viernes, 28 de diciembre de 2018

CAPITULO 37




Ante la incredulidad de Paula, Pedro finalmente había cumplido su promesa y la había llevado a cenar a un selecto y caro restaurante. Si hubiera sabido que lo único que necesitaba hacer para que se comportara como un caballero era llamar su atención con un contundente golpe, sin duda lo habría pateado mucho antes.


Paula creyó que no los dejarían pasar de la puerta, ya que su ropa de diario, consistente en unos vaqueros y un simple jersey, no se podía igualar a los elegantes trajes y vestidos de diseño que inundaban el lugar. Pero para su asombro, el maître los hizo pasar delante de una elegante pareja y los llevó hasta un lugar reservado para ellos.


Les sirvieron un delicioso vino de importación y los agasajaron con unos entrantes que no estaban en la carta. Luego los dejaron a solas para que pudieran elegir la comida con calma y sostener una tranquila y pacífica conversación, algo que necesitaban con urgencia, ya que las palabras cruzadas entre ellos hasta ese momento eran o bien gritos o bien insultos pronunciados con bastante malicia.


Tal vez si disponían de un tiempo a solas pudiesen dedicarse a conocerse mejor y
Paula fuera capaz de entender por qué aquel obtuso escritor se negaba a hacer lo que tan bien se le daba: escribir otra entrañable historia de ese amor en el que no creía.


—Bueno, ¿me revelarás al fin por qué narices te niegas a escribir la novela? Después de todo, me debes una compensación por haber hecho que muestre mis encantos ante una decena de borrachos. ¡Y quiero saber la verdad, no las excusas baratas que me has dado hasta ahora! —dijo, dándole algún que otro lánguido sorbo a
un delicioso vino que sin ningún género de dudas nunca en su vida volvería a probar, ya
que su sueldo de mecánica no le permitiría ni siquiera pasar de la entrada de un lugar tan elegante como ese restaurante—. Tú y yo sabemos que puedes escribir ese tipo de historias con los ojos cerrados, y si has publicado durante estos años varios de tus
libros de intriga, significa que has trabajado a la vez en los dos géneros sin que ninguno
de ellos afectara al otro. Entonces, ¿por qué este repentino retiro? —–indagó Paula,
intrigada por la historia que se ocultaba detrás de ese escritor.


—Verás, yo antes trabajaba como reportero, y en ocasiones me enviaban a países un tanto… conflictivos —confesó Pedro, afligido, mientras se pasaba una mano por los revueltos cabellos y proseguía con su triste historia—. Mi prometida me acompañó a uno de esos peligrosos viajes y se vio envuelta en un tiroteo. Murió delante de mis ojos sin que yo pudiera hacer nada y…


Paula lo miró con ojos suspicaces cuando su historia comenzó a parecerse demasiado a la de uno de los personajes de los libros de Miss Dorothy. Aun así, pensó que podía ser cierta, ya que algunos escritores incluían en sus novelas algo de la realidad que rodeaba sus propias vidas, pensamiento que fue rápidamente descartado cuando vio cómo Pedro intentaba ocultar su maliciosa sonrisa tras una mano.


—Esa historia es muy similar a la de Philip Moris, el reportero de una de tus novelas que se enamora de la protagonista en la primera parte de Redes de amor — respondió Paula jugando con su copa, un tanto aburrida de escuchar las excusas de ese hombre, que cada vez eran menos coherentes.


—Vale. Mi esposa murió hace dos años en un accidente de tráfico por culpa de un conductor borracho que… —intentó mentir él de nuevo.


—Eso pasaba en la tercera parte de Redes de amor —lo interrumpió Paula, ignorándolo mientras leía con atención la carta y decidía el carísimo plato que se pediría para desinflar un poco la cartera de aquel mentiroso.


—Bueno, la verdad es que fue en un accidente de avión y…


—Segunda parte. Historia lacrimógena que cuenta el abogado del protagonista para hacerse con su cliente… ¿Por qué no pruebas simplemente a decirme la verdad? —replicó furiosa, mientras cerraba la carta tras decidir pedirse la langosta más grande que hubiera.


