miércoles, 19 de diciembre de 2018

CAPITULO 10





Mientras aporreaba sin piedad la abolladura de la carrocería de aquel coche familiar que, una vez más, había cogido el hijo menor de los Philips, pensaba seriamente cuándo llegaría mi oportunidad de darme a conocer.


Llevaba escribiendo desde los diez años y, aparte de alguna que otra palmadita en la espalda por parte de mis profesores, apenas había conseguido nada. No había ganado ningún premio en el instituto por mis redacciones, no había obtenido el reconocimiento de ningún certamen juvenil, y ahora que no cesaba de participar en algunos concursos para adultos, lo único que conseguía era darme cuenta de cuánto aumentaba la competencia a lo largo de los años.


Los cursos para escritores en los que me apuntaba en ocasiones me ayudaban a mejorar mi forma de redactar, pero otras sólo eran un timo para sacarle el dinero a los que queríamos hacernos un hueco en ese difícil mundo. Aun así, yo seguía insistiendo, enviando mis manuscritos a todas las editoriales, por correo y en persona.


Pero siempre recibía la misma respuesta: «No es lo que estamos buscando en estos momentos…». En ocasiones me preguntaba si mis novelas llegaban a ser leídas o si acababan directamente en la papelera.


Suspiré, resignada a seguir un día más con mi poco atrayente trabajo, con su grasa, su pintura y alguna que otra pieza de desguace, sin poder dejar de pensar en cómo sería mi vida si hubiera tenido la suerte de ser descubierta por una de esas fantásticas editoras que siempre publicaban libros que se convertían en el no va más... Si yo fuera como Miss Dorothy, esa noble anciana que había llegado a los corazones de todos con sus dulces palabras, sin duda no volvería a pisar el taller, pero por lo visto, mi talento sólo daba para un estúpido eslogan de salchichas.


Cabreada una vez más con el dueño de ese local por haberse apropiado de aquella servilleta y hacer de esa necia frase su lema, sin duda sólo para fastidiarme, seguí aporreando violentamente la abolladura de la carrocería. Tan absorta estaba descargando mi enfado en aquel trozo de metal, que por poco paso por alto la presencia de esa famosa editora a la que todo Nueva York conocía.


Natalie Wilson era una mujer de carrera que, después de descubrir a Miss Dorothy, había salido en todas las revistas femeninas y había sido alabada por su gran hazaña como empresaria. Y ahora, frente a mí, estaba su majestuosa figura de mujer que cuidaba tanto su mente como su aspecto. Era un ejemplo para cualquiera, y el caro traje de ejecutiva que llevaba demostraba lo alto que había llegado en su carrera.


Un rostro perfecto, melena corta, rubia y brillante, y una manicura impecable hacían que Natalie Wilson pudiera deslumbrar a todos en el pequeño taller y, sin duda, el hecho de que estuviera allí, cuando hacía poco que yo había enviado uno de mis manuscritos a su editorial, no podía ser una mera coincidencia.


Mi padre y Raúl la miraron un tanto asombrados. 


Sin duda también la reconocieron, ya que yo les había enseñado decenas de veces aquellos artículos de las revistas femeninas que ellos nunca tocarían.


Rápidamente, solté mi herramienta de trabajo dispuesta a hacer que mi descubridora no se desesperara por mi ausencia y, tras limpiarme la cara y las manos con un trapo limpio, fui a presentarme a mi mecenas. Cuando nuestras miradas se cruzaron, yo hinché el pecho con expectación, esperando oír las palabras que me convertirían en una nueva estrella y acallaría las incesantes burlas de los que me rodeaban. Esas palabras que me lanzarían a la fama, que me proclamarían como una nueva promesa de la escritura, esas que…


—¿Podría cambiar las ruedas pinchadas de mi deportivo, por favor?


Esa simple frase me devolvió a la realidad y las carcajadas de mi padre y de Raúl me hicieron darme cuenta de que nada cambiaría en mi vida si yo no hacía algo para eso ocurriera, así que, decidida a cambiar mi futuro, cogí la grúa de mi padre y me dirigí hacia donde me indicó ella.


Estaba más que dispuesta a que Natalie Wilson leyera mi novela como fuera, y si para ello tenía que convencer a Raúl de que le cambiara las ruedas a paso de tortuga, no dudaría en recurrir a ello.


¡Como que me llamaba Paula Chaves que alguien leería mi jodido libro de una maldita vez!




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