martes, 18 de diciembre de 2018
CAPITULO 4
Pedro se sintió realmente impaciente durante las horas de clase. Sólo deseaba que terminaran para disfrutar delante de su gran televisor de un excelente partido con sus nuevos mejores amigos. Esa vez nada podía salir mal: sus hermanas estaban cada una ocupada en una actividad distinta, ya fueran trabajos de media jornada, clases de recuperación o alguna que otra ñoña actividad extraescolar que nunca servían para nada, tipo ballet, o tocar el violín cuando se carece de oído para la música, como le ocurría a su hermana Natalia.
Además, su madre y su tía habían ido de compras; su abuela estaba encerrada en
su habitación junto a la vieja y amargada gata que siempre le bufaba, y él disponía por
tanto de dos horas para ser un joven normal y corriente que disfrutaba de una de las
delicias de la adolescencia, como era ver un simple partido de fútbol con unos colegas.
Cuando sus amigos llegaron, Pedro sacó los emparedados de carne que había preparado, unas cervezas que en ocasiones escondía en la pequeña nevera de su cuarto, alguna que otra bolsa de grasientos y pocos sanos aperitivos que tanto les gustaban y finalmente pulsó el botón de play para mirar el partido que habían esperado impacientemente.
En la pantalla, el Arsenal y el Manchester United luchaban incansablemente por el balón. El primer tiempo fue emocionante. En el descanso, los equipos iban empatados, dejando al público en tensión, y esos jóvenes que se habían negado a ver cómo había acabado el partido para sumergirse en la pasión del mismo, tenían el alma en vilo por saber cómo finalizaría la lucha entre aquellos dos titanes.
Para simular que estaban viendo el juego en directo, dejaron incluso los anuncios y, mientras, comentaban las jugadas del primer tiempo. Tras decidir que, sin duda alguna, su adorado Arsenal ganaría, aunque estaba algo complicado, ya que la posesión del balón estaba repartida a partes iguales entre los dos rivales, los chicos miraron emocionados el comienzo del segundo tiempo.
Y justo después de que el árbitro pitara el inicio de esa segunda mitad y de que pusieran el balón en juego, la grabación del partido se cortó y en la cinta del vídeo del tan esperado partido, hizo su aparición un ridículo y empalagoso capítulo de Melrose Place, ese insufrible culebrón en el que todos se acostaban con todos y luego se sentían culpables.
Pedro maldijo mil veces a sus hermanas, mientras pasaba con rapidez todo el maldito capítulo a ver si tenían suerte y podían ver los últimos minutos del partido.
Aunque sólo fuese eso. Pero fue imposible, ya que aquel drama parecía no tener fin.
Sus amigos aún permanecían boquiabiertos ante la pantalla del televisor.
Cuando finalmente se dieron cuenta de que el partido más importante de su vida se había quedado a medias, fulminaron a Pedro con sus amenazantes miradas, situación de la que él consiguió librarse solamente gracias a que tenía alguna que otra lata de cerveza a mano, y porque finalmente Hernan les informó de que su primo le había dicho el resultado del partido, que había sido