lunes, 17 de diciembre de 2018

CAPITULO 3





La familia Alfonso era una de las más ruidosas de cuantas habitaban en una pequeña urbanización cercana a la ciudad de Londres. Mientras Walter Alfonso, el cabeza de familia, era un condecorado policía, su mujer, Mariana Alfonso, era una escandalosa ama de casa que en más de una ocasión había incurrido en algún que otro pequeño delito, como estacionar su vehículo donde le daba la gana y pelearse con algún tendero porque, según ella, la estaba estafando.


La hermana de tan atrevida mujer, Elisa, se podía igualar fácilmente en genio a ella, y el hecho de que fuera tres años más joven sólo hacía que las discusiones entre ambas por la soltería de Elisa no tuvieran fin y se oyeran por todo el barrio.


Si a esta singular familia le añadimos una anciana abuela bastante alocada, que cada dos por tres recorría la urbanización desnuda, cinco hijas igual de excéntricas que su madre y una arisca gata que atacaba a todo aquel que se cruzara en su camino y oliera a algo mínimamente masculino, tenemos la combinación perfecta para una casa de locos.


Lo único normal allí eran el hijo menor, Pedro, y un perro un tanto comatoso que había superado con creces su expectativa de vida, llegando a los veinte años de edad.


Con este tipo de entorno, a Pedro Alfonso le era casi imposible conservar una amistad. A los doce años había perdido la simpatía de los hijos del vecino cuando a su madre se le ocurrió aparcar encima de las bicicletas de éstos. A los catorce, su mejor amigo, un chico recién llegado de las afueras de Londres, tuvo la brillante idea de quedarse a dormir una noche en su casa. 


Noche en la que fue torturado por cinco chicas con demasiado tiempo libre.


Por supuesto, huelga decir que Pedro nunca volvió a invitar a ninguno de sus conocidos a pasar la noche en su casa.


A pesar de haber aprendido que con su familia era imposible tener amistad con nadie, el hijo menor de los Alfonso lo siguió intentando: a los quince años invitó a sus compañeros del equipo de fútbol del instituto a una pequeña merienda.


En esa ocasión, su entrañable abuela, Adela, los recibió en el salón. Allí, la anciana había puesto con elegancia la enorme mesa del centro de la estancia, en la que había dejado varias bandejas repletas de pequeños emparedados, un pulcro juego de té bastante refinado, para seguir una antigua tradición que no se había perdido aún en el tiempo, y tantos refrescos que sin duda acabarían con la sed que los jugadores siempre tenían después de un encuentro.


Todo habría sido perfecto de no ser por un pequeño e insignificante detalle que hizo que todos los amigos de Pedro corrieran hacia la calle gritando como posesos: su querida abuela, una vez más, se había vuelto a olvidar de ponerse ropa. Y que el primer cuerpo femenino desnudo que veían aquellos muchachos de quince años fuera el de la abuela Adela, resultó ser algo bastante traumático.


Después de conseguir que el equipo de fútbol del instituto jugara como el culo y perdiera durante toda la temporada, y que cada uno de sus miembros se viera obligado a ir a ver al psicólogo escolar, Pedro decidió probar suerte una vez más, a sus dieciséis años, invitando a su casa a unos compañeros de clase que vivían lo bastante lejos como para no haber oído hablar del comportamiento de su alocada familia. Hasta el momento.


Pedro, ¿sigue en pie lo de esta tarde? —preguntó animado Gaston, uno de sus nuevos amigos, que era un forofo de la liga inglesa de fútbol.


—¡Por supuesto! Me fastidió un montón tener que salir a cenar con mi familia por el cumpleaños de mi hermana Laura y perderme ese estupendo partido. Por suerte, me dio tiempo de programar el vídeo para grabarlo antes de marcharme al restaurante y hoy por nada del mundo me lo pienso perder —anunció alegremente Pedro, decidido a compartir ese memorable encuentro con sus amigos.


—¡Tío, aún no me puedo creer que mi padre me castigara sin ver al Arsenal contra el Manchester United! ¡Eso sin duda es maltrato infantil! —se quejó Hernan, un nuevo integrante del equipo de fútbol, que, gracias a Dios, todavía no conocía la historia de cómo los otros habían acabado traumatizados.


—¡No me jodas, Hernan! A ti por lo menos te castigaron en tu habitación. Yo me perdí el partido por ir de compras con mi madre, ¡y te puedo asegurar que eso sí es una tortura! —apuntó Gaston, comparando qué trauma era peor, si el suyo o el de sus amigos.


Pedro se limitó a guardar silencio cuando los otros comenzaron a explicarse sus desgracias, mientras iba pensando: «Si yo os contara...».


—Bueno, pero ¡gracias a este chico no tendremos de qué preocuparnos! ¡Podremos ver el partido! —exclamó alegremente Hernan, mientras despeinaba efusivo la cabeza del joven Alfonso.


Pedro se disponía a entrar en el aula de Química poco antes de que sonara el timbre de clase, cuando el joven Mateo Sloan, de apariencia totalmente contraria a los estándares que él representaba, se interpuso en su camino: bajito, con gafas, vestido con despreocupación y escondido tras un pelo grasiento.


Pedro, ¿tienes un momento? —le preguntó dócilmente Mateo.


En un principio Pedro pensó decirle que no, pero luego recordó que, para su desgracia, Mateo era el único amigo que todavía no había huido de su lado después de conocer a su familia. Aunque quizá no fuera la clase de amistad que Pedro deseaba, sí era la única que había perdurado hasta entonces.


—Marchaos, chicos, yo tengo que hablar con Mateo —les dijo despreocupadamente a sus colegas, mientras se volvía algo enfadado hacia su persistente compañero, que, una vez más, lo atosigaba con algo que no tenía cabida en su ocupada vida de aguerrido deportista y estudiante de élite—. ¡Por enésima vez, Mateo: no pienso darte nada más para tu periódico! Aquélla fue una historia que escribí en broma y que presenté en el buzón de sugerencias de tu club de periodismo.


Algo que, definitivamente, no volveré a hacer.


—¡Pero Pedro, con ese texto las ventas del periódico han subido! ¡Incluso tienes fans que quieren leer más de tus historias! ¡Por favor! Sólo te pido un escrito cada semana, y si es mucho para ti, incluso uno cada mes… ¡pero vuelve a escribir algo para el periódico del instituto!


—¡No, no y no! ¿Por qué no le pides a alguno de tus colegas de periodismo que escriba alguna tonta historia y lo firmas con el seudónimo que yo me puse? Los estúpidos del instituto ni se darán cuenta.


—¡Porque no es lo mismo, Pedro! Y créeme cuando te digo que esos estúpidos, como tú los llamas, sí se darían cuenta.


—Me da igual, Mateo, no pienso hacerlo y ésa es mi última palabra, ¡así que deja de perseguirme antes de que acabes con mi paciencia y decida meterte la cabeza en el váter! —le advirtió seriamente Pedro, cada vez más decidido a llevar a cabo su amenaza si con ello conseguía librarse del engorroso problema que era tener a un pardillo siempre detrás de él.



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