miércoles, 2 de enero de 2019

CAPITULO 49




Conducir hacia su casa y llegar intacto se le estaba haciendo imposible, con la «señorita tentación» sentada junto a él, poniendo la radio a todo volumen y cantando cada una de las canciones que encontraba. Se las supiera o no, Paula las interpretaba con gran emoción. ¡Qué pena que los oídos de Pedro no tuvieran el mismo entusiasmo por oír sus delirantes y desafinados berridos!


La tercera vez que puso fin a ese ensordecedor ruido apagando la radio, Paula intentó encenderla de nuevo, momento en el que Pedro retuvo junto a él su delicada mano. Pero si creyó que con eso conseguiría silenciarla, estaba muy equivocado, ya que, por lo visto, ése fue el momento elegido para que Paula añorara su casa y comenzara a entonar la famosa canción New York, New York, de una manera tan lamentable, que, sin duda alguna, si Frank Sinatra estuviera vivo, le patearía su hermoso trasero sin clemencia alguna.


El dolor de cabeza, que en un principio había comenzado como una leve punzada en su sien derecha, ahora se había convertido en algo bastante insoportable. Y más cuando aquella loca no dejaba de aullar junto a su oído una canción de la que sólo se sabía el estribillo.


Pedro se detuvo unos instantes en un apartado y oscuro lugar alejado del camino, decidido a amordazarla con su camiseta o a meterla en el maletero con tal de acallar aquel irritante sonido que lo estaba poniendo de los nervios.


—¿Ya hemos llegado? —preguntó Paula, confusa, al ver que Pedro no apagaba el motor del vehículo.


—No. Hemos parado un momento para tomarnos un descanso —contestó él, mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad y rebuscaba en la guantera un bote de analgésicos y una botella de agua que había dejado antes.


—Ya sé lo que está pasando, ¡te quieres aprovechar de mí! —exclamó Paula, desabrochándose también el cinturón.


—No, eso no es lo que estoy…


—¡Ya era hora! —interrumpió ella sus explicaciones, colocándose sobre su regazo y poniendo fin a la búsqueda de un alivio para su malestar que no fuera ella misma.


Pedro puso sus manos en la espalda de la mujer que se retorcía insinuante encima de él, sin dejar de besar su rostro con dulzura, tentándolo a abandonarse a la locura.


Decidido a comportarse como un caballero, probó a hacerla razonar, pero la confesión que salió de su boca, esas palabras que él nunca había oído, lo hicieron olvidarse de todas sus buenas intenciones y sucumbir una vez más al pecado, arrastrándola con él hacia el placer que tanto los deleitaba.


—Paula, estás borracha… no quiero que hagas algo de lo que mañana te puedas arrepentir —dijo firmemente Pedro, alejándola por unos instantes de él para que cesara en sus desmedidas muestras de afecto y comprendiera lo que estaba haciendo.


—Te he echado de menos, ¡todas las noches te echo de menos! —confesó ella, aún en su regazo. Y tomando una de sus fuertes manos, hizo que le acariciara la cara, mientras proseguía con la revelación de sus más profundos sentimientos—: Añoro tus gruñones comentarios, tu ácido humor y tu perversa sonrisa —declaró feliz, besando la mano que al fin la volvía a tocar—. Tus embaucadoras palabras, que sólo saben tentarme, y tus fuertes brazos, que en sueños me retienen contra tu cuerpo… —continuó dulcemente, abriendo al fin los ojos y enfrentándose a la sorprendida mirada del hombre al que había comenzado a amar—. Añoro tus palabras como Miss Dorothy y también las bruscas pronunciadas como Pedro Alfonso, que salen de tu boca confundiéndome por igual. Pero lo que más echo de menos son tus caricias, con las que me demuestras que, a pesar de que tus labios lo nieguen, sientes algo por mí que no sabes cómo definir. Y eso te asusta… —declaró Paula, mientras le acariciaba los labios con uno de sus delicados dedos—. Estamos tan cerca, pero a la vez tan lejos, Pedro... —finalizó, llegando a un lugar de aquel hombre al que nunca nadie había llegado: su corazón.


Pedro no pudo ser el caballero que hacía recapacitar a la confusa mujer que tanto lo tentaba de que aquello era un gran error. No pudo convertirse en ese hombre de novela rosa que ella admiraba, porque los hombres de verdad no tenían tanta fuerza de voluntad como para alejar lo que más codiciaban. Y él tenía entre sus brazos su mayor anhelo: una mujer que lo conocía por completo y que, aun así, lo deseaba.


Por primera vez en su vida, se dejó llevar por lo que su loco corazón le dictaba y, tras besar tiernamente la mano de ella, que todavía descansaba sobre sus labios, la llevó hacia su cuello y se apoderó de su boca, haciéndole ver a Paula lo mucho que él también había añorado la unión de sus cuerpos.


Ella se dejó guiar en ese tórrido beso que tanto deseaba y se abandonó a las caricias de aquel hombre que tanto amor le mostraban. Pedro devoró su boca, besando con exquisita delicadeza sus labios, para luego mordisquearlos con ternura y lograr que algún que otro gemido escapase de Paula, aprovechando el momento para que su lengua se adentrara en su boca para jugar con la de ella, mostrándole la dulce pasión de un beso.


Las fuertes manos de Pedro vagaron por el cuerpo de Paula, y alzó poco a poco el jersey que lo había estado tentando toda la noche. Ella levantó los brazos por encima de la cabeza y Pedro se los retuvo con la nívea prenda, que usó para sus tentadores juegos de seducción: cogió con brusquedad el jersey que mantenía aprisionadas las manos de Paula y lo echó hacia atrás, haciendo que ella se recostara contra el volante del coche.


A la vez que con una mano la mantenía prisionera, con la otra le acariciaba la cintura, haciéndola estremecer con cada uno de sus mimos. Pedro subió lentamente hacia el sujetador y se lo desabrochó. Luego, sin más, lo apartó de su camino cuando sus labios decidieron deleitarse con el dulce sabor de Paula.


Devoró sus pequeños senos, haciendo que sus pezones se irguieran impacientes.


Su lengua recorrió con lentitud cada uno de ellos y sus dientes jugaron tentadores con sus pechos. Cuando Paula suplicó más, Pedro simplemente retiró la boca y, después de brindarle una de sus perversas sonrisas, sopló sobre ellos, haciéndola temblar.


La mano de él descendió lentamente por su cintura hasta el borde de los pantalones y se introdujo dentro de ellos, llegando hasta su más recóndito lugar. Ella se removió inquieta, buscando las caricias de un hombre que siempre sabía complacerla, y cuando introdujo varios dedos en su húmedo interior, sin dejar de rozar su clítoris con otro, Paula no pudo evitar gemir de placer, incitándolo a seguir con cada una de sus cautivadoras acciones.


Mientras se movía inquieta sobre el regazo de Pedro, notó la evidencia de lo mucho que aquel hombre la deseaba y le rogó que le liberara las manos, atrapadas por el jersey, para poder tocarlo. Pedro simplemente desoyó sus súplicas y la sujetó más fuerte, a la vez que su ávida boca volvía a devorar los turgentes senos, llevando su cuerpo a la cúspide del goce.


Paula, sintiendo el placer de sus labios junto al de las caricias de sus manos, no pudo evitar entregarse a un desgarrador orgasmo, durante el que gritó el nombre del hombre que tanto confundía su cuerpo y su mente. Se desplomó saciada contra el volante del automóvil, haciendo sonar el claxon.


Él se rio ante el ensordecedor ruido que los sorprendió a ambos y antes de que Paula pudiera reaccionar de alguna manera, la tumbó en el asiento del pasajero, desnudándola rápidamente: el jersey fue arrojado a un lado, liberando al fin sus manos, y él se despojó del suyo, mostrando la desnudez de su pecho. 


Luego se bajó los pantalones para, a continuación, colocarla de nuevo sobre su regazo, entrando esta vez en su húmedo interior de una profunda embestida que los hizo gemir a ambos, deleitándose con el placer de la unión de sus cuerpos.


Pedro sujetó la cintura de la apasionada mujer que lo montaba, marcando el ritmo que exigía su cuerpo, y ella se dejó guiar mientras sus delicadas manos sujetaban los fuertes hombros del hombre que la tentaba.


Paula no tardó en volver a excitarse cuando la boca de Pedro volvió a agasajar sus pechos y él incrementó su ritmo, haciéndola delirar de placer cuando sus labios susurraron en su oído las bellas palabras que en verdad él nunca reconocería.


Ése fue el momento en que Paula se estremeció ante un nuevo orgasmo, dejándose llevar hasta el éxtasis.


Él la acompañó, llevando inclemente su cuerpo hasta el límite del placer, donde los dos gritaron el nombre de la persona que más los irritaba y complacía en todo momento.


Paula se derrumbó sobre él, que la abrazó con un cariño que nunca demostraba. La retuvo contra su cuerpo, acunándola entre sus brazos hasta que el frío de las Highlands comenzó a hacer su aparición. Entonces se vistieron con prisa y volvieron a emprender el camino sin decir una sola palabra sobre lo ocurrido, porque en realidad ninguno de los dos sabía si lo que sentían el uno por el otro podía definirse como amor



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