miércoles, 26 de diciembre de 2018

CAPITULO 29




Mientras volvíamos a casa, Pedro se detuvo en una pequeña y desolada gasolinera para, según él, asegurarse de que el depósito de nuestro único vehículo estuviera lleno. Debería de haber sospechado de su amabilidad, y más después de su súbita advertencia en el restaurante, pero como la velada hasta entonces se había desarrollado sin ningún contratiempo, no pensé que sería tan jodidamente retorcido.


Yo había bebido demasiada cerveza en la cena, así que, ilusamente, decidí arriesgarme a ir al baño de ese siniestro lugar, ya que no sabía si aguantaría hasta llegar a la casa. Cuando conseguí que el empleado me entregara las llaves, fui con ellas en la mano hasta la parte trasera, donde se encontraban los baños. Por el camino vi a Pedro poner gasolina con una maliciosa sonrisa en su rostro. En ese preciso momento debería haber desistido de ir al baño, pero como mi vejiga estaba a punto de estallar, entré decidida a desahogarme rápidamente y volver al calentito coche, antes de que el frío helador de las Highlands hiciera mella en mí con mi escasa vestimenta.


Tras hacer malabarismos con la puerta del baño para que no se abriera mientras yo procuraba tocar lo mínimo posible aquel cochambroso lugar, me lavé las manos con agua helada y volví al sitio donde un par de segundos antes estaba mi coche. Para mi desgracia, ahora sólo había una pequeña estela de humo y un apenado empleado que me miraba con lástima, mientras me tendía, un tanto abatido, un sobre con una nota y algo de dinero.


—Lo siento, señorita, pero creo que su novio la ha dejado —comentó el pobre infeliz, al que seguramente Pedro le habría contado una melosa historia para metérselo en el bolsillo, y su curiosidad, sin duda, lo había llevado a mirar lo que había en el sobre, que me entregó abierto.


Guardé el dinero en el bolsillo de mi chaquetón, ya que aquel indeseable se había llevado mi bolso, que estaba en el asiento del copiloto, y leí detenidamente la nota, decidida a vengarme de la manera más retorcida que se me ocurriera de cada una de las palabras de ese estúpido neandertal.


Por lo pronto, iba listo si quería volver a ver su coche de una pieza. Más tarde ya se me ocurriría alguna idea lo bastante perversa como para torturarlo. Intenté ser positiva y pensar que habría tenido una buena razón para olvidarse de mí en aquel recóndito lugar, después de todo, nadie podía ser tan malvado. Pero cuando leí la nota, todas mis buenas intenciones se esfumaron y deseé que Pedro se hallara a mi lado en ese momento para golpearlo con fuerza en las pelotas con mis queridas botas de tacón
de aguja, que ya estaban empezando a molestarme. La insultante nota decía así:
Tengo una cita, así que esta noche no vuelvas a casa. Si a pesar de todo lo haces y ves un calcetín en la manilla de la puerta, es que estoy teniendo un poco de ese tórrido sexo que tú no practicas.
Posdata: no me molestes, ¡quiero follar!


—¡Sí señor! ¡Un mensaje ejemplar, lleno de una finura y una educación sólo dignas de ti, Pedro Alfonso! —murmuré airada, mientras arrugaba el trozo de papel entre mis manos, dispuesta a hacérselo tragar en cuanto lo viera.


El muchacho de la gasolinera me miró un tanto apesadumbrado e intentó animarme con dulces palabras… A saber qué le habría contado Pedro a ese joven en plena adolescencia, con el rostro lleno de granos, para que me mirara con aquella cara de lástima y aquellos ojitos llenos de compasión.


—No se preocupe, señora, ¡hay muchos peces en el mar!


Fue entonces cuando me puse furiosa, dispuesta a sacar a aquel idiota de su rotundo error, pero como me invitó a un humeante café, que era algo que necesitaba en esos instantes para no congelarme, decidí dejar las aclaraciones para más tarde.


Aclaraciones en las que le dejaría bien claro a ese joven entrometido que el hombre que me había abandonado como a un perro en una desolada gasolinera no era nada mío ni nunca lo sería. ¡Yo nunca sería la clase de mujer tan loca o necia como para salir con ese sujeto, por muy tentador que éste pudiera llegar a parecer!


