sábado, 22 de diciembre de 2018
CAPITULO 19
Desde mi despacho oía cómo aquella cosita tan dulce maldecía una y mil veces mi nombre.
Paula Chaves era alguien a quien Natalie me había mandado, sin duda en la errónea creencia de que ablandaría mi corazón. ¡Qué pena que yo no usara de eso y estuviera más que harto de las impertinentes mujeres que rondaban por mi vida, incluida mi insistente editora, que no hacía otra cosa que recordarme a cada instante que yo era Miss Dorothy, algo que me cabreaba bastante!
Yo escribí el libro que se convirtió en el primer volumen de la famosa saga de novelas de Miss Dorothy como un simple entretenimiento. Lo hice imprimir y lo encuaderné, como hacía con muchas de mis obras, y luego lo dejé en un estante, olvidado, mientras seguía escribiendo cosas que me interesaban más, como eran mis novelas de intriga.
Esa novela romántica sólo fue una estúpida idea que rondaba por mi cabeza y de la que quise deshacerme lo antes posible pasándola al papel. Por desgracia, una de mis impertinentes hermanas se hizo con ella en una de sus visitas, la leyó y no tuvo mejor idea que mandarla a la Editorial Violeta bajo el seudónimo de Miss Dorothy.
Cuando la editora quedó conmigo a través de un correo electrónico para hablar del contrato, yo pensaba que se trataba de alguno de los manuscritos que había enviado.
Ambos nos sorprendimos bastante al encontrarnos cara a cara en un café: mientras ella se preguntaba quién coño era yo, yo intentaba recordar qué género de novela editaba su sello editorial.
En el momento en que al fin ambos caímos en la cuenta de la pesada broma que nos habían gastado, yo intenté huir, pero la tentación del dinero que ella puso sobre la mesa y la posibilidad de seguir manteniendo el anonimato bajo un nombre falso que tan sólo era una broma de una de mis hermanas, me convencieron y acepté.
Ahora que había ganado bastante dinero, sólo quería descansar y dedicarme al género que más me gustaba, la intriga, y no a aquellas estúpidas novelas de amor que sin duda eran una gran mentira. Pero al parecer, cuando uno le vende su alma al diablo, éste vuelve para reclamarla, y si uno firma un contrato con una editora, ésta no lo deja en paz hasta que tiene un nuevo éxito entre las manos.
Yo ya estaba quemado de tanta ñoñería romántica, y si bien me había divertido maliciosamente poniendo obstáculos a cada instante al amor entre mis protagonistas, no sabía cómo narices hacer que acabaran juntos y que al fin todo tuviera un final dichoso.
Porque yo, el escritor más reconocido de novelas románticas del momento, no creía en los finales felices. Y eso, definitivamente, representaba un gran problema cuando tenía que escribir uno de ellos en un jodido libro que se me resistía. Y más aún si mi editora no dejaba de incordiarme a cada instante con molestas visitas que me importunaban.
A juzgar por la presencia de esa joven con ojitos de cordero y cara inocente en mi hogar, seguramente Natalie estaba desesperada. Pero si creía que esa vil argucia iba a funcionar conmigo, estaba muy, pero que muy equivocada. Si había acabado espantando a todos los miembros de esa persistente editorial con mi mal carácter, deshacerme de esa joven un tanto ingenua no iba a representar ningún problema para mí. Todo era cuestión de tiempo, y eso era algo que me sobraba en esos instantes en los que la inspiración me había abandonado.
Me había retirado a la pequeña casa de Escocia que me había cedido mi abuelo materno cuando falleció, hacía sólo unos años. Ese viejo viudo escocés pensaba que todos los hombres deberían tener un pequeño refugio donde descansar del ajetreado mundo, sobre todo en mi caso, que era el menor de seis hijos después de cinco hermanas.
Desde pequeño, todos los veranos visitaba la casa de mi abuelo para escapar de mi escandalosa familia, y ahora que era adulto, al ver que todos mis intentos de huir en mi apartada casa de Londres no funcionaban, decidí establecerme allí por un tiempo. Y justo entonces que por fin estaba disfrutando de un merecido descanso, me surgía aquel pequeño problema que, aunque estaba más que decidido a deshacerme de él, representaba toda una tentación.
A pesar de ser una chica alta, para un hombre de mi envergadura, Paula era algo pequeña, con su simple metro setenta y poco, lo que la hacía parecer un paquetito muy dulce y tentador para mis sentidos. Su angelical rostro de niña buena, algo a lo que yo no estaba habituado en absoluto, me tentaba a escandalizarla a cada instante con mis osados comentarios.
Su melena lisa y castaña podía parecer sosa, pero yo estaba loco por acariciar ese sedoso pelo y ver cómo quedaba en mi almohada, junto a mí. Aunque lo que sin duda más me atraía de esa mujer eran sus inquietantes ojos violeta que me desafiaban con dulzura a cada instante, insistiendo en ver en mí a la amable Miss Dorothy, alguien que en realidad nunca había existido.
Cuando salí del despacho preparado para escuchar los ruegos de la chica, que sin duda me imploraría volver a su casa, me quedé sorprendido: el dulce angelito que se había presentado ante mi puerta, estaba apaciblemente dormida en el gran y cómodo
sofá de mi salón, cubierta con una amplia manta frente al acogedor fuego de la chimenea que había al fondo de la estancia.
Habría sido una escena conmovedora de no ser porque mis viejos manuscritos se habían convertido en el combustible que avivaba ese fuego, o por lo menos eso era lo que me indicaban los restos que se encontraban junto a alguna que otra caja vacía.
Sonreí irónico ante su atrevimiento y saqué otra manta del armario del pasillo, dispuesto a procurar que aquella cosita no cayera enferma, ya que al día siguiente me tomaría la revancha por todas sus descaradas acciones. Al parecer, aquella joven aún no sabía cómo se las gastaba Pedro Alfonso, pero sin duda no tardaría en comprender cómo era y por qué acababa ahuyentando a todos de mi lado.
—Buenas noches, dulzura. Parece que la guerra entre nosotros ya ha empezado... —murmuré sonriente por la novedad que constituía Paula Chaves para mí, que representaba todo un desafío.
Luego me dirigí hacia mi cálido dormitorio, calculando las horas que tardaría en apagarse el fuego de la chimenea y cuánto tiempo le llevaría al gélido clima de Escocia despertar de su grato sueño a aquel angelito. A continuación, desconecté la calefacción de todas las habitaciones de la casa salvo la mía.
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