.


Tras conseguir lo que tanto deseaba, lo fulminé con una intensa mirada y me alejé de él antes de que decidiera volver a guardar la nota en su sitio, luego me aparté de su lado, más que decidida a no cruzarme nunca más en el camino de un hombre tan ofensivo como ese pelirrojo.


Para mi desgracia, debí sospechar del amable gesto de un tipo como ése, ya que cuando llegué al destino que me había indicado, me encontré ante una vieja y escandalosa posada, donde finalmente decidí pasar la noche para entrar en calor y borrar de mi mente al desaprensivo que me había tratado como a una idiota.


Al día siguiente todo sería distinto, me levantaría con renovadas energías y más que dispuesta a dar con Miss Dorothy, esa gran escritora que sin duda me ayudaría a hacer realidad mi sueño, mientras yo la ayudaba a ella a recordar cuál era el suyo.


Me dormí con esa hermosa idea en la cabeza… ¿Quién me iba a decir que todos mis sueños acabarían convirtiéndose en pesadillas cuando al fin encontrara a mi adorada heroína?




CAPITULO 13





Natalie Wilson ultimaba una vez más todos los detalles para que nada pudiera salir mal en esa ocasión. Todo estaba preparado y planeado con exactitud. La incauta joven a la que encomendaría aquella ardua tarea subía en esos momentos hacia su oficina. El billete de avión con destino a aquel recóndito lugar de las Tierras Altas de Escocia en donde se escondía Miss Dorothy, estaba dispuesto para el día siguiente, con las horas justas para que la chica no tuviera mucho tiempo de pensar sobre el trabajo que iba a realizar.


Natalie se había asegurado de que Miss Dorothy estuviera allí, dejándole caer a su ayudante, Luis, que en breve le llegaría un importante paquete que debería recibir en persona. El inocente Luis, con el que siempre hablaba últimamente, creyendo que se trataba de otro jugoso adelanto, le había confirmado el paradero de la reticente autora.


Ahora Natalie sólo tenía que mandar el paquete y convencer a Paula Chaves de que
no volviera hasta que hubiera conseguido el maldito libro.


Desafortunadamente, estaban pintando su despacho y como no quería tener que explicarle a su jefe qué hacía allí la joven, se resistió a pedir una de las salas de reuniones y prefirió que el encuentro se llevara a cabo en uno de los numerosos y estrechos cubículos que había en aquella planta, concretamente en el de su ayudante, donde se podía oír todo.


Lo positivo de esa solución era que su jefe nunca pasaba por allí, sin embargo, había un pero: todos los empleados que trabajaban en esos cubículos sabían cómo era en realidad Miss Dorothy, así que Natalie esperaba que, por una vez, hubieran leído su última circular y no desobedecieran sus órdenes. ¡Porque como dijeran una sola palabra, estaba dispuesta a ponerlos de patitas en la calle!


Cuando le dijeron desde recepción que Paula Chaves estaba en el edificio, Natalie dirigió una última mirada amenazante a los empleados, mientras salía a recibir con una grata sonrisa a su pequeño milagro, que tal vez fuera la única que consiguiera hacer que el duro corazón de Miss Dorothy se ablandara un poquito.


—¡Me alegro tanto de que estés aquí! —exclamó efusivamente, dándole a la ingenua muchacha el abrazo de Judas.


—Gracias. Como te prometí, he venido para hablar de ese espléndido trabajo relacionado con Miss Dorothy —respondió Paula muy alegre.


Tras esas inocentes palabras, se oyó de fondo algún que otro ahogo y varias toses procedentes de la multitud de cubículos. Natalie los amenazó nuevamente con su intransigente mirada, mientras dirigía a Paula hacia el lugar de su reunión, para que tomara asiento y tuvieran un poco más de intimidad.


—Te comentaré de qué va el trabajo. Verás, hace unos años que Miss Dorothy tiene problemas para terminar su libro.


—Entonces, ¿ los rumores sobre su enfermedad son ciertos? —preguntó la joven, un tanto afligida.


—No verás, esto se debe a que…


—¡Es una vaga! —dejó caer, disimulándolo bajo una falsa tos, alguien a quien Natalie no pudo reconocer.


Por suerte, Paula no lo oyó, sumida como estaba en la preocupación de que su heroína hubiera sufrido algún desgraciado percance.


—Lo que sucede es que Miss Dorothy ha perdido la inspiración, algo tremendamente triste para una escritora de su talla, y lo que quiero es que tú vayas a verla para recordarle por qué tiene que escribir esa última novela. Tal vez cuando vea a una de sus seguidoras en persona recupere las ganas de crear otra de sus maravillosas obras. Tu trabajo consistirá en ir a su casa y no volver aquí sin ese libro. No sé cuánto se prolongará tu estancia, pero seguro que Miss Dorothy te ofrecerá afectuosamente su
hogar para alojarte.


Se oyeron unas apagadas risitas por toda la oficina, pero gracias a Dios, Paula no se dio por aludida.


—¡No se preocupe! Con toda seguridad mi padre podrá encontrar a alguien que me sustituya en el taller durante un período de tiempo prolongado y, además, no creo que tarde mucho en convencer a esa dulce y amable anciana de que debe retomar su labor.


Lo que se oyó entonces fueron unas carcajadas que resonaron por toda la oficina, y ése fue el momento en que Natalie supo que, si quería que sus planes salieran bien, debía darse prisa.


—Entonces ¡trato hecho! Éstos son los papeles que debes firmar antes de irte, éste es el billete del avión, que sale mañana hacia Escocia, y ésta la dirección a la que debes ir una vez allí. ¡Y toma también mi número de contacto por si lo necesitas! —dijo Natalie rápidamente mientras conducía a Paula hacia la salida.


—Entonces, mi manuscrito… ¿usted cree que Miss Dorothy me ayudará a terminarlo? —preguntó la joven, esperanzada.


—Sin ninguna duda. No podrá resistirse a ofrecerte su amable ayuda —respondió Natalie sin reparos, pese a saber lo crítica que podía llegar a ser en ocasiones Miss Dorothy—. ¡Y si consigues su novela, yo misma leeré la tuya! —anunció la editora, dispuesta a hacer lo que fuera si aquella chica lograba lo que a ella le había sido imposible conseguir en dos años.


—¡Tal como pensaba, Miss Dorothy es una de las personas más dulces y buenas que hay! —exclamó Paula, muy contenta y emocionada.


—Sí, sí… Cuando llegues, si tienes alguna duda ponte en contacto conmigo. El ayudante de Miss Dorothy es un joven pelirrojo llamado Luis, que te puede ayudar a localizarla si por un casual no estuviera. Pero te puedo asegurar que ella siempre está en casa y recibe muy cordialmente a las visitas.


Cuando las risas contenidas volvieron a resonar en la oficina, Natalie introdujo rápidamente a Paula en el ascensor y pulsó el botón de la planta baja. En el momento en el que las puertas se cerraron, las carcajadas de los desaprensivos que trabajaban para ella inundaron el lugar ante la inocencia de la joven.


—Te deseo mucha suerte, Paula. Sin duda la necesitarás —susurró Natalie en voz baja, sintiéndose culpable por lo que acababa de hacer, pero decidida a llevar a cabo su plan para salvar su empleo a toda costa.


—¡Sois lo peor! —gritó a continuación, exaltada, dirigiéndose a sus empleados con la intención de aleccionar a algunos de ellos por su mal comportamiento.


Luego recordó que la que peor se comportaba era ella, ya que había conducido a una inocente joven hasta la guarida del lobo. Y que, sin duda, cuando Paula llegara a Escocia, la dulce y amable anciana que ella esperaba en ningún momento la recibiría con amabilidad. Pero para entonces ya sería demasiado tarde, tanto para Paula como para ella…


—¡Que sea lo que Dios quiera! —volvió a murmurar Natalie, resignada, sin saber qué más hacer para conseguir lo que todo Nueva York le reclamaba: el estúpido y fastidioso libro de la venerable Miss Dorothy.



CAPITULO 12




Esa mañana me dirigí hacia las oficinas de la Editorial Violeta con paso decidido, dispuesta a llevar a cabo mi sueño y segura de estar un poco más cerca de conseguirlo.


Informé a mi padre del brillante futuro que me esperaba como escritora a partir de entonces y, una vez más, él suspiró, resignado a que abandonara de nuevo mi trabajo para intentar hacer realidad una ilusión que siempre se me escapaba.


Ya había faltado en otras ocasiones, ya fuera para entregar algún manuscrito o para ir a alguna entrevista en la que erróneamente me ofrecían un puesto de limpiadora o cosas así. A todas ellas acudía llena de optimismo, aunque al final volvía a casa totalmente deprimida y con el ánimo por los suelos.


Por suerte, mi padre siempre me esperaba con un gran bol de helado de chocolate y, aunque yo le insistía una y otra vez en que estaba a dieta, siempre acababa aceptándolo. Lo devoraba en unos pocos minutos, mientras no dejaba de contarle, llorando a moco tendido, todas mis penas, y él, como todo un hombre, aguantaba mis quejas para luego darme amorosamente alguna palmadita en la espalda y animarme a seguir escribiendo.


A pesar de tener veinticinco años y de haberme independizado, todavía seguía muy apegada a él. Especialmente porque vivía en el piso de al lado. Y es que a Jeremias Chaves no se lo podía dejar solo: estaba tan acostumbrado a que yo me encargara de las cosas de la casa desde que mamá murió que era imposible que sobreviviera más de una semana sin mi ayuda.


Mi padre era de ese tipo de hombres que se despreocupan totalmente de las tareas del hogar, ya sean limpiar, cocinar o simplemente tirar la basura. De no ser por las comidas que yo le preparaba a diario, estoy segura de que sería capaz de comer una y otra vez los insulsos platos precocinados de algún supermercado. Gracias a Dios que con los años había logrado enseñarle a ordenar un poco la casa y conseguir que no fuera un completo desastre.


Mientras Raúl me llevaba a las oficinas de la editorial en su tuneada moto, cuyos chillones colores morado y amarillo nunca pasarían desapercibidos, rogué porque Natalie Wilson no me viera llegar en ese vehículo que tanto destacaba entre los elegantes coches y algún que otro caro taxi de los que timaban a los habitantes y visitantes de Nueva York.


Tras asegurarle por enésima vez a mi protector amigo que estaría bien y que lo llamaría en cuanto terminara para que pasara a recogerme, me dirigí a las elegantes puertas de aquel impactante e inmenso edificio. Cuando llegué a la distinguida recepción, que contaba únicamente con un amplio mostrador y un impoluto suelo de mármol blanco, mostré la tarjeta que me había dado Natalie y, emocionada, no pude evitar dejar caer que mi trabajo estaría directamente relacionado con Miss Dorothy.


La mujer de mediana edad que me guio hasta el ascensor parecía bastante simpática, por lo que no pude comprender la triste negación que hizo con la cabeza ni la mirada de lástima que me dedicó poco antes de que las puertas del ascensor se cerraran. Incluso me pareció oír que susurraba «pobrecita», antes de que comenzara a ascender hacia la décima planta, donde, sin duda, un alegre destino me esperaba.