—No tengo ni idea de cómo escribir esa novela… —confesó Pedro, alzando su rostro, en el que esa vez se reflejaba la veracidad de sus palabras—. A mí me apasionan las historias de intriga que, por lo visto, no soy demasiado bueno escribiendo y en las que aún nadie me reconoce. Ésas son novelas que me resultan fáciles de hacer. Pero las historias de amor en las que tanto destaco son una pesadilla para mí. La verdad es que no sé cómo me las he ingeniado para escribir seis, y todavía no sé cómo voy a apañármelas para hacer esta última y que no sea una enorme decepción para la gente que adora a Miss Dorothy.


Paula lo miro incrédula por la sinceridad que desprendían sus palabras.


Después de esto, él se comportó como si no hubiese dicho nada y se terminó de un solo trago la copa, mientras, sin esperar ninguna respuesta ante su revelación, pedía la cena de ambos dejando por unos instantes de lado el tema que tanto los traía de cabeza a los dos: la última y definitiva novela de amor de Miss Dorothy.


Increíblemente, la velada fue pacífica y encantadora hasta los postres, cuando la curiosidad de Paula no pudo evitar volver a sacar a relucir el tema del maldito libro.


—Podrías empezar leyendo alguna de las opiniones de tus lectoras y ver lo que más les gusta y lo que menos de tus libros. Tal vez eso te inspire.


—Paula, te voy a dar un consejo como escritor: nunca, pero nunca jamás, te dejes guiar por lo que opinan tus lectores. Porque lo que a unos les gusta otros lo odian, y así te vas a encontrar con decenas de comentarios contradictorios. Si creas una obra guiándote por ellos, algo que es básicamente imposible, vas a acabar escribiendo una mierda en vez de algo que te guste. Siempre que escribas, hazlo para ti y no para el mundo. De lo contrario acabarás escribiendo sobre…


—¿Pilates? —sugirió ella burlona, rememorando lo furioso que se había puesto Pedro con el insultante encargo de su editor, logrando obtener una sonrisa del pelirrojo al recordar ese vergonzoso momento.


—La vida de un escritor no es fácil —comentó él, mientras degustaba el postre que acababa de llegar.


—No me digas, Miss Dorothy —replicó Paula irónica, recordándole la fama y el dinero que obtenía ese nombre en todo el mundo.


—Miss Dorothy fue un gran golpe de suerte y si lo acepté fue sólo para que mis libros de intriga salieran a la luz. Pedro Alfonso, por el contrario, es un escritor que lo tiene muy difícil para darse a conocer en el duro mundo de la literatura.


—Si tanto quieres conseguirlo, ¿por qué te niegas a realizar esa gira? —quiso saber Paula, por una vez más interesada en la vida de Pedro Alfonso que en la de Miss Dorothy.


—Porque en mis primeros e ilusionantes años ya hice muchas de esas giras que Pablo me organizó, y ya sé cómo acaban: ferias pequeñas, casetas donde apenas cabes tú y dos o tres de tus libros, horas sin que aparezca un alma para que le firmes algo, presentaciones a las que sólo van tus vecinos, y eso siempre y cuando los sobornes luego con unas copas… Esos eventos, la verdad es que más que ayudarme me deprimieron.


—Así que, según tú, eso es lo que me espera como autora...


—No. Cada editorial trabaja como puede. Las más pequeñas carecen de los recursos de los grandes sellos editoriales. Aunque hubo algunas presentaciones en pequeñas librerías que me gustaron, donde pude mostrarme muy cercano con la gente, eso sin duda no lo podría hacer en una sala llena de personas en un gran acto promocional.


—¿Y por qué no le presentas tus novelas de intriga a Natalie Wilson? Ahora que su editorial ha ganado tanto dinero y prestigio contigo, tal vez pueda promocionarte como escritor de intriga, con tu propio nombre y no escondido bajo el seudónimo de una ancianita.


—Cielo, eso fue lo primero que hice cuando terminé mi primera novela —explicó Pedro, sonriendo irónicamente—. ¿Quieres saber cuál fue la respuesta de Natalie? Me mandó una de esas molestas cartas estándar donde me rechazaba con mucho tacto y delicadeza, sin ni siquiera recordar mi nombre… A ella sólo le interesa Miss Dorothy. Creo, de hecho, que a nadie le importa un bledo Pedro Alfonso.


