jueves, 3 de enero de 2019
CAPITULO 53
Cuando salí del baño, después de darme una ducha bastante larga con la que intenté esconder mi vergüenza ante el peculiar recibimiento que le había ofrecido a ese hombre al que idolatraba, corrí hacia la habitación de Pedro, donde estaba mi ropa, envuelta tan sólo en una toalla.
Para mi desgracia, él estaba allí, terminando de ponerse las botas, y al observar mi escasa indumentaria, decidió hacerlo con bastante más lentitud. Yo, por mi parte, agarrando con fuerza la minúscula toalla que había encontrado en el baño y que, gracias a Dios, tapaba todo lo necesario, traté de encontrar en mi maleta con qué cubrir mi desnudez, algo realmente complicado cuando una sólo puede utilizar una mano, debido a que la otra la tiene ocupada impidiendo quedarse desnuda ante la ávida mirada de un pelirrojo que estaba tardando, a propósito, más de lo necesario para atarse unos
puñeteros cordones. Al fin, harta de que se demorase tanto con tal de intentar verme de
nuevo desnuda, fui a increparlo para que se marchara. Gesto que, definitivamente, nunca funcionaría con un sujeto como él.
—Si ya has terminado... —dije, señalándole cordialmente la puerta e indicándole que saliera de la habitación.
—Sí, ya he terminado —respondió él, y se dejó caer con gran despreocupación sobre su lecho, colocando sus fuertes manos detrás de su cabeza, mientras sus ojos no se apartaban de mí ni un solo instante.
—¿Podrías marcharte para que yo pueda vestirme? —le pedí, indicando de nuevo la salida, molesta por su desvergonzado comportamiento.
—¿Por qué? No ocultas nada que no haya visto ya —respondió Pedro, recordándome que él y yo habíamos sido amantes, aunque yo ahora lo rechazara.
—Haz lo que quieras... —repliqué, cansada de intentar razonar con un sujeto que carecía de consideración alguna.
Así pues, sujetando la toalla contra mi cuerpo, rebusqué desesperadamente en mi maleta hasta dar con algo de ropa: unos viejos vaqueros y un amplio jersey azul fueron lo primero que encontré. También hallé un conjunto de ropa interior, para mi desgracia, el más atrevido que llevaba conmigo, y a Pedro se le iluminaron los ojos en cuanto lo vio, como si de un juguete nuevo se tratase.
—¡Esto no lo había visto! —exclamó, sujetando el excitante tanga negro con un dedo—. ¿Te lo vas a poner para él? —preguntó con una sonrisa falsa, dejando entrever con ello cuánto lo molestaba esa posibilidad.
—No, me lo voy a poner porque es lo primero que he encontrado —contesté bruscamente, arrebatándole mi tanga y poniéndomelo delante de él sin dejar de sostener la toalla.
—Si piensas ponerte esto también sin soltar la toalla será un espectáculo digno de ver —se burló de mí, jugando esta vez con mi delicado sujetador de encaje negro.
—Eso puedes quedártelo. Después de todo, no lo necesito —le espeté, poniéndome el ancho jersey que me tapaba hasta los muslos y dejando caer finalmente la toalla—. Mira tú por dónde, esto sí lo voy a hacer por él... —bromeé, intentando sacarlo de quicio, cosa que nunca debí haber hecho, porque Pedro se incorporó de repente y, sin decir ni una sola palabra, me agarró y me tumbó violentamente sobre la cama. Luego se colocó sobre mí y me miró con sus serios ojos, exigiéndome algo que ni él mismo sabía reconocer.
—¿Por qué tienes que admirar a otro hombre que no sea yo? ¿Por qué tienes que reírte con otro y pensar en otro si me tienes aquí delante? —dijo, mostrándome que, verdaderamente, las veces que nos habíamos acostado habían significado algo para él —. Yo te puedo dar todo lo que desees... —insinuó sugerente, subiendo una atrevida mano por mi muslo, haciéndome estremecer, mientras se acercaba peligrosamente al borde de mi tanga—. ¿Para qué necesitarías a otro si sólo yo logro hacerte enloquecer de pasión? —susurró sensual en mi oído al tiempo que su mano seguía acariciando mi cuerpo.
— Porque tú no me amas —dije, sorprendida por su abrupta confesión, pero todavía necesitada de unas palabras que siempre había deseado escuchar.
Pedro cesó en sus caricias y se incorporó, dejándome libre del encierro de sus brazos.
—Y él tampoco lo hará, sólo jugará contigo. Como siempre hace con todas las mujeres —me advirtió serio, mirando la puerta que nos separaba de la presencia de su amigo.
—No lo conozco, pero no me pienso dejar engañar ni por él ni por nadie —afirmé, decidida a serenar sus miedos, porque, al parecer, yo le importaba más de lo que dejaba ver.
—Pero tú caes tan fácilmente ante las palabras de un hombre… y él sabe fingir tan bien... —declaró Pedro, preocupado, revolviéndose el pelo, nervioso, con una mano.
—No soy tan ingenua como crees —repliqué, resuelta a calmar su inquietud acercándome hasta donde estaba sentado, a los pies de la cama.
—Entonces, ¿por qué siempre que quiero consigo llevarte a la cama? —me reprochó, molesto por mi afirmación.
—Porque cuando leí por primera vez uno de tus libros, me enamoré de alguna manera de esas palabras, y cuando te conocí, aunque no te parecías en nada a la escritora que tanto admiraba, la persona tierna y sensible a la que pertenecen esas palabras se hallaba allí. Cada vez que me rindo a tus brazos es porque en esos instantes veo al hombre del que me enamoré, que vuelve a surgir para recordarme que aún existe en tu interior, aunque tú lo sigas negando —confesé, abrazándolo por la espalda y haciendo que se pusiera rígido ante mi cariñosa muestra de afecto.
—¿Y te atreves a decirme que no eres una ingenua? —inquirió seriamente, deshaciéndose de mi abrazo y levantándose para enfrentarse a mí con sus fríos ojos castaños.
—Sólo te he explicado por qué soy tan idiota como para caer en tus brazos, Pedro. Y ahora te revelaré por qué me resistiré a amarte: en primer lugar, no pienso hacerlo porque entregarte mi corazón sería un desperdicio, ya que no sabrías qué hacer con él. En segundo, porque aunque sientas algo por mí nunca me lo dirías y mucho menos mostrarías en público algo de ese cariño. Y en tercer lugar, porque tú, Pedro Alfonso, no eres de los que gritan su amor al mundo y yo necesito a mi lado a alguien que me recuerde que el amor sobre el que tanto he leído existe. Algo que definitivamente tus personajes pueden hacer, pero que tú nunca harás en la realidad — señalé, decidida a no volver a ser tan idiota como para rendirme ante los encantos de un hombre que nunca me daría lo que yo necesitaba.
—Las palabras de amor son tan fáciles de decir… y la gente las pronuncia tan a la ligera, que hoy en día apenas tienen valor. Aunque no crea en el amor, me niego a decirlas si no son ciertas —manifestó Pedro, mirándome con firmeza y dejándome claro que nunca sería capaz de amarme.
—¿Lo ves? Aquí está el hombre al que a veces amo… —dije, sin poder evitar que algunas lágrimas inundaran mis ojos cuando la respuesta de él fue la brusquedad con la que cerró la puerta, una que ahora nos separaba más que nunca.
Tras secarme las lágrimas y acabar de vestirme, me miré al espejo y, tal como mi padre me recomendaba hacer cada mañana, me enfrenté con una sonrisa a un nuevo día.
Tal vez en el momento más inesperado hallaría el amor que tanto anhelaba, pero mientras tanto, disfrutaría de lo que la vida me deparase, que en esos momentos no era otra cosa que un apasionado escritor por el que sentía algo más de lo necesario, y un galardonado actor al que estaba impaciente por conocer. ¿Qué más podía pedir una chica como yo para disfrutar de esa mañana?
Tal vez la película que tantas ganas tenía de volver a ver. Y también que un escritor bastante obtuso terminara otro capítulo de aquella maldita novela suya que me desesperaba. Lo malo de obtener este último deseo era que, cuando Pedro la acabase, la única relación que teníamos finalizaría, ya que él no me amaba y yo no estaba dispuesta a recibir menos de un hombre.
Pero aunque nos separásemos, siempre me quedarían los libros de Miss Dorothy, donde cada una de sus frases me recordaría al hombre del que una vez me había enamorado.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario