miércoles, 26 de diciembre de 2018

CAPITULO 28




Para desgracia de Paula, al final de la noche descubrió que Pedro Alfonso no era sólo irracional, sino el mismísimo diablo disfrazado. Pero ¿qué se podía esperar de un tipo que se escondía tras el seudónimo de una ancianita que nunca había existido, sólo para no tratar con la gente que tanto lo adoraba?


Paula, emocionada, se había puesto la mejor ropa que tenía, que por desgracia no era mucha ni demasiado elegante. Tras meter rápidamente su equipaje en el baño, ya que su habitación aún no era habitable, sacó un vestido de lana negra cerrado hasta el cuello pero que dejaba la espalda al aire, haciéndola parecer lo bastante elegante como para asistir a un restaurante fino.


Acompañó su atuendo con unas botas altas de tacón, un tanto incómodas para aquel escarpado terreno, pero perfectas para exhibirlas en algún bonito lugar.


Acabó aplicándose un poco de maquillaje, se dejó la melena castaña suelta, dándole un poco de volumen con los dedos, y cogió su gruesa chaqueta forrada de piel de borrego, algo imprescindible para el clima del lugar.


El hombre que la esperaba con impaciencia en la entrada apenas había cambiado su aspecto. Paula se preguntó si no habría cometido un error con su indumentaria, hasta que Pedro la vio, y, tras devorar su cuerpo con una ávida mirada, le tendió una de sus fuertes manos sonriendo pícaramente ante su repentino cambio de imagen.


—Veo que ya estás lista —dijo, agarrándole con fuerza la mano.


—¿No me he arreglado demasiado? —preguntó ella, un tanto confusa ante el despreocupado atuendo de él: unos pantalones vaqueros, un simple jersey y un abrigo de lana forrado.


—No para lo que tengo en mente. Para esta velada estás perfecta —sonrió lobuno el atractivo pelirrojo, haciendo que Paula comenzara a preocuparse por lo que le depararía finalmente esa velada—. ¿Me dejas las llaves de tu coche? —le pidió Pedro, amable por primera vez desde que se conocieron, aumentando con ello sus sospechas y sus reservas.


Paula retuvo las llaves contra su pecho, algo reticente, hasta que él alzó una ceja, y, ofendido por su desconfianza, rebatió todos los argumentos que ella había pensado para no soltar las preciadas llaves de su vehículo de alquiler.


—No creo que puedas conducir con esos tacones. Además, no sabes adónde vamos a ir a cenar, así que será mejor que conduzca yo, Paula —dijo, pronunciando su nombre por primera vez, y ganándose así un poco de su confianza.


¡Craso error confiar en el diablo! Pero eso, desgraciadamente, ella lo averiguaría más tarde.


El restaurante no era un caro local con calefacción, como Paula había imaginado, pero se sintió muy a gusto en un ambiente tradicional escocés, un tanto cargado, que incluía a gente ruidosa y canciones propias del lugar como fondo, mientras los comensales reclamaban platos típicos del lugar.


Dejó a Pedro pedir la cena, lo cual no fue nada acertado, porque alguien como él sólo podía escoger el plato menos apetitoso para su paladar, algo que no supo hasta que lo tuvo delante...


Era algo que, según Pedro, se llamaba haggis, y consistía en un gran e hinchado estómago de un animal, en cuyo interior, según la alegre camarera que servía orgullosa el plato más típico del lugar, se habían hervido asaduras de oveja, cerdo y vaca mezcladas con sebo, cebolla, avena y otros aderezos que Paula prefirió no saber por su propio bien.


Mientras ella miraba su comida, sin saber cómo comenzar a degustar aquella cosa amorfa que tenía en el plato y que en algunos momentos parecía moverse, vio cómo Pedro se carcajeaba de ella. Así que, bastante decidida, lo pinchó con el tenedor y lo rajó con el cuchillo, haciendo que todo el vapor concentrado de la comida, junto con su olor, salieran hacia el exterior.