—A mí empiezas a interesarme... —confesó Paula, un tanto avergonzada por reconocer una verdad a la que se había resistido hasta ese instante.


—No te enamores de mí, Paula. Soy un verdadero canalla y no soportaría ver que sales herida por mi culpa —declaró Pedro condescendiente, mientras limpiaba con un dedo los restos de chocolate que habían quedado en los labios de ella, para luego llevarse el dedo a la boca—. Tan delicioso como tú —señaló, mientras le hacía recordar los momentos que habían pasado juntos y que ella nunca podría olvidar, por más canalla que fuera ese hombre.


—¿Y cómo se las apaña Natalie para excusarte en todos esos actos de promoción en los que no puedes aparecer? —preguntó Paula para cambiar el rumbo que estaba tomando la conversación, y bastante interesada en conocer esa respuesta, para saber cómo se las ingeniaba Natalie Wilson para engañar día tras día al mundo con la invención de una adorable ancianita que nunca había existido.


—Eso es problema de ella —contestó Pedro, al tiempo que en su rostro volvía a aparecer la malévola sonrisa que siempre lo acompañaba y que le indicaba a Paula que, seguramente, se divertía con los miles de problemas que tendría su editora al tratar de encubrir la verdadera situación de Miss Dorothy.



CAPITULO 36




Después de aquel dolor tan insufrible, que sin duda me tenía bien merecido por ser tan canalla con ella, decidí hacer las paces con Paula invitándola a cenar.


Tras asegurarle una decena de veces de que no la abandonaría en el restaurante, que no me escabulliría por la ventanilla del baño dejándole la cuenta o alguna estupidez por el estilo, finalmente, aunque algo reticente, aceptó cenar conmigo.


Que cada una de las palabras que salían de la boca de esa mujer me hicieran parecer un miserable sin escrúpulos me hizo darme cuenta de lo mal que me había portado con ella. Pero lo que más me impresionó fue que su opinión comenzara a importarme, cuando en verdad nunca me había interesado lo que otros pudieran pensar sobre mí o mi mal carácter.


La presencia de Paula en mi vida empezaba a afectarme, y aún no sabía si era para bien. Verla en aquel escenario, tan perdida y desvalida, por unos instantes me había hecho querer protegerla de todas aquellas indecentes miradas y no podía perdonarme haber sido yo quien la había metido en esa situación.


Pero una vez más, ella me había sorprendido, y sus ojos violeta me habían mirado desafiantes mientras se dirigían hacia mí para darme mi merecido. Con su gesto había logrado acallar a la escandalosa multitud, y cuando se acercó a mí como una altiva y vengativa diosa, deseé por primera vez en mi vida decir que una mujer me pertenecía.


Pensé en disculparme con ella, pero ¿cómo decir nada después de lo que había hecho? Parecería un gesto tan vacío e inútil que renuncié a ello, así que me comporté de manera tan arrogante como siempre.


Luego, simplemente la seguí fascinado, preguntándome una vez más qué coño estaba haciendo esa mujer con mi vida, porque estaba claro que me estaba volviendo loco, y eso era algo que en esos momentos no necesitaba.


Antes de dirigirnos al restaurante en el que había reservado mesa ante la atenta mirada de Paula, que todavía dudaba de mi palabra, decidí pasarme por una librería para comprarle alguna bonita ofrenda de paz, ¿y qué mejor regalo para una ávida lectora que un nuevo libro para su colección? Por supuesto, ella no dudó en arrastrarme hacia uno de los de Miss Dorothy, el último de ellos. En una nueva edición de tapa dura con una actualizada ilustración.


Increíblemente, ese maldito libro que tanto detestaba, pero que me daba de comer,
permanecía aún entre los más vendidos. Le permití que lo cogiera, a pesar de que deseaba arrojarlo a la basura, y ya me dirigía hacia la cola para pagar el dichoso regalito cuando Paula, con una inmensa sonrisa, me señaló los diez libros más vendidos. Y yo, anonadado, vi que el libro de Miss Dorothy había quedado relegado al segundo puesto, compartiendo estante con uno titulado ¡Aprende Pilates con Johann!, que, asombrosamente, ocupaba el primer puesto.


