viernes, 28 de diciembre de 2018
CAPITULO 35
Pedro permaneció todo el día encerrado en su estudio en busca de inspiración, algo que en esos momentos lo esquivaba. Y especialmente mientras trataba de evitar las múltiples y acosadoras llamadas de su insistente editor, que no cesaba en su empeño de hacerle cambiar de opinión.
Después de horas de escuchar el obstinado timbre del teléfono de su hogar sonando una y otra vez, Pedro lo descolgó y disfrutó de la paz del silencio que lo envolvía. Hasta que fue su teléfono móvil el que comenzó a molestar, así que lo metió en un cajón antes de salir airadamente de su estudio en busca de las llaves del coche de Paula, que por lo menos no lo incordiaba tanto como su tozudo editor.
Mientras jugaba con las llaves que ella había dejado junto a la entrada, Pedro la miró tumbada plácidamente en el sofá, ensimismada en la lectura de uno de sus libros.
—¿Adónde vas con las llaves de mi coche? —preguntó Paula, preocupada por lo que pudiera hacer con un vehículo de alquiler que era su responsabilidad.
—A escapar de Pablo antes de que aparezca por esa puerta y me amargue el día —aclaró Pedro, sin pararse ni un minuto en su huida.
—¡Voy contigo! —dijo apresuradamente Paula, mientras se ponía deprisa los zapatos para seguir los acelerados pasos de él hacia la salida.
—No te he invitado a venir —soltó Pedro, molesto, queriendo deshacerse de todo incordio posible en esos momentos en los que quería estar solo.
—Yo tampoco te he prestado mi coche —le recordó ella, reclamando sus llaves.
—¡Pero sí que te has divertido desmontando el mío! —le reprochó Pedro, aún molesto por la terrible ofensa a su automóvil.
—No te quejes tanto, que te lo estoy montando de nuevo. Incluso te haré una puesta a punto gratis, sólo por lo agradable que eres... —ironizó Paula, a lo que Pedro respondió con un simple gruñido.
—No hables, no me molestes y, sobre todo, no te metas en mis asuntos. Hoy sólo quiero disfrutar de un día tranquilo —cedió al final el obtuso escritor, abriéndole amablemente la puerta del copiloto, resignado a llevarla consigo antes de que Pablo apareciera de nuevo para incordiarlo.
Si Paula creyó que Pedro utilizaría esos instantes a solas para impresionarla, o incluso para seducirla e intentar repetir los apasionados momentos de esa mañana en su estudio, no podía estar más equivocada: Pedro la llevó a uno de aquellos escandalosos bares de deportes con pantallas gigantescas para mostrar hasta el más mínimo detalle de las jugadas.
Las mesas y la barra estaban repletas de hombres vestidos con las camisetas de sus equipos, y no cesaban de animar a sus jugadores y de abuchear o insultar a los del equipo rival, según el humor que tuvieran y el número de cervezas que llevaran encima.
Tanto las mesas como la barra estaban pegajosas por las bebidas que se derramaban constantemente sobre ellas cuando alguno de los presentes se sorprendía o molestaba por una jugada. La gente se agolpaba observando en todo momento el interesante partido, y las cancioncillas de ánimo o las rimas pegadizas inventadas por algún forofo no cesaban de sonar.
Pedro encontró un sitio vacío lejos de la barra, apenas presentable. Colocó a Paula en un rincón, puso una cerveza frente a ella y en toda la tarde no apartó los ojos del partido de fútbol o de su bebida. En ningún momento salió una sola palabra de su boca que no fuera un insulto, una maldición o una celebración por una repentina jugada que acabara en gol... Tras los noventa minutos de rigor, más los cuatro de descuento, Pedro se dignó a dedicarle al fin unas palabras, que no fueron en absoluto las que cabía esperar cuando una mujer acompaña a un hombre. Aunque, tratándose de Pedro Alfonso, no fueron para nada una sorpresa.
—Esta vez pagas tú, ¿no? —dijo, pasándole la cuenta.
—Hasta que no termines ese libro, Natalie no me abonará ni un centavo. Así que lo siento, pero no puedo pagar ninguno de tus caprichos —se escaqueó ella, devolviéndole la nota.
—¡Duncan, apunta a mi pareja! ¡Se llama Paula! —gritó Pedro, haciéndose oír entre el ruido del gentío moviendo en el aire su factura.
El hombre que estaba tras la barra pareció oírlo, porque afirmó con la cabeza e hizo un gesto de conformidad con su pulgar. Paula quedó asombrada ante ese raro gesto, pero Pedro no tardó en explicarle qué era y para qué era precisa su intervención.
—Bien, entonces lo haremos de esta manera: Duncan, el dueño de este pub, celebra un concurso cada vez que gana el Arsenal. En él participan sus clientes y el que gana se libra de pagar —la informó Pedro con una maliciosa sonrisa, algo que hizo sospechar a Paula sobre qué tipo de concursos se realizarían en aquel local.
—¿De qué van esos concursos? —preguntó, sospechando de sus intenciones.
—De cosas variadas: algunas veces son concursos de comer, otras veces de beber, de eructos, de pulsos… No tengo ni idea de qué va el de hoy. Sólo sé que como tú no has pagado nada hasta ahora, te toca intentarlo —explicó Pedro, dándole una camiseta blanca con el logotipo del bar.
—¿Para qué es esto? —preguntó Paula, un tanto confusa.
—Te la tienes que poner para poder participar. Te aconsejo que no lleves nada debajo por si tienes que ensuciarte con una guerra de globos llenos de pintura o algo así —respondió él despreocupadamente mientras le señalaba el baño de señoras.
A pesar de que Paula no dejó de recelar de sus intenciones en todo momento, le pareció injusto no haber podido pagarse ninguno de sus gastos hasta ese momento, así que finalmente se quitó el grueso jersey de lana y se puso aquella ancha camiseta blanca. Observó que no se transparentaba ni se pegaba a su cuerpo. Menos mal, porque con las prisas había olvidado ponerse sujetador, algo que con unos senos pequeños apenas necesitaba.
Cuando salió del baño, le tiró su jersey a Pedro, dispuesta a ganar el concurso para hacerle saber lo mucho que valía. Cuando dijeron su nombre, subió a un pequeño escenario desde donde todos los asistentes podían ver bien a los participantes del estúpido juego de ese día. Se extrañó al ver que los rivales que compartían el escenario con ella eran sólo mujeres, la mayoría muy bien dotadas, por lo que las camisetas les quedaban demasiado ceñidas, no como a ella. Seguramente el dueño del establecimiento sólo tenía camisetas de una talla.
Contándola a ella eran cinco. A cada una le pusieron una pulsera con el número de su mesa en la muñeca y las colocaron en fila. Por lo visto, Paula era la primera en participar, aunque aún no le habían dicho de qué iba el juego. Se limitaron a colocarla sobre una marca que había en el suelo y donde supuestamente tenía que esperar. Pero… ¿esperar qué?
Lo supo en el instante en que el hombre de detrás de la barra dirigió la manguera del grifo hacia ella, mojándole toda la delantera con agua helada. Y, delante de decenas de personas, la camiseta que momentos antes la ocultaba de miradas indeseadas, atraía ahora todas y cada una de ellas, ya que el tejido se había vuelto totalmente transparente y se pegaba a sus pequeños pechos como una segunda piel, mostrando sus erguidos pezones.
Ante esa fría sorpresa, Paula gritó, ofendida por lo ocurrido, y se tapó los senos con las manos. Pese a lo ruidosos que eran los abucheos y a pesar de la ávida agitación del público, Paula los acalló a todos con una sola de sus furiosas miradas.
Luego, cruzando sus brazos a la altura del pecho, bajó del escenario y se dirigió hacia
donde se encontraba el culpable de su humillación pública.
Pedro la esperaba sentado despreocupadamente a la mesa, el muy cabrón había sabido en todo momento que el concurso del día sería de camisetas mojadas. Paula decidió recompensarlo cómo se merecía: alzó una mano, ya que con la otra se tapaba los pechos, y de una sola bofetada le cruzó la cara a aquel hombre que tanto se había merecido ese brusco gesto de su parte desde el mismo momento en que se conocieron.
—¡Cielo, nunca creí que te tomaras mis palabras al pie de la letra! ¡Podrías haberte dejado puesto el sujetador! —bromeó Pedro, esbozando una ladina sonrisa ante su violento golpe, que apenas le había hecho cosquillas.
Paula lo observó, muy molesta por su alegre reacción, y le indicó con un dedo que se agachara para susurrarle al oído la venganza que llevaría a cabo contra él, pero al tenerlo tan cerca cambió de opinión rápidamente, y sujetando sus fuertes hombros, le susurró:
—Te lo mereces, por cabrón...
Luego alzó con violencia la rodilla hacia su entrepierna y lo dejó retorciéndose en el suelo. Después pasó sobre él para coger su jersey como si aquel hombre fuera sólo un pequeño obstáculo en su camino.
Mientras se cambiaba de ropa en el cuarto de baño, sonrió satisfecha. Al fin había podido llevar a cabo uno de sus más deseados sueños desde que conoció al maravilloso autor: golpearlo con gran precisión en las pelotas, para que alguien como él nunca osara intentar reproducirse.
Cuando salió del baño, el concurso parecía haber finalizado, ya que todos los hombres habían vuelto a sus respectivos sitios y ya no había nadie en el pequeño escenario.
Increíblemente, Pedro la había esperado, aunque no sabía si era porque estaba arrepentido o porque le dolían demasiado las pelotas como para moverse en un buen rato. Paula se decantó por lo último, ya que él se levantó con algo de dificultad de su silla.
—Por si te interesa saberlo, has ganado —le dijo él, todavía algo afectado.
—Lo dudo —comentó ella irónicamente al recordar lo bien dotadas que estaban sus rivales.
—Creo que te han dado algún que otro punto por tu originalidad a la hora de acabar con mi descendencia —añadió Pedro, mientras la seguía renqueante hacia la salida.
Paula se volvió airadamente hacia él para hacerle una última advertencia:
—¡Algo que se volverá a repetir como me acabes haciendo otra jugarreta como ésta! No sé el tipo de chicas que has conocido hasta ahora, ¡pero no me compares con ninguna de ellas! ¡Si te he dicho que no me moveré de tu lado hasta que acabes esa dichosa novela, eso es exactamente lo que haré! ¡Y por más que te empeñes en librarte de mí, no lo conseguirás! ¡Así que haznos un favor a los dos y acaba ese puto libro de una maldita vez antes de que tú y yo acabemos en una guerra sin fin! —Y tras estas palabras, se alejó furiosamente sin esperar a que él la siguiera. Aunque Paula tenía muy presente que Pedro no se apartaría de su lado, ya que en esos instantes era ella
quien tenía en su poder nuevamente las llaves del coche de alquiler.
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