jueves, 3 de enero de 2019
CAPITULO 52
Después de una semana, Paula continuaba sin poder echarle mano a esa película que tanto adoraba. Le había mostrado su descontento a Pedro en más de una ocasión, pero él se limitaba a sonreírle malicioso y se negaba absolutamente a descolgar el objeto de la ventana.
También lo había atosigado con impertinentes preguntas sobre los motivos por los que gozaba del privilegio de conseguir antes que nadie esas películas de estreno, y más aún si él simplemente las desperdiciaba utilizándolas como espantapájaros, algo a lo que el pelirrojo de nuevo le había contestado con una de sus enigmáticas sonrisas, mientras le advertía que no era asunto suyo.
Al final de cada día, Paula observaba preocupada cómo el DVD comenzaba a
estropearse por las inclemencias del tiempo, e intentaba descolgarlo sin que Pedro se
diera cuenta, porque seguramente ese energúmeno se lo arrebataría antes de que pudiera ver la película y lo volvería a colgar en ese denigrante lugar.
Todos sus intentos hasta el momento habían sido infructuosos: por la mañana, Pedro le encargaba decenas de tareas, y cuando se encerraba en el estudio para escribir, la arrastraba con él, diciéndole que, al ser su musa, debía quedarse a su lado para que la inspiración surgiera. Entonces, la hacía sentar en el sofá del estudio con uno de sus libros y le prohibía rotundamente moverse de su sitio, sin poder evitar echarle un vistazo cada dos por tres para observar si continuaba en el lugar que le había sido asignado, impidiéndole así hacer ningún movimiento hacia su amada película.
Pero ese día, que había amanecido algo lluvioso, sería el último, ya que Paula estaba más que decidida a hacerse con ese tesoro, por más obstáculos que aquel desquiciante sujeto pusiera en su camino. Aprovechó el momento en que Pedro estaba en la ducha, para coger una destartalada escalera del garaje y unas tijeras, y marchó decidida hacia la parte trasera de la casa.
Cuando al fin se hallaba a un solo paso de conseguir su premio, alguien interrumpió su momento de gloria llamando al timbre, por lo que se vio obligada a dejar de lado sus impetuosas acciones, si no quería que Pedro la descubriera.
Así que bajó corriendo la desvencijada escalera, con tan mala suerte que uno de los peldaños se rompió, haciéndola caer sobre el barro del abrupto terreno que rodeaba la casa.
Al intentar ponerse de pie, resbaló un par de veces, cayéndose sobre el lodazal en que se había convertido el jardín de Pedro por la lluvia, empeorando aún más su ya de por sí lamentable aspecto. Como toda su ropa estaba sucia, se limpió las manos en ella y se dispuso a abrir la puerta principal, antes de que aquel mastodonte se percatara de lo que estaba haciendo y la desterrara nuevamente al sofá.
Así pues, enlodada y un tanto furiosa, se adentró en la casa y se dirigió hacia la entrada. No tenía ganas de recibir ninguna visita con aquellas pintas, pero por suerte, los invitados de Pedro nunca serían famosas estrellas o prestigiosas celebridades, y no importaba demasiado el aspecto que ella tuviera.
La persona que llamaba ansiosamente en esos momentos a la puerta de Miss Dorothy sólo podían ser el incordio de Pablo o el alegre Luis, quienes tal vez se burlaran de ella, pero comprenderían el motivo, ya que conocían demasiado bien el carácter de Pedro y sus innumerables jugarretas a la hora de fastidiar a la gente para evadirse de su eterno aburrimiento.
Paula se recompuso un poco la ropa y corrió hacia la puerta, decidida a deshacerse de la molesta visita lo más rápido posible, para luego poder ducharse sin que Pedro se burlara demasiado de su triste situación.
Abrió la puerta justo cuando cesaba el ruido de la ducha. En el momento en que Paula vio al visitante inesperado, no pudo evitar gritar de asombro ante la sorpresa que tenía delante, y, un tanto asustada, volvió a cerrar la puerta en las narices de aquel hombre que le había regalado una de sus más bellas sonrisas.
—¡Mierda! ¡Mierda! —exclamaba Paula, sin saber qué hacer con su lamentable aspecto, mientras tenía en la puerta al hombre más maravilloso de todos, el que era sin duda el más cálido sueño de cualquier chica.
—¿Se puede saber qué mierdas estás haciendo? —rugió la pesadilla de cualquier mujer, envuelto sólo con una minúscula toalla.
—No puedo, no puedo, no puedo… —repetía ella, sin prestar atención a las furiosas palabras de Pedro.
—¿Se puede saber qué narices te pasa? —insistió él, confuso por su absurdo comportamiento, mientras se dirigía a la puerta para abrirla.
Pero Paula se interpuso en su camino, decidida a que no espantara a aquel delicado hombre con su rudo comportamiento.
—¡No puedes! ¡Es Esteban James! —exclamó como si de un dios se tratase.
—¿Y? —preguntó Pedro irónicamente, alzando una ceja.
—¡Que no puede verme así! —gritó histérica, mostrándole su mugrienta apariencia.
—En primer lugar… ¿por qué estás así? No habrás vuelto a intentar bajar ese maldito DVD, ¿verdad? —la reprendió con severidad.
—Es que… —intentó excusarse Paula, bajando su rostro un poco avergonzada.
—¡Abre la maldita puerta de una vez! —ordenó Pedro, bastante furioso.
Algo que ella hizo un tanto reticente, viendo cómo el atractivo actor al que tanto admiraba la saludaba con una de esas brillantes sonrisas que sólo dedicaba a sus seguidoras en la gran pantalla.
—¡Hola! —dijo amablemente Esteban James, dejándola sin palabras a la hora de excusar su mal comportamiento.
Paula sólo pudo retroceder un tanto ensimismada, y tropezó cayendo al suelo, a los pies de su admirado actor. Terriblemente avergonzada, se levantó, sujetándose a lo que tenía más a mano, que no era otra cosa que la toalla de Pedro.
Cuando acabó de incorporarse, miró la toalla que tenía entre las manos, al hombre furioso y desnudo que la miraba y a su admirado actor, que se reía a carcajadas a su espalda, y no pudo hacer otra cosa que correr a esconderse en el agujero más cercano que hubiera, que en esa ocasión resultó ser el cuarto de baño.
—¿Quién es esa mujer? —preguntó Esteban James, muy interesado en la nueva adquisición de su amigo.
—Mi ayudante —contestó Pedro muy seco, dirigiendo una dura mirada a la puerta tras la que Paula permanecía encerrada.
—¿Y cuáles son sus funciones? ¿Desnudarte? —bromeó Esteban, señalándole su carencia de ropa.
—¡Qué más quisiera yo! —suspiró resignado, decidido a comentarle a su amigo los problemas que le acarreaba su nueva y molesta situación.
—Entonces, ¿se puede saber qué hace esa preciosidad en tu vida si no ocupa un hueco en tu cama? —preguntó algo confuso el famoso playboy.
—Por lo pronto, fastidiarme el descanso, desde que vino a alterar mi merecida soledad...
—Si quieres deshacerte de ella, yo puedo hacerte ese favor... —comentó pícaramente el sensual actor, mirando con gran descaro la puerta donde su próxima posible presa se escondía.
—Te lo advierto, Esteban, ¡no permitiré que juegues con Paula! —lo avisó Pedro serio.
—Entonces, ¿podemos decir que al fin te has echado novia? —indagó el actor, muy interesado por su respuesta.
—Sabes que yo nunca mantengo una relación seria con ninguna mujer —replicó Pedro, descartando las palabras de su amigo, sin querer que preguntara más por la confusa relación que tenía con Paula, porque, a pesar de haber declarado imprudentemente días antes que era suya frente a una decena de testigos, todavía se negaba a admitir ante cualquier otro lo que sentía por esa mujer.
—En ese caso, amigo mío, siento decirte que lo que yo haga con esa preciosidad sólo será asunto mío y de esa belleza a la que aún no has reclamado... —declaró Esteban James, resuelto a disfrutar más que nunca de la visita que le hacía anualmente, tan sólo para fastidiarlo.
—Voy a vestirme… —gruñó Pedro entre dientes, decidido a cambiar de tema antes de que su mal humor se intensificara y acabara arrojando al actor por la ventana sin molestarse en abrirla siquiera.
—¡Oh, realmente me voy a divertir en esta visita! —sonrió Esteban James complacido, cuando su amigo desapareció de la estancia mientras él se tumbaba en el sofá, esperando a ver cuál podría ser su próximo movimiento para despertar los celos de su testarudo amigo, que no parecía darse cuenta de que estaba enamorado.
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