miércoles, 19 de diciembre de 2018
CAPITULO 8
Seis meses antes, Nueva York
Paula Chaves era una mujer de veinticinco años, de aspecto muy sencillo: pelo castaño y lacio, que casi siempre llevaba recogido en una coleta, de estatura media, y cuyos únicos rasgos destacables eran un rostro un tanto inocente y unos llamativos ojos de color violeta que hacían que la gente no pudiera olvidarse de esa alegre joven que los saludaba con una amable sonrisa en un sitio donde nadie se paraba apenas a saludar al vecino, y menos aún a un simple conocido.
Paula vivía en la superpoblada ciudad de Nueva York, un lugar donde todo podía pasar. Allí cada día descubrían a una nueva estrella, ya fuera una dulce y melodiosa cantante, un fuerte e intrépido deportista o tal vez un talentoso actor. Por desgracia, los escritores buenos parecían escasear, o tal vez no se les daba suficiente
publicidad.
A Paula le gustaba escribir y, como miles de personas en aquella ciudad, tenía un manuscrito que presentaba una y otra vez a distintas editoriales esperando ser descubierta, pero al parecer las editoriales no querían descubrirla, así que, como cientos de jóvenes soñadores, trabajaba en algo que se le daba bien, mientras intentaba llevar a cabo su sueño, que no era otro que convertirse en una escritora tan talentosa y
brillante como lo era aquella nueva promesa de las novelas románticas, cuyos libros causaban furor en todo el mundo.
Ella, como muchas otras mujeres, admiraba profundamente a Miss Dorothy, una anciana que había escrito una saga de libros románticos en los que los protagonistas pasaban por decenas de dificultades y su amor nunca llegaba a consolidarse, porque siempre había alguien que separaba a la pareja en el último instante.
Esa noble viejecita había conseguido que la mitad de la población la adorase por sus novelas, mientras que la otra mitad la odiaba por la desesperación de no saber nunca cómo acabarían sus turbulentas historias.
Miss Dorothy tenía un total de seis libros en el mercado, que habían sido publicados en todos los formatos posibles en los últimos años. Incluso se hablaba de la posibilidad de rodar alguna película, pero esa talentosa anciana hacía dos años que no publicaba nada y todas sus fans estaban impacientes, porque se rumoreaba que la siguiente novela sería la última de la intrigante saga y que, al fin, los protagonistas acabarían juntos a pesar de todas las adversidades.
Entre los cotilleos que publicaba la prensa se hablaba de una enfermedad de origen desconocido que afectaba a Miss Dorothy y que la mantenía aislada de todos y sin posibilidad de escribir. En todo el mundo, las miles de apasionadas lectoras que seguían sus historias rezaban para que se curara y finalmente pudiera concluir su gran obra antes de pasar a mejor vida.
Miss Dorothy era un ejemplo más de cómo muchos escritores consiguen publicar sus obras a edades tardías, con lo que disfrutan poco tiempo de la grandeza que alcanzan sus libros.
Paula estaba decidida a que eso no le pasara a ella, por lo tanto, era sumamente persistente: se apuntaba a decenas de cursos para mejorar su escritura, reescribía una y mil veces su obra sin llegar a estar nunca contenta del todo con esa novela que siempre daba vueltas en su cabeza; incluso mientras trabajaba, no paraba de intentar rehacer una y otra vez a esos personajes que tanto la acababan frustrando.
Trabajaba en el negocio familiar, ayudando a su solitario padre viudo. Pese a que Paula llevaba allí prácticamente toda la vida, aún había muchos clientes de la zona de Brooklyn que no podían concebir que, cuando aquella delicada mujercita cambiaba sus femeninas ropas por el mono de trabajo, se convirtiera en un auténtico genio en todo lo referente a la reparación de vehículos.
Que el negocio familiar, llamado Los Chaves, fuera un viejo taller en un antiguo edificio de la calle Union no era muy inspirador para desarrollar la idea de una elaborada historia romántica, pero aun así Paula lo intentaba.
—Vale, papá, ¿y si el protagonista es un mecánico y ella una cliente y entre los dos
surge el amor? —comentó animadamente Paula, mientras pintaba el capó de un
cuatro por cuatro.
—Me confundes, hija, ¿estás escribiendo una novela romántica o el guion de una película porno? —le preguntó jovialmente Jeremias Chaves, mientras disfrutaba de una merecida cerveza en un tiempo de descanso que pocas veces se tomaba por dos razones: la primera, que a sus cuarenta y seis años era todo un chaval y no lo necesitaba, y la segunda y más importante, porque sus atolondrados empleados pocas veces lo dejaban en paz.
—¡Jo, papá! ¡No seas tan crítico con mis ideas! —se quejó ella infantilmente, intentando sacar una idea romántica de donde no había más que grasa y algún que otro tornillo suelto, tanto de los automóviles como del personal del taller.
—Sí, ya veo el primer diálogo de tu novela: «¿Quieres que te preste mi herramienta, nena?» —se carcajeó abiertamente Raúl Álvarez, el otro empleado del taller, mientras hacía un gesto bastante grosero con las caderas.
Jeremias lo fulminó con la mirada. Las jocosas bromas eran una costumbre entre Paula y Raúl desde que eran pequeños, pero él, un alocado joven de ojos negros y pelo oscuro, como siempre ignoró sus advertencias y siguió pinchando incansablemente a la adorada hija de Jeremias.
—Si quieres, yo te puedo servir de modelo en la investigación para tus novelas — insinuó, alzando provocadoramente una ceja.
—Las escritoras no trabajamos así, Raúl. ¿O es que acaso te crees que Miss Dorothy, a su edad, puede permitirse hacer todo lo que pone en sus libros?
—Cariño, tú aún no eres una escritora, y lo único que has conseguido publicar es el anuncio, un tanto obsceno, todo sea dicho, de la tienda de perritos calientes de la esquina —señaló Raúl, intentando devolverla a la realidad.
—¡No es obsceno! Es pegadizo y la gente lo recuerda…
—«Tan grandes y calentitas, nunca habrás probado unas salchichas tan exquisitas»
—recitaron al unísono y con sorna Jeremias y Raúl, algo que siempre hacían cuando
querían sacar de quicio a la dulce Paula.
—¡Sois…, sois…! ¡Ah, os dejo por imposibles! ¡Ya veréis! ¡Algún día seré una famosa escritora y entonces no os daré ni la hora!
—Pero siempre nos quedará ese hermoso eslogan como recuerdo… —bromeó Raúl antes de entonar una vez más ese dichoso estribillo que a ella siempre la sacaba de sus casillas.
¡Maldito fuera el día en que se lo apuntó en una servilleta de papel a su vecino, el dueño del local de perritos calientes, como una simple broma! El sitio siempre estaba tan abarrotado que apenas necesitaba ningún reclamo.
—¡Ya veréis! ¡Algún día entrará una gran editora por esa puerta y me dirá que soy la nueva promesa de la escritura y que llegaré a ser tan famosa como Miss Dorothy!
Ante esas dignas palabras, el padre de Paula y Raúl se miraron serios e hicieron lo único que podía hacer alguien en esas circunstancias: entonar una vez más la canción de las salchichas, lo que hizo que Paula saliera airadamente del taller para tomarse un descanso. Por desgracia, el único local abierto a esas horas donde podría disfrutar de un almuerzo decente era el de su vecino y sus malditas salchichas.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario