domingo, 6 de enero de 2019
CAPITULO 62
Después de disfrutar de pollo frito y una ensalada, con un delicioso postre de natillas caseras, Paula recogió la mesa y se mantuvo apartada de los dos chistosos amigos que continuamente se burlaban de ella. Mientras los observaba jugar a las cartas desde la esquina del sofá, ella apuntaba en su libreta notas para una nueva novela que estaba escribiendo, ya que, en algunas ocasiones, las palabras de aquel hombre merecían ser escuchadas.
Paula había decidido rehacer su historia desde el principio. De vez en cuando, revisaba las anotaciones que Pedro había añadido a los márgenes de su manuscrito, con el insultante rotulador rojo, haciéndole conocer su seria opinión sobre su novela.
En ocasiones sus palabras la ofendían, pero otras la inspiraban a cambiar su historia y a
seguir adelante. Así era Pedro: toda una contradicción, que siempre se debatía entre
lo más dulce y lo más amargo.
Cuando estaba revisando una de las escenas, Paula se dio cuenta de que ya era un poco tarde y de que Esteban estaba un tanto achispado, demasiado como para conducir por esos escabrosos caminos hacia su lugar de descanso, así que, con delicadeza, hizo la pregunta que había dejado de lado durante todo el día.
—Pedro, ¿Esteban se quedará a dormir? —preguntó, algo confusa al ver que Pedro barajaba las cartas preparándose para una nueva partida.
—¡Pues claro! ¡Yo nunca permitiría que mi amigo durmiera en otro sitio que no fuera mi hogar! —respondió él, bastante ofendido.
—Ya veo… ¿Y se puede saber dónde dormirá? —volvió a preguntar, un poco desconcertada, ya que el número de personas no cuadraba con la cantidad de lugares de la casa donde se podía pasar la noche.
—¿No me habías comentado que tenías listo el cuarto de invitados? —le recordó Esteban a su amigo, sin comprender aún cuál era el problema, algo que Paula no dudó en aclararle cuando le mostró la cama sin somier y sin colchón, presentándole de este modo a Esteban el «agradable» lugar que Pedro había dispuesto para su descanso.
—Aquí tienes tu cama, Esteban —anunció irónicamente, sin poder evitar sonreír ante la sorpresa de aquel sujeto que parecía no conocer lo suficiente a su amigo.
—¡Yo no puedo dormir ahí! —replicó indignado, mirando reprobadoramente a Pedro.
—Ni tú ni nadie —apuntó Paula, echándole en cara a Pedro que ése fuera el cuarto que él le había asignado a ella en un primer momento.
—Bueno, pues entonces dormiré en el sofá —concluyó Esteban, pensando que al fin había solucionado su problema.
—¡El sofá es mío! —reclamó Paula, dispuesta a defender su lugar de descanso con uñas y dientes, ya que no pensaba compartir de nuevo la cama con Pedro y volver a caer tontamente en sus brazos.
—Bueno, solucionemos esto como personas civilizadas: quien gane esta partida elige. ¿Qué os parece? —sugirió Pedro malicioso, retándola a seguirle el juego.
Por lo visto, aquellos niños mimados no sabían cómo se las gastaban las mujeres de Brooklyn cuando querían conseguir algo, pensó Paula, mientras dejaba a un lado sus anotaciones y, con paso decidido, se unía a la partida.
Pedro repartió las cartas de póquer, y si creyó por un momento que la baraja de insinuantes mujeres desnudas con la que estaban jugando la alteraría lo más mínimo, era que aún no la conocía lo suficiente. Como siempre que se encontraba en una situación peliaguda, Paula hizo caso a otro de los sabios consejos que le había dado su padre: «Cuando juegues con un granuja… ¡haz trampas!».
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