Tras terminarme el café, me dispuse a preguntar por el número de teléfono de algún servicio de taxis que me llevara a la posada más cercana o a la maldita dirección que muy pocos conocían, pero que yo había memorizado después de perderme en la primera ocasión, suponiendo acertadamente que era algo fundamental para mi supervivencia.


En el momento en el que Kenzie, el joven con acné que todavía me miraba con lástima, me tendía el teléfono, entró en la tienda de la gasolinera un hombre de unos cincuenta años, algo regordete, de pequeños ojos negros que ocultaba detrás de unos grandes anteojos y con una calvicie bastante avanzada.


Su presencia me llamó la atención, ya que llevaba un traje de segunda mano de color marrón oscuro un tanto fino, sin duda muy poco adecuado para el clima de las Highlands. Tras entrar tiritando de frío y pedir un café, el hombre se sentó junto a mí y preguntó una dirección a la que apenas le presté atención, ya que mi llamada al fin estaba siendo atendida.


Pero cuando oí el nombre del individuo al que buscaba, no pude evitar colgarle a la operadora, mientras me volvía con una maliciosa sonrisa en los labios, más que dispuesta a ayudar a aquel sujeto.


—¿Ha dicho que está buscando a Pedro Alfonso? —pregunté, dispuesta a utilizar a ese hombre para volver a casa.


—Sí, ¿sabe usted dónde vive? Yo soy Pablo Smith, su editor. Pedro es un escritor que apenas está empezando, pero posee un gran talento. Debo encontrarlo para tratar de unos asuntos que nos atañen —respondió orgulloso el señor Smith, sacando un libro del viejo maletín que llevaba y dejándome un tanto sorprendida cuando me mostró la portada con la imagen de una pistola en medio de un charco de sangre y el título Instinto criminal. Cuando le di la vuelta a la novela, pude ver la verdadera biografía y rostro del autor, y no una falsa foto de a saber qué viejecita.


Así que ése era el tipo de libros que Pedro Alfonso quería escribir y el motivo por el que se había retirado del ajetreado mundo hasta aquel apartado lugar.


—Lo vengo siguiendo desde Londres—continuó el editor—; ésta es la única dirección que he conseguido, después de molestar a todos sus parientes. Con suerte, podré dar hoy con él. No sé por qué últimamente se niega a atender mis llamadas, y la verdad, estoy un tanto preocupado por su aislamiento.


—Al parecer ha tenido usted mucha suerte, porque yo sé dónde vive —anuncié feliz a ese sujeto, dispuesta a llevarle a Pedro una sorpresita.


—¡Es usted mi salvación! Espero no meterla en un problema por esto —dijo con algo de preocupación Pablo, que por lo visto conocía el carácter del irascible pelirrojo.


—No se preocupe. Podría decirse que somos íntimos, ya que después de todo, vivo con él... —afirmé, dispuesta a que el pequeño hombre que me acompañaba cayera en el engaño que insinuaban mis palabras.


Mientras conducía el todoterreno de Pablo Smith, que claramente había tenido más cabeza que yo a la hora de alquilar un coche, me di cuenta de un detalle que podría ser una importante arma para mi lucha contra Pedro, y era que aquel hombre que no paraba de elogiarlo en la misma medida en que lo menospreciaba con alguno de sus comentarios, no sabía que en realidad el autor con el que trataba a diario era la famosa Miss Dorothy.


Eso me hizo sonreír con malicia mientras intentaba imaginar qué sería capaz de hacer Pedro para que ciertas personas no conocieran la verdadera identidad de la noble ancianita. Con una nueva arma entre mis manos, un incauto a mi lado, al que sin duda podía manejar, y un nuevo e infalible plan para conseguir lo que quería, me adentré de nuevo en aquel escarpado terreno que llevaba al hogar de Miss Dorothy, más que dispuesta a sacarle de una vez por todas el maldito libro que todos querían.


—Y dígame una cosa… como editor, ¿qué piensa usted de esa famosa escritora llamada Miss Dorothy? —pregunté con una ladina sonrisa a mi hablador acompañante mientras me aseguraba de su ignorancia al respecto.




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