jueves, 20 de diciembre de 2018

CAPITULO 12




Esa mañana me dirigí hacia las oficinas de la Editorial Violeta con paso decidido, dispuesta a llevar a cabo mi sueño y segura de estar un poco más cerca de conseguirlo.


Informé a mi padre del brillante futuro que me esperaba como escritora a partir de entonces y, una vez más, él suspiró, resignado a que abandonara de nuevo mi trabajo para intentar hacer realidad una ilusión que siempre se me escapaba.


Ya había faltado en otras ocasiones, ya fuera para entregar algún manuscrito o para ir a alguna entrevista en la que erróneamente me ofrecían un puesto de limpiadora o cosas así. A todas ellas acudía llena de optimismo, aunque al final volvía a casa totalmente deprimida y con el ánimo por los suelos.


Por suerte, mi padre siempre me esperaba con un gran bol de helado de chocolate y, aunque yo le insistía una y otra vez en que estaba a dieta, siempre acababa aceptándolo. Lo devoraba en unos pocos minutos, mientras no dejaba de contarle, llorando a moco tendido, todas mis penas, y él, como todo un hombre, aguantaba mis quejas para luego darme amorosamente alguna palmadita en la espalda y animarme a seguir escribiendo.


A pesar de tener veinticinco años y de haberme independizado, todavía seguía muy apegada a él. Especialmente porque vivía en el piso de al lado. Y es que a Jeremias Chaves no se lo podía dejar solo: estaba tan acostumbrado a que yo me encargara de las cosas de la casa desde que mamá murió que era imposible que sobreviviera más de una semana sin mi ayuda.


Mi padre era de ese tipo de hombres que se despreocupan totalmente de las tareas del hogar, ya sean limpiar, cocinar o simplemente tirar la basura. De no ser por las comidas que yo le preparaba a diario, estoy segura de que sería capaz de comer una y otra vez los insulsos platos precocinados de algún supermercado. Gracias a Dios que con los años había logrado enseñarle a ordenar un poco la casa y conseguir que no fuera un completo desastre.


Mientras Raúl me llevaba a las oficinas de la editorial en su tuneada moto, cuyos chillones colores morado y amarillo nunca pasarían desapercibidos, rogué porque Natalie Wilson no me viera llegar en ese vehículo que tanto destacaba entre los elegantes coches y algún que otro caro taxi de los que timaban a los habitantes y visitantes de Nueva York.


Tras asegurarle por enésima vez a mi protector amigo que estaría bien y que lo llamaría en cuanto terminara para que pasara a recogerme, me dirigí a las elegantes puertas de aquel impactante e inmenso edificio. Cuando llegué a la distinguida recepción, que contaba únicamente con un amplio mostrador y un impoluto suelo de mármol blanco, mostré la tarjeta que me había dado Natalie y, emocionada, no pude evitar dejar caer que mi trabajo estaría directamente relacionado con Miss Dorothy.


La mujer de mediana edad que me guio hasta el ascensor parecía bastante simpática, por lo que no pude comprender la triste negación que hizo con la cabeza ni la mirada de lástima que me dedicó poco antes de que las puertas del ascensor se cerraran. Incluso me pareció oír que susurraba «pobrecita», antes de que comenzara a ascender hacia la décima planta, donde, sin duda, un alegre destino me esperaba.



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