miércoles, 19 de diciembre de 2018

CAPITULO 11




Natalie Wilson llevaba cerca de una hora sentada en el viejo y raído sillón de tercera de una minúscula sala de espera. El pobre taller en el que había tenido la desgracia de entrar consistía en una pequeña zona de trabajo en la que apenas cabían cuatro coches. Las piezas de éstos y las herramientas estaban esparcidas de cualquier modo, y un pequeño mueble con un viejo televisor distraía a los trabajadores mientras realizaban su tarea.


Por suerte, Natalie se encontraba en una habitación contigua a un pequeño despacho, desde donde, a través de los cristales, veía todo lo que ocurría con su coche en esos momentos, sin tener que mezclarse con la grasa ni acercarse a todos aquellos productos que podían manchar su caro traje. Pero para su desgracia, el mecánico que le cambiaba las ruedas era un joven de unos veintisiete años que, aunque debería ser rápido, era más lento que su abuela. En el buzón de voz se le iban acumulando mensajes de su jefe y la maldita Miss Dorothy no atendía sus llamadas. Y, para colmo, había dado con el único taller del mundo que tenía empleada a una mujer que se dedicaba a escribir novelas románticas.


Y, una vez más, ella tenía que ser la afortunada que descubriera a un nuevo prodigio de la literatura... Estaba harta de que cada dos por tres una peluquera, una camarera, una taxista e incluso la viejecita del puesto de flores de la esquina, se creyeran escritoras en potencia. Había una cosa de la que sin duda todas ellas carecían, eso que se llamaba «talento», y que por desgracia muy pocas personas tenían.


Bastantes problemas tenía ya con intentar no perder su trabajo por culpa de la maldita Miss Dorothy de las narices, como para fichar a otro bicho raro que le saliera igual de impertinente.


Finalmente, tras el último tono, decidió dejar un mensaje en el contestador a ver si en esa ocasión Miss Dorothy la escuchaba de una puñetera vez y se ponía en contacto con ella.


—¡Sal de una vez de tu maldita cueva! —le gritó Natalie a la única persona que permanecía aislada de todo el mundo, a pesar de que todo el mundo no dejaba de reclamarla con insistencia.


Luego, Natalie miró a aquella inocente joven de nombre Paula y, resignada y sin tener nada mejor que hacer, prestó atención a sus animadas palabras.


—Me he inspirado en esa fabulosa escritora que usted descubrió —dijo una vez más la mecánica que no dejaba de atosigarla con su largo manuscrito.


Tras oír esas palabras, Natalie rogó por que no dijera el nombre maldito y que se hubiera inspirado en cualquier otra persona racional que no fuera ella…


—¡Miss Dorothy es la mejor escritora del momento! —alabó ilusionada la joven. 


Natalie estaba a punto de decirle cómo era en realidad su idealizada autora. Que no era otra cosa más que un molesto grano en su trasero desde hacía dos años y que si no escribía nada era porque no le daba la gana a la muy hija de…, pero finalmente, tras mirar aquellos ojos de corderito degollado, no pudo decir nada.


Ella, que rechazaba todos los días a decenas de escritores, no podía deshacerse de una simple joven; no se vio capaz de romper sus ilusos sueños y eso la llevó a pensar que nadie podría ignorar a aquella dulce mujer cuando ésta estaba decidida a conseguir algo. Natalie sonrió ladinamente ante la nueva idea que estaba tomando forma en su cabeza…


Sin duda alguna era una locura, no era nada profesional y sólo Dios sabría si podía llegar a funcionar, pero como las opciones para conseguir el libro se le acababan y la desesperación convivía con ella desde hacía dos años, Natalie se lio la manta a la cabeza y se lanzó a por todas.


—¿Te gustaría conocer a Miss Dorothy? —le preguntó a la joven, haciendo que los ojos se le abrieran llenos de ilusión.


—¡Sí, me encantaría! ¡Tengo tanto que preguntarle sobre sus novelas y sus comienzos!


—Si no te importa viajar, tal vez tenga un trabajo para ti. Si lo llevas a cabo satisfactoriamente, puede que consiga que alguien lea tu novela, y si es buena, quién sabe: quizá pudieras ser tú la próxima Miss Dorothy... —jugó vilmente Natalie, tentándola con un atrayente caramelo.


—¡Sin duda soy la idónea para ese trabajo, señorita Wilson! ¡Sobre todo si con ello llego a conocer a mi adorada escritora! —exclamó llena de felicidad la joven Paula, haciéndola sentirse un tanto despreciable, pero dispuesta a pesar de todo a seguir adelante con su plan.


—Bien. Entonces te espero mañana a las ocho de la mañana en mi despacho. Ésta es la dirección —dijo Natalie, tendiéndole una de sus tarjetas.


Para su sorpresa, cuando la joven consiguió que ella la escuchara, el mecánico terminó en un santiamén de cambiar las ruedas de su automóvil. Luego Natalie pudo dirigirse hacia sus oficinas aún un poco inquieta por lo que estaba a punto de hacer. Tal vez más tarde le remordiese la conciencia o le pesara alguno de sus pecados, pero en ese momento era la desesperación la que guiaba sus pasos, así que en cuanto llegó a su despacho, llamó a su ayudante y le ordenó escribir una circular que todos en la oficina tendrían que memorizar para el día siguiente. El mensaje decía así: «Queda terminantemente prohibido hacer ningún comentario sobre Miss Dorothy. Desobedecer esta orden puede suponer el despido».


Nada ni nadie le iba a impedir recurrir a la última posibilidad que se le ocurría a su alocada mente para conseguir el libro de Miss Dorothy. Y si para ello tenía que sacrificar los inocentes sueños de una joven un tanto atolondrada, que así fuera.


Además, con eso tal vez Paula aprendiera una valiosa lección: las personas a las que idealizamos no son nunca como nosotros las imaginamos.




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