viernes, 11 de enero de 2019

CAPITULO 79




Tras terminar los juegos de Strathdon, en los que Pedro se divirtió como un niño, recogimos los libros que quedaron y nos dirigimos hacia una posada que Ramsay Campbell nos recomendó. Ésta se encontraba en Aviemore, a apenas una hora de distancia de donde nos hallábamos, así que no fue muy difícil dar con su ubicación.


De nuevo, Pedro se negó a reservar dos habitaciones y acabamos compartiendo una minúscula estancia en la que apenas cabía algo más que una enorme cama. Mi atrevido escritor intentó volver a conquistarme con sus indecorosas insinuaciones, pero esta vez me negué en redondo a caer otra vez entre sus apasionados brazos, algo que me resultó muy difícil, cuando mi corazón se aceleraba con cada una de sus palabras, confirmándome que había cometido el error de enamorarme de él.


Por poco no caí ante sus persuasivas caricias, hasta que tuvo el atrevimiento de darme un insultante regalo que me había comprado en los juegos de las Highlands.


Cuando lo desenvolví, ilusionada porque era el primer obsequio que recibía de su parte, sin contar con el exótico «uniforme» que trató de endosarme, vi un bonito kilt de cuadritos azules y negros.


Hubiera sido perfecto como recuerdo, de no ser porque la talla era demasiado pequeña para una mujer como yo. Sin duda, aquel fastidioso hombre había comprado una talla de niña sólo para ver mi reacción, algo que no tardó en averiguar, en el instante en que coloqué una barrera en mitad de la cama entre él y yo, construida con algo que nunca se atrevería a arrojar a un lado: todos los libros que aún nos quedaban por vender.


Apenas dormimos en toda la noche, ya que Pedro no paraba de moverse en la cama, inquieto. Cuando me levanté, muy temprano, después de haber dormido sólo unas tres horas, tuve el detalle de dejarlo descansar un poco más, mientras pedía que nos llevaran el desayuno a la habitación.


Creía que Pedro valoraría mis esfuerzos, pero como siempre, me equivocaba, ya que tras engullir su desayuno y parte del mío, me informó que no iría al siguiente lugar de reunión, ya que después de los juegos estaba demasiado cansado como para hacer otra cosa que no fuera dormir.


Me dieron ganas de aporrearle la cabeza con cada una de las novelas que ya había empaquetado, pero eso no fue todo. 


Además, me comunicó que, dado que yo era su
ayudante y como con mi trabajo aún no había pagado ni una décima parte de mi viaje, me tocaba trabajar. Y debía llevar yo sola las novelas a la librería de nuestro siguiente destino, en la ciudad de Perth, situada a casi dos horas de distancia, al sur de Aviemore.


En esos momentos deseé matarlo lentamente y deleitarme con ello, como hacían los asesinos de algunas de sus novelas de intriga. Pero como sabía que si me quedaba con él todo sería peor, porque tendría que oír sus quejas sobre aquel desastrosamente mal organizado viaje que, por el momento, no había sido para nada tan perfecto y bonito como Pablo había dicho, cogí decidida la pesada caja con sus novelas y me dirigí hacia el cuatro por cuatro.


Antes de que saliera por la puerta, Pedro me detuvo. Yo creía que habría entrado en razón, hasta que se tumbó en la cama ocupando el mayor espacio posible y, colocándose los brazos detrás de la cabeza y con una maliciosa sonrisa en la cara, me dijo:
—No te preocupes, yo cubriré todos los gastos de tu viaje. A no ser, claro está, que quieras quedarte conmigo descansando en esta confortable cama...


Por como sus ávidos ojos devoraron mi cuerpo supe que si me metía de nuevo en esa cama, definitivamente, no dormiría. Así que mi respuesta fue darle la espalda y marcharme hacia un trabajo que no era mi responsabilidad, pero que por lo visto tendría que hacer si quería cubrir el maldito itinerario del viaje.