Y en el preciso instante en que su nariz topó con toda esa mezcla de olores, su cara se tornó verde. Pedro pareció apiadarse de ella entre estruendosas carcajadas, y le cambió finalmente su filete de ternera con guarnición por el haggis, haciéndole la velada un poco más aceptable.


De hecho, todo habría sido perfecto, de no ser porque a cada instante Paula recordaba que esa cosa que él degustaba con sumo placer era algo que había pretendido que ella engullera.


—¿Demasiado delicado para un paladar acostumbrado a perritos calientes y hamburguesas? —preguntó Pedro, mientras se deleitaba con el fuerte sabor de aquel elaborado manjar.


Paula quiso decir algo, pero qué replicar cuando sus palabras eran verdad.


—¿Me equivoco? —insistió él, alzando burlón una ceja.


—No, pero en mi defensa tengo que decir que ésos son los platos típicos en las calles de Nueva York cuando no tienes más que unos pocos dólares en el bolsillo.


—Así que eres una mecánica de automóviles de Nueva York, que quiere convertirse en una nueva promesa literaria de esa ciudad —apuntó Pedro irónicamente, mientras la medía con una de sus escrutadoras miradas—. ¿Y cómo fue que os encontrasteis Natalie y tú en una ciudad tan grande? —preguntó luego con
interés.— Se le pincharon las ruedas del coche cerca de mi taller y yo acudí en su ayuda.


—Y seguramente no dejaste de meterle tu manuscrito por las narices ni un solo instante, ¿verdad? —preguntó él con sarcasmo, sabiendo lo desesperados que podían ser los principios de cualquier escritor.


—¡Yo sólo quiero escribir y que alguien le dé una oportunidad a lo que he creado! —se defendió Paula, algo ofendida por el tono del famoso novelista.


—Bonitas palabras, Paula, pero tú, como todos, lo que quieres es poder ganarte la vida haciendo lo que te gusta. Por desgracia, la vida de un escritor, al contrario de lo que todo el mundo cree, no está llena de sueños y facilidades. ¿Sabes cuánto escribí antes de que alguien decidiera ofrecerme mi primer contrato? Y te puedo asegurar que éste no es el género en el que hubiera esperado que todos llegaran a conocer mi nombre, ni mucho menos. De hecho, aparte de la gente de mi editorial y de algún que otro conocido, nadie sabe que yo soy Miss Dorothy.


—Pero ¿no te gusta que la gente lea y espere con impaciencia tus libros, que se pregunte cómo terminará esa historia que has creado, que sea fiel a cada palabra que escribes y le dé una nueva oportunidad al amor? —preguntó ella, decidida a sacar a relucir la verdadera personalidad de aquel hombre solitario que no podía ser tan malo si creaba obras tan hermosas.


—Claro que me gusta que la gente disfrute con mis libros. Pero creo que el amor sólo es una mentira necesaria para crear un ambiente adecuado entre dos personas — dijo él despreocupadamente, mientras daba un largo trago a la cerveza con la que acompañaba su comida.


—¿No crees en el amor? ¿No crees en lo que escribes? Entonces, ¿cómo puedes concebir algo tan romántico si nunca lo has experimentado?


—Muy fácil: miento como un bellaco. Como hacen la mayoría de los escritores, ni más ni menos.


—¡Ah, entiendo…! ¡Por eso no puedes encontrar tu final! ¡Por eso no puedes escribir una novela en la que tus protagonistas al fin se queden juntos a pesar de las adversidades! ¡Es porque no crees en ello! —dedujo Paula, percatándose
finalmente de las verdaderas razones de Pedro para negarse a escribir esa última obra
que todos esperaban con anhelo.


—¡Eso es ridículo! Yo puedo escribir esa novela cuando me dé la gana... Se trata, simplemente, de que no quiero —declaró, molesto con su impertinente invitada.


—Entonces, ¿a qué esperas? ¡Hazlo y así yo podré irme a casa y tú podrás volver a tu querida soledad de ermitaño! —replicó Paula, decidida, mientras lo señalaba amenazadora con su cuchara de postre después de degustar un sabroso plato escocés, un cranachan, que consistía en una sabrosa mezcla de crema batida, miel, whisky y frambuesas frescas, con avena tostada remojada la noche anterior con un poco de whisky. Algo que, al contrario del haggis, estaba saboreando con gran placer.


—¿Crees que convencerme va a ser así de fácil? Soy un escritor que se está tomando su tiempo para crear otras obras de distinto género. ¿O acaso crees que sólo sé escribir ese tipo de ñoñerías romanticonas? Es algo que le dije en su momento a Natalie y que al parecer aún no ha comprendido: escribiré esa novela cuando yo quiera, no cuando ella me lo exija, y por más gente impertinente que me mande, este hecho no cambiará. Así que desiste y vete a casa, Paula.


—No —negó rotundamente ella, molesta con aquel hombre obtuso que se negaba a recapacitar—. Has tenido dos años para dedicarte a tus otras novelas. Creo que ya es hora de que te pongas manos a la obra para no decepcionar más a los millones de personas que esperan ese maldito final; yo misma soy una de ellas, por cierto.


—¡Por favor! ¡No me puedo creer que Natalie me haya enviado a una fan con aires de escritora! —exclamó Pedro, pasándose las manos con frustración por sus rojos cabellos—. ¿No te ha decepcionado ya bastante descubrir quién es realmente Miss Dorothy? ¿Acaso no te estoy haciendo la vida imposible para que te marches? ¿Es que no sabes captar las indirectas?


—Siento decirte que no sabes echar indirectas, más bien al contrario: no te cortas nada a la hora de ser grosero y expresar lo que quieres sin ningún tacto. Y aunque esté totalmente impactada tras descubrir la verdad sobre Miss Dorothy, no te vas a deshacer tan fácilmente de mí, por dos motivos sobre todo: uno, quiero leer el final de esa historia; y dos, ¡alguien va a leer mi puñetero libro de una maldita vez, aunque sólo sea para decirme que es basura! —exclamó ella con enojo, levantándose bruscamente de su asiento y dejándole la cuenta.


—Paula, te lo advierto, aún no sabes lo cabrón que puedo llegar a ser… ¿Por qué no te marchas ahora, antes de que te haga daño? —la previno Pedro, mientras impedía que se marchase de aquel acogedor lugar reteniéndola por un brazo.


—Alguien como tú nunca podría llegar a hacerme daño, Pedro Alfonso — replicó ella, decidida, soltándose de su agarre y dirigiéndose a la salida.


—Tú lo has querido, preciosa —susurró Pedro, negando con la cabeza y suspirando frustrado ante su reacción, resignado finalmente a comportarse como el mismísimo diablo si hacía falta, con tal de deshacerse de ella.


Tras pagar la cuenta de aquella pacífica cena que no había resuelto ninguno de sus problemas, Pedro decidió volver a convertirse en el perfecto canalla que era y no
tener piedad de aquella molesta señorita que se había entrometido en su vida sólo para fastidiarla, sin saber en realidad en lo que se había metido al aceptar ese trato con su ávida editora.


Una editora bastante insistente, que no sabía cuándo rendirse o reconocer una derrota, a pesar de que ésta la hubiera golpeado de frente un montón de veces; no había más que ver los numerosos fracasos obtenidos con cada una de las personas que había mandado llamar a su puerta con la intención de hacerse con su novela, y que siempre habían vuelto con el rabo entre las piernas.


La señorita Paula Chaves, sin duda, sería otra de ellas. Sólo que ésta tal vez duraría un poco más, porque a pesar de parecer bastante simple, Paula tenía el suficiente arrojo como para aguantar su malicioso carácter. Qué pena que este hecho sólo le hiciera más entretenido el hecho de jugar con ella, pensaba Pedro, a la vez que sonreía con malicia y seguía a Paula hacia su coche, reflexionando sobre su próximo movimiento para alejarla definitivamente de su lado.



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