miércoles, 19 de diciembre de 2018

CAPITULO 9




La Editorial Violeta se había convertido en una de las más famosas, después de dar a conocer al público a la gran promesa que era Miss Dorothy. En pocos años, ésta había vendido millones de ejemplares en todo el mundo, con lo que ellos habían pasado de ser una pequeña editorial a una gran empresa que movía millones de dólares.


Habían publicado a otras grandes escritoras, pero ninguna llegaba tanto al público como Miss Dorothy. El problema que conllevaba esto era que esta famosa escritora no era como todos imaginaban. No era encantadora, ni de trato fácil y nunca, pero nunca, hacía caso a su editora.


Ésta, Natalie Wilson, tenía unos cuarenta años y una gran trayectoria profesional, y estaba hasta las narices de tratar con la prepotente escritora. Maldecía una y otra vez el día en que se le ocurrió publicarla, a pesar de todas las ganancias que había proporcionado a la editorial, sobre todo porque Natalie empezaba a sufrir de estrés, tenía una incipiente úlcera de estómago y se habían exacerbado sus instintos asesinos desde que trataba con la adorable Miss Dorothy.


Desde arriba la presionaban para que la autora terminara al fin su aclamada saga Redes de amor. Sus fans no hacían otra cosa que mandar miles de cartas y correos electrónicos a la editorial preguntando por qué la ancianita aún no había terminado de escribir su última novela, y a menudo querían saber si eran ciertos los rumores sobre la enfermedad de su adorada escritora.


En más de una ocasión, Natalie tenía ganas de contestarles que la única enfermedad crónica de Miss Dorothy era la vagancia... Dos años llevaba persiguiendo a esa maldita alimaña para que acabara ese libro que todos esperaban, y ella les iba dando largas una y otra vez. La había amenazado incluso con hacer intervenir a sus abogados, la había perseguido hasta su escondrijo y enviado a cada uno de los empleados de la editorial para intentar convencerla de que terminara el libro… pero
nada.


Natalie había llorado, implorado y suplicado y ya estaba desesperada, porque no sabía qué más hacer. Veía cómo las posibilidades de rodar una película sobre la saga, y los millones de ganancia que obtendrían, se les escapaban, y cada vez que su jefe la llamaba a su despacho, se imaginaba que pedía su cabeza en una bandeja de plata por no haber conseguido la maldita novela.


En ese momento, una vez más, Natalie se dirigía al despacho de su jefe sin saber qué nueva excusa ponerle ante el retraso tan prolongado de esa obra que parecía no tener fin. Entró intentando confundirse con el entorno y ver si su jefe estaba lo bastante ocupado como para que la dejara marchar con vida.


Por suerte, estaba hablando por teléfono, pero para desgracia de Natalie, la conversación era con su mujer, algo que últimamente no lo ponía de muy buen humor.


En cuanto ella entró en la estancia, Brian Reed, un hombre canoso de unos sesenta años, con una prominente barriga y un impecable traje siempre impoluto, le dirigió una fulminante mirada, mientras con una simple señal le indicaba que tomara asiento ante su poderosa presencia.


Tras concluir su charla, colgó el teléfono un tanto enfadado y dirigió toda su ira hacia la inocente empleada que no hacía otra cosa que intentar hacer su trabajo.


—Señorita Wilson, no estamos contentos con su trabajo. A día de hoy ya deberíamos haber publicado ese libro que usted nos prometió que conseguiría. Los fans de Miss Dorothy empiezan a impacientarse y, a decir verdad, nosotros también.


—¡Es maravilloso! Tengo el primer capítulo y le puedo asegurar que es espléndido: ¡nadie ha escrito nunca nada igual! —mintió Natalie, pensando que, efectivamente, ninguno de sus otros escritores se atrevería nunca a mandarle, bajo el título El libro más triste del mundo, doscientas páginas en blanco con la única excepción de tres palabras en la última: «Se murió» y «Fin».


—¡Estamos cansados de oír eso una y otra vez y de no haber visto aún ni una página de ese supuesto libro! He hablado con los demás directivos de la editorial y hemos decidido concederle un año para obtener la novela. Si no lo hace, tendremos que despedirla. ¡No puede ser tan difícil conseguir un libro más de esa escritora! Si usted no está a la altura, tal vez no sea apta para quedarse con nosotros. Eso es todo, señorita Wilson.


Mientras salía del despacho, Natalie decidió que merecía un descanso, se tomaría su tardío almuerzo en ese mismo momento. Y mientras pensaba dónde narices comer a esas horas, maldijo mil veces a Miss Dorothy, a su jefe, que a saber por qué siempre hablaba en primera persona del plural cuando era el único que mandaba allí, y al vagabundo de la esquina, que le hizo pensar que muy pronto podría acabar compartiendo su cartón con él en la Quinta Avenida si la ponían de patitas en la calle.


Pero después de meditarlo un rato sonrió, porque si finalmente la despedían no tendría que volver a tratar con Miss Dorothy, su úlcera desaparecería y podría observar con una sonrisa cómo su jefe intentaba lo que era sencillamente imposible: que esa persona volviera a escribir un puñetero libro que contuviera más de cinco páginas en las que no transcribiera un programa de cocina, como había hecho en su último manuscrito.


Natalie Wilson cogió su caro deportivo, que se había comprado con mucho esfuerzo, y condujo sin rumbo hasta que su inquisitiva nariz oliera algo que le fuera meramente apetecible en aquel nefasto día. Tras conducir un rato, su coche se detuvo de repente cuando los puntiagudos escombros procedentes de una obra acabaron con sus neumáticos.


Natalie paró donde pudo y, al ver que tenía varias llamadas perdidas de su jefe, desistió de esperar una grúa y buscó directamente la dirección del taller de reparaciones más cercano. Por suerte, éste se hallaba junto a un local de perritos calientes con un eslogan horrible, por cierto, pero que olía deliciosamente bien. Así que, muy dispuesta a acabar con su dieta en uno de esos días en los que nada parecía salirle bien, Natalie apagó su móvil y se dirigió decidida hacia donde se hallaba su almuerzo alto en grasas y con alguna que otra caloría de más, que le haría recordar lo delicioso que era en ocasiones saltarse las reglas para tener una vida sana, pero insoportablemente insípida.




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