Antes de ponerme en marcha, me surtí de una gran cantidad de refrescos con cafeína para no quedarme dormida. Estaba tan exhausta que por descuido compré incluso una cerveza, que dejé aparte en un lado de la bolsa que tenía en el asiento del copiloto, donde debería estar Pedro en esos momentos.


Mientras me dirigía hacia la ciudad de Perth, situada justo en el centro de Escocia y construida a orillas del río Tay, no pude evitar reprenderlo mentalmente. Pedro estaba perdiendo una gran oportunidad de darse a conocer, ya que en el centro de la ciudad había una gran zona comercial llena de tiendas, restaurantes y pubs, donde sin duda la gente pasaría constantemente y él podría vender muchos libros.


¡Pero no! Aquel cabezota e irracional pelirrojo tenía que elegir quedarse en la cama y pasar el tiempo entre las cálidas y suaves sábanas que yo comenzaba a añorar en esos momentos. Por suerte, la ciudad estaba tan sólo a unas dos horas de viaje y seguro que si tomaba suficiente cafeína y ponía la música a todo volumen no me quedaría dormida al volante.


Después de unos minutos conduciendo, mi móvil comenzó a sonar. Pensé en ignorar la llamada, pero por desgracia el tono, similar al arranque de un motor, pertenecía exclusivamente a mi adorado padre. Así que, con algo de dificultad, contesté a la llamada preguntándome si esta vez habría conseguido quemar su apartamento entero con uno de sus experimentos culinarios y no sólo parte de la cocina.


—Papá, aléjate de la cocina... —contesté, acostumbrada a los desastres de los que era capaz.


—Paula, no estoy en la cocina, sino en el taller. Y me pregunto por qué razón mi hija no me ha contado que Miss Dorothy es el seudónimo que usa un hombre, algo de lo que me he tenido que enterar por terceras personas... —dijo, bastante enfadado, mi sobreprotector padre, al que nunca le habían gustado las mentiras.


—¡Papá! No te dije nada porque no lo sabía hasta que llegué, y una vez aquí tenía prohibido hablar de mi trabajo. ¿Cómo te has enterado? —pregunté confusa, sabiendo que muy pocos sabían la verdad, y sin duda esos pocos nunca le revelarían a nadie que Miss Dorothy no era quien todos creían.


—Eso no importa en estos momentos. ¡Lo que me interesa de esta gran mentira es saber qué demonios estás haciendo en compañía de ese hombre y por qué has de ser tú la que haga ese trabajo, que, por cierto, todavía ignoro en qué narices consiste! —me reprendió severo, exigiéndome implícitamente con ello que volviera a casa. Pero yo aún no estaba preparada para dejar a mi adorado escritor.


—Papá, sólo lo estoy ayudando a escribir su novela. Soy una especie de niñera que le impide que se distraiga de su deber de terminar esa historia, y por ahora hemos avanzado mucho. —Una verdad a medias, ya que en todo el tiempo que llevábamos juntos, Pedro apenas había entregado a la editorial dos miserables capítulos.


—¿Y cuándo terminará ese hombre su maldito libro? —preguntó mi padre, exaltado.


—No lo sé, papá… ¿cuando le venga la inspiración? —dejé caer, sabiendo cuales serían sus siguientes palabras.


—Te doy una semana para que ese hombre termine su trabajo. ¡Si dentro de una semana no está finalizado, pienso ir a por ti! ¡Y me importa un bledo lo rico que sea ese tal Miss Dorothy o lo famosos que sean tanto él como su editorial, ya que cuando esté allí pienso cantarle las cuarenta sobre su irresponsable comportamiento!


