miércoles, 2 de enero de 2019

CAPITULO 48




Mi cerveza permanecía en la barra, pasando desapercibida para mis ojos, mientras perdía la cuenta de las que ella tomaba. Cada vez que miraba hacia la amorosa parejita, que no cesaba en sus bromas, me sentía más irritado. En algún momento de la velada, más de uno de los habituales clientes de Hamish se unieron a las bromas de Luis, convirtiendo finalmente aquella cita en una divertida reunión.


Algo que debería haber supuesto un alivio para mí, de no ser porque Paula se convirtió en el centro de atención de un grupo de solteros que, sin duda alguna, buscaban pareja. Cinco hombres la rodeaban buscando ser el que más la hiciera reír y divertirse en esos momentos y por las risitas nerviosas de ella era indudable que Paula se lo estaba pasando en grande, mientras que yo únicamente la observaba, bastante irritado, pensando que en esos instantes los dos deberíamos estar encerrados en mi estudio buscando mi inspiración.


Tras el típico juego de taberna con los chupitos, ese de «a ver quién bebe más antes de caer trompa», en el que ella no dudó en participar, le tocó el turno a tirar los dardos, donde ni uno de ellos hizo una diana o llegó a aproximarse siquiera. Luego, los pretendientes de Paula tuvieron la maravillosa idea de cantar alguna picante canción de las Highlands, mientras Luis le enseñaba a ella cómo eran los bailes típicos del lugar. Por muy poco no acabaron los dos golpeando el suelo con su trasero.


Esa idea me hizo sonreír con malicia, hasta que Paula tropezó y acabó cayendo en los brazos de Luis. Cuando vi ante mí una de esas melosas escenas que yo mismo escribía, en las que la pareja acababa besándose después de un resbalón de ese tipo, no pude contener mi rabia y me levanté bruscamente de mi taburete, dispuesto a impedir que eso pasara, porque Paula estaba allí sólo por mí y, por lo tanto, era mía.


Un pensamiento del todo irracional, pero como yo no soy de la clase de tipos que le dan demasiadas vueltas a las cosas, fue una excusa perfecta para poner mis pies en marcha hasta el lugar donde se encontraba la mujer a la que tanto deseaba.


Como aquello era la vida real y no una empalagosa novela, Paula acabó apartándose de los brazos de Luis y sin duda de esta manera lo libró de la ira de mis puños, que en esos momentos se volvían a cerrar con furia cuando ella tuvo la genial idea de enseñarles alguno de los bailes típicos de Nueva York a aquellos estúpidos para mostrarles su agradecimiento. Para ello, seleccionó una animada canción en la vieja máquina de discos de Hamish, a la vez que movía su sensual cuerpo de una forma que los hizo babear a todos.


En el preciso momento en que sacudió pecaminosamente su larga melena castaña, haciéndonos pensar en eróticas fantasías, no tuve dudas: esa mujer sería mi perdición.


Pero cuando la oí proponerles alegremente a los hombres que la rodeaban que bailaran con ella, estuve seguro de que esa noche tendría una pelea si alguno de ellos tenía la estúpida idea de aceptar.


Los fulminé a todos con una de mis más terribles miradas, mientras pasaba entre ellos hacia la mujer que había conseguido que mis buenas intenciones de permanecer alejado se esfumaran en un solo instante, precisamente en el mismo momento en el que comenzó a menear su trasero frente a mí.


Sin decir ni una palabra, me la cargué sobre el hombro y debía de estar bastante borracha, ya que ni una sola queja salió de sus labios cuando le eché el abrigo encima y cogí su bolso de las manos de Luis, que me sonreía alegremente, sin importarle demasiado que pusiera fin a la velada arrebatándole a su cita.


—¿Es que nunca te han enseñado a no tocar las cosas que son de otro? —increpé bastante molesto a mi fastidioso amigo, que siempre me recibía con una sonrisa.


—¡Pero yo no soy tuya…! —intentó intervenir Paula, alzando un poco la cabeza que caía sobre mi espalda.


—¡No interrumpas las conversaciones de los hombres! —la corté enfadado, palmeando su trasero con una de mis fuertes manos, mientras intentaba sostener con la otra su frágil cuerpo, que seguía revolviéndose sobre mi hombro, un tanto inquieta. Al parecer, la advertencia de mi mano la hizo entrar en razón, porque dejó de moverse, evitando así una brusca caída, y simplemente resopló resignada ante mi mal humor.


—No sabía que te pertenecía —contestó Luis, atrevido, ampliando su sonrisa.


—Pues ahora lo sabes, ¡así que procura mantenerte alejado de mi nueva ayudante!


—Creía que era tu mecánica.


—Digamos que es simplemente mía... —dije, poniendo fin a las indagaciones de mi impertinente amigo.


—¿Y ella lo sabe? —se burló Luis, al oír los resignados suspiros de Paula, que, al parecer, no estaba de acuerdo con mi afirmación.


—Lo sabrá —sentencié, dispuesto a hacerle saber a Paula que el tiempo que estuviéramos juntos me pertenecía sólo a mí.


Luego acallé sus ofendidas protestas con otro fuerte azote y me la llevé de la animada reunión todavía cargada sobre mi hombro, ante el asombro de todos y alguna que otra risita de los que me conocían y sabían que yo nunca había hecho el idiota por una mujer. Hasta entonces.


Pero es que esa mujer tenía algo que hacía que no me pudiera resistir a sus encantos. Para mi desgracia, algunos de los allí presentes comenzaban a pensar lo mismo que yo, cuando Paula alzó su rostro y se despidió de todos lanzándoles besos y «te quieros» con bastante indiferencia, sin importarle demasiado su poco digna posición.


Me enojé un poco con sus desprendidas muestras de cariño, pero me resistí a golpear sus nalgas de nuevo para llamar su atención, así que oculté mi atrevida mano por debajo del grueso abrigo que la tapaba y acaricié su atrayente trasero como había querido hacer tras su sensual bailecito.


—¡Pedro! —gritó alterada, volviendo a forcejear conmigo y mirándome escandalizada por mi comportamiento, pero cesando al fin sus amorosas despedidas.


—Paula... —respondí sensualmente, dirigiéndole una de mis sugerentes miradas, que siempre la hacían darse cuenta de lo mucho que la deseaba.


Y tras enfrentarse a mis ojos, me ordenó que la llevara a casa, un tanto acalorada, porque ambos sabíamos cómo terminaría esa noche en la que los dos habíamos intentado evitar algo que no podíamos negar: la atracción de nuestros cuerpos, que nos reclamaba revivir el recuerdo del placer que ya habíamos experimentado el uno en brazos del otro, y que nunca sería olvidado por ninguno de los dos.




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