No pude remediarlo y mi mal genio se hizo patente ante tan tremenda ofensa para un escritor. Detuve al primer empleado con el que me crucé y le pregunté un tanto amenazante:
—¿Cuánto por quitar ese libro de entre los más vendidos? —dije, señalando mi obra, dispuesto a que no compartiera espacio con un manual de cómo mover el culo sobre una esterilla.


—Señor, en general me preguntan lo contrario —contestó el joven, bastante sorprendido con mi reacción—. No obstante, ese libro no se puede quitar de ese estante a no ser por requerimiento expreso y por escrito del autor o de la editorial, y como no le veo ninguna acreditación de la misma, y estoy seguro de que usted no es Miss Dorothy, siento no poder ayudarlo, pero el libro se queda donde está.


Cuando el muchacho escapó de mí, dejándome molesto con todo aquel lamentable asunto, Paula no dudó en aprovechar el momento y poner el dedo en la llaga.


—¡Vaya por Dios, otro que no te reconoce! —susurró burlona junto a mi oído, mientras se dirigía alegremente hacia la caja con su preciada nueva adquisición, dando algún que otro leve saltito de deleite por el camino.


Y esa frase que en otra ocasión me habría molestado, ahora sólo hizo asomar una sonrisa a mis labios, ayudándome a olvidar ese mal trago. Porque así era ella: yo nunca sabía con lo que podía sorprenderme: podía ser una diosa vengativa, una fan ilusionada, una mecánica experta, una guardiana persistente, una mujer apasionada… y lo peor de todo, es que a mí empezaban a gustarme todas y cada una de las caras que podía mostrar.




CAPITULO 35




Pedro permaneció todo el día encerrado en su estudio en busca de inspiración, algo que en esos momentos lo esquivaba. Y especialmente mientras trataba de evitar las múltiples y acosadoras llamadas de su insistente editor, que no cesaba en su empeño de hacerle cambiar de opinión.


Después de horas de escuchar el obstinado timbre del teléfono de su hogar sonando una y otra vez, Pedro lo descolgó y disfrutó de la paz del silencio que lo envolvía. Hasta que fue su teléfono móvil el que comenzó a molestar, así que lo metió en un cajón antes de salir airadamente de su estudio en busca de las llaves del coche de Paula, que por lo menos no lo incordiaba tanto como su tozudo editor.


Mientras jugaba con las llaves que ella había dejado junto a la entrada, Pedro la miró tumbada plácidamente en el sofá, ensimismada en la lectura de uno de sus libros.


—¿Adónde vas con las llaves de mi coche? —preguntó Paula, preocupada por lo que pudiera hacer con un vehículo de alquiler que era su responsabilidad.


—A escapar de Pablo antes de que aparezca por esa puerta y me amargue el día —aclaró Pedro, sin pararse ni un minuto en su huida.


—¡Voy contigo! —dijo apresuradamente Paula, mientras se ponía deprisa los zapatos para seguir los acelerados pasos de él hacia la salida.


—No te he invitado a venir —soltó Pedro, molesto, queriendo deshacerse de todo incordio posible en esos momentos en los que quería estar solo.


—Yo tampoco te he prestado mi coche —le recordó ella, reclamando sus llaves.


—¡Pero sí que te has divertido desmontando el mío! —le reprochó Pedro, aún molesto por la terrible ofensa a su automóvil.


—No te quejes tanto, que te lo estoy montando de nuevo. Incluso te haré una puesta a punto gratis, sólo por lo agradable que eres... —ironizó Paula, a lo que Pedro respondió con un simple gruñido.


—No hables, no me molestes y, sobre todo, no te metas en mis asuntos. Hoy sólo quiero disfrutar de un día tranquilo —cedió al final el obtuso escritor, abriéndole amablemente la puerta del copiloto, resignado a llevarla consigo antes de que Pablo apareciera de nuevo para incordiarlo.


Si Paula creyó que Pedro utilizaría esos instantes a solas para impresionarla, o incluso para seducirla e intentar repetir los apasionados momentos de esa mañana en su estudio, no podía estar más equivocada: Pedro la llevó a uno de aquellos escandalosos bares de deportes con pantallas gigantescas para mostrar hasta el más mínimo detalle de las jugadas.


Las mesas y la barra estaban repletas de hombres vestidos con las camisetas de sus equipos, y no cesaban de animar a sus jugadores y de abuchear o insultar a los del equipo rival, según el humor que tuvieran y el número de cervezas que llevaran encima.


Tanto las mesas como la barra estaban pegajosas por las bebidas que se derramaban constantemente sobre ellas cuando alguno de los presentes se sorprendía o molestaba por una jugada. La gente se agolpaba observando en todo momento el interesante partido, y las cancioncillas de ánimo o las rimas pegadizas inventadas por algún forofo no cesaban de sonar.


Pedro encontró un sitio vacío lejos de la barra, apenas presentable. Colocó a Paula en un rincón, puso una cerveza frente a ella y en toda la tarde no apartó los ojos del partido de fútbol o de su bebida. En ningún momento salió una sola palabra de su boca que no fuera un insulto, una maldición o una celebración por una repentina jugada que acabara en gol... Tras los noventa minutos de rigor, más los cuatro de descuento, Pedro se dignó a dedicarle al fin unas palabras, que no fueron en absoluto las que cabía esperar cuando una mujer acompaña a un hombre. Aunque, tratándose de Pedro Alfonso, no fueron para nada una sorpresa.


—Esta vez pagas tú, ¿no? —dijo, pasándole la cuenta.


—Hasta que no termines ese libro, Natalie no me abonará ni un centavo. Así que lo siento, pero no puedo pagar ninguno de tus caprichos —se escaqueó ella, devolviéndole la nota.


—¡Duncan, apunta a mi pareja! ¡Se llama Paula! —gritó Pedro, haciéndose oír entre el ruido del gentío moviendo en el aire su factura.


El hombre que estaba tras la barra pareció oírlo, porque afirmó con la cabeza e hizo un gesto de conformidad con su pulgar. Paula quedó asombrada ante ese raro gesto, pero Pedro no tardó en explicarle qué era y para qué era precisa su intervención.


—Bien, entonces lo haremos de esta manera: Duncan, el dueño de este pub, celebra un concurso cada vez que gana el Arsenal. En él participan sus clientes y el que gana se libra de pagar —la informó Pedro con una maliciosa sonrisa, algo que hizo sospechar a Paula sobre qué tipo de concursos se realizarían en aquel local.


—¿De qué van esos concursos? —preguntó, sospechando de sus intenciones.


—De cosas variadas: algunas veces son concursos de comer, otras veces de beber, de eructos, de pulsos… No tengo ni idea de qué va el de hoy. Sólo sé que como tú no has pagado nada hasta ahora, te toca intentarlo —explicó Pedro, dándole una camiseta blanca con el logotipo del bar.


—¿Para qué es esto? —preguntó Paula, un tanto confusa.


—Te la tienes que poner para poder participar. Te aconsejo que no lleves nada debajo por si tienes que ensuciarte con una guerra de globos llenos de pintura o algo así —respondió él despreocupadamente mientras le señalaba el baño de señoras.


A pesar de que Paula no dejó de recelar de sus intenciones en todo momento, le pareció injusto no haber podido pagarse ninguno de sus gastos hasta ese momento, así que finalmente se quitó el grueso jersey de lana y se puso aquella ancha camiseta blanca. Observó que no se transparentaba ni se pegaba a su cuerpo. Menos mal, porque con las prisas había olvidado ponerse sujetador, algo que con unos senos pequeños apenas necesitaba.


Cuando salió del baño, le tiró su jersey a Pedro, dispuesta a ganar el concurso para hacerle saber lo mucho que valía. Cuando dijeron su nombre, subió a un pequeño escenario desde donde todos los asistentes podían ver bien a los participantes del estúpido juego de ese día. Se extrañó al ver que los rivales que compartían el escenario con ella eran sólo mujeres, la mayoría muy bien dotadas, por lo que las camisetas les quedaban demasiado ceñidas, no como a ella. Seguramente el dueño del establecimiento sólo tenía camisetas de una talla.


