sábado, 29 de diciembre de 2018

CAPITULO 39




Tras la cena, Pedro llevó a Paula a casa. A pesar de lo desagradable que se había presentado la tarde ante la insistencia de Pablo, no tuvo queja del resto del día.


Aún podía recordar los suaves gemidos que salieron de su boca mientras pronunciaba su nombre cerca del éxtasis y se preguntó si podría convencerla una vez más para que cayera en sus brazos esa noche, cuando su cálida cama acogiera sus cuerpos.


Sin duda era un canalla por pensar de nuevo en acostarse con Paula, cuando sabía que ésta siempre buscaría ese amor con el que soñaba, mientras que él solamente deseaba la aventura de una noche, pero no podía resistirse a esa mujer que no dejaba de rondar su mente una y otra vez.


Paula era la única con la que había hablado seriamente sobre su vida de escritor, la única que conocía sus dos caras ante el mundo que tanto lo atraía y repelía a la vez. La única que lo comprendía en parte, y la única que tenía el valor de reaccionar a sus sucias jugadas e incluso de enfrentarse a su mal humor cuando éste se desbordaba.


Pedro estaba empezando a acostumbrarse a la presencia de esa mujer en su hogar, y eso era algo que lo asustaba, porque él no era un hombre de relaciones duraderas, ni de creer en un «para siempre» o en un «nosotros». A él le gustaba la soledad y se preguntaba una y otra vez por qué se sentía tan vacío cuando pensaba que Paula abandonaría su vida en cuanto él terminara ese libro que cada vez se resistía menos a escribir, ya que su sola presencia lo inspiraba para crear un final en el que todos creyeran en el amor, a pesar de no haber experimentado nunca por su parte tal locura pasajera.


En el momento en que llegó a la puerta de su casa, todas las expectativas de pasar una agradable noche intentando seducir a Paula desaparecieron rápidamente devolviéndolo a su siempre malhumorado carácter en cuanto vio a Pablo, de nuevo irrumpiendo en su vida de una forma un tanto molesta.


Al parecer el hombre finalmente se había decantado por dar lástima para que se compadeciera de su lamentable situación: estaba sentado en el suelo, junto a la puerta de su hogar y envuelto en una triste manta, roncando de una forma ensordecedora y haciendo imposible que a nadie le pasara desapercibido en aquel silencioso lugar.


Pedro pensó en saltar sigilosamente por encima de él y proseguir con su planeada noche de seducción, pero Paula, una vez más, sacó a relucir el único defecto que tenía y que tanto le desagradaba en ocasiones: su amabilidad.


—No pensarás dejar a este hombre aquí solo y helándose de frío, ¿verdad? —lo reprendió, mientras le dirigía una de sus inquisitivas miradas ante su rudo comportamiento.


—Yo no le he dicho que me esperase —replicó Pedro, haciendo precisamente lo que Paula había previsto que haría: abrir despacio la puerta y pasar por encima de su editor como si de un bulto en su camino se tratase.


—¡Pedro, está helado! —dijo ella, mostrando una gran preocupación, después de tocar con suavidad la fría cara de Pablo.


—Créeme, Paula, este hombre tiene más vidas que un gato. Y ha dormido en sitios más incómodos que éste —replicó él, recordando algunas de las veces que se había acabado emborrachando con su editor y durmiendo en algún que otro extraño lugar de aquel helado país.


—Pero Pedro… —pidió lastimeramente Paula, mirándolo con aquellos grandes y hermosos ojos violeta que tanto lo hipnotizaban.


Y finalmente, él, como cualquier otro idiota, cedió ante los deseos de una mujer.


Zarandeó bruscamente a su molesto editor hasta que éste se despertó, un tanto alterado,
de su plácido sueño, y le dijo con brusquedad:
—Entra.


Luego, Pedro no esperó a ver si alguno de los dos impertinentes personajes que últimamente habían invadido su vida lo seguían. Se limitó a adentrarse en sus dominios intentando que sus inoportunas visitas recordaran que aquél era su hogar.



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