—¡Pero papá! Escribir un libro lleva su tiempo y…


—¡Llevas cerca de dos meses fuera de casa! Si no es tiempo suficiente para que termine su novela, lo siento mucho por él, ¡pero como que me llamo Jeremias Chaves que tú vuelves a casa en una semana! —declaró mi padre con contundencia y, conociéndolo como lo conocía, sin duda si dentro de una semana no estaba en casa, vendría a buscarme con toda seguridad.


—¡Papá! ¡No puedo dejar un trabajo a medias, eso me haría quedar como una irresponsable y me perjudicaría en el futuro! —intenté razonar con él, pero como siempre pasaba con un padre tan protector como el mío, ignoró mis justificaciones.


—Por eso no te preocupes, ya me encargaré yo de esa editora que no sabe decir otra cosa que mentiras —replicó con un tono extraño, que me hizo pensar que entre él y Natalie había ocurrido algo, aunque eso era del todo imposible, porque una mujer tan elegante y exitosa como Natalie Wilson nunca miraría dos veces a un mecánico de Brooklyn, a no ser que fuera para reprenderlo por algún daño causado a su adorado automóvil.


—Papá, volveré a casa cuando termine mi trabajo. ¡Ésta es una oportunidad que no puedo desperdiciar! Además, estoy aprendiendo mucho de ese hombre: es un magnífico escritor.


—No me interesa cómo escribe, Paula, sino cómo es la persona que se esconde tras el nombre de una venerable anciana —comentó él.


—Es como cualquier autor, papá, un hombre algo irascible, que en ocasiones me saca de quicio, mientras que en otras no puedo evitar admirar su brillantez. Es mi adorada Miss Dorothy y el desquiciante Pedro Alfonso. Es simplemente… —En ese momento interrumpí la explicación que estaba dándole a mi padre, porque mis siguientes palabras iban a expresar la verdad que intentaba negarme a mí misma: que Pedro Alfonso se había convertido en el hombre al que amaba.


Mi padre, que no era idiota, comprendió cuáles eran las palabras que faltaban en mi imprecisa explicación y, como era habitual en él, me dio uno de sus habituales consejos:
—No permitas que ningún hombre te haga daño, Paula.


—No, papá, no le dejaré —contesté un tanto apenada, porque cada vez que Pedro se negaba a decirme que me amaba, me infligía una pequeña herida.


Salí de mis tristes pensamientos cuando un repentino flash me avisó de que uno de esos radares colocados estratégicamente en el camino había sacado una maravillosa foto del coche de Pedro. Maldije mientras colgaba la llamada, tras recibir una de sus reprimendas por hablar por teléfono mientras conducía.


Tras pensar cómo le explicaría a Pedro mi descuido, llegué a la conclusión de que esa multa era lo mínimo que se merecía por estar vagueando mientras yo hacía su trabajo. Y luego recordé las últimas palabras que me había dicho antes de despedirme con una sonrisa: si él cubría todos los gastos de mi viaje… ¿por qué no hacerlo más interesante?


Así que, decidida a hacerle pagar por el nefasto día que me esperaba, localicé todos los radares que había en mi camino hacia Perth. Algo muy sencillo, ya que el navegador GPS del coche me suministraba esa información, y, por otro lado, los radares escoceses consistían en unas inmensas cajas amarillas situadas en grandes
postes a un lado de la carretera. Me entretuve, sobre todo, en hallar los que estaban dotados de un gran objetivo y que tomaban una foto directa del conductor, además de la matrícula del vehículo, y posé ante todos ellos, antes de acelerar para que las fotografías de las multas que recibiría Pedro salieran con mi imagen muy clara y definida, ofreciéndole así un caro recuerdo a mi amado escritor.


En la primera le dediqué unos morritos y un gesto obsceno con el dedo corazón; en la siguiente me tapé la cara con uno de sus libros, haciendo como que leía mientras conducía, y coloqué a mi lado la cerveza, bien puesta para que se viera hasta la marca de la misma. Y así sucesivamente hasta llegar a la hermosa ciudad de Perth, donde nadie me esperaba…




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