Contándola a ella eran cinco. A cada una le pusieron una pulsera con el número de su mesa en la muñeca y las colocaron en fila. Por lo visto, Paula era la primera en participar, aunque aún no le habían dicho de qué iba el juego. Se limitaron a colocarla sobre una marca que había en el suelo y donde supuestamente tenía que esperar. Pero… ¿esperar qué?


Lo supo en el instante en que el hombre de detrás de la barra dirigió la manguera del grifo hacia ella, mojándole toda la delantera con agua helada. Y, delante de decenas de personas, la camiseta que momentos antes la ocultaba de miradas indeseadas, atraía ahora todas y cada una de ellas, ya que el tejido se había vuelto totalmente transparente y se pegaba a sus pequeños pechos como una segunda piel, mostrando sus erguidos pezones.


Ante esa fría sorpresa, Paula gritó, ofendida por lo ocurrido, y se tapó los senos con las manos. Pese a lo ruidosos que eran los abucheos y a pesar de la ávida agitación del público, Paula los acalló a todos con una sola de sus furiosas miradas.


Luego, cruzando sus brazos a la altura del pecho, bajó del escenario y se dirigió hacia
donde se encontraba el culpable de su humillación pública.


Pedro la esperaba sentado despreocupadamente a la mesa, el muy cabrón había sabido en todo momento que el concurso del día sería de camisetas mojadas. Paula decidió recompensarlo cómo se merecía: alzó una mano, ya que con la otra se tapaba los pechos, y de una sola bofetada le cruzó la cara a aquel hombre que tanto se había merecido ese brusco gesto de su parte desde el mismo momento en que se conocieron.


—¡Cielo, nunca creí que te tomaras mis palabras al pie de la letra! ¡Podrías haberte dejado puesto el sujetador! —bromeó Pedro, esbozando una ladina sonrisa ante su violento golpe, que apenas le había hecho cosquillas.


Paula lo observó, muy molesta por su alegre reacción, y le indicó con un dedo que se agachara para susurrarle al oído la venganza que llevaría a cabo contra él, pero al tenerlo tan cerca cambió de opinión rápidamente, y sujetando sus fuertes hombros, le susurró:
—Te lo mereces, por cabrón...


Luego alzó con violencia la rodilla hacia su entrepierna y lo dejó retorciéndose en el suelo. Después pasó sobre él para coger su jersey como si aquel hombre fuera sólo un pequeño obstáculo en su camino.


Mientras se cambiaba de ropa en el cuarto de baño, sonrió satisfecha. Al fin había podido llevar a cabo uno de sus más deseados sueños desde que conoció al maravilloso autor: golpearlo con gran precisión en las pelotas, para que alguien como él nunca osara intentar reproducirse.


Cuando salió del baño, el concurso parecía haber finalizado, ya que todos los hombres habían vuelto a sus respectivos sitios y ya no había nadie en el pequeño escenario. 


Increíblemente, Pedro la había esperado, aunque no sabía si era porque estaba arrepentido o porque le dolían demasiado las pelotas como para moverse en un buen rato. Paula se decantó por lo último, ya que él se levantó con algo de dificultad de su silla.


—Por si te interesa saberlo, has ganado —le dijo él, todavía algo afectado.


—Lo dudo —comentó ella irónicamente al recordar lo bien dotadas que estaban sus rivales.


—Creo que te han dado algún que otro punto por tu originalidad a la hora de acabar con mi descendencia —añadió Pedro, mientras la seguía renqueante hacia la salida.


Paula se volvió airadamente hacia él para hacerle una última advertencia:
—¡Algo que se volverá a repetir como me acabes haciendo otra jugarreta como ésta! No sé el tipo de chicas que has conocido hasta ahora, ¡pero no me compares con ninguna de ellas! ¡Si te he dicho que no me moveré de tu lado hasta que acabes esa dichosa novela, eso es exactamente lo que haré! ¡Y por más que te empeñes en librarte de mí, no lo conseguirás! ¡Así que haznos un favor a los dos y acaba ese puto libro de una maldita vez antes de que tú y yo acabemos en una guerra sin fin! —Y tras estas palabras, se alejó furiosamente sin esperar a que él la siguiera. Aunque Paula tenía muy presente que Pedro no se apartaría de su lado, ya que en esos instantes era ella
quien tenía en su poder nuevamente las llaves del coche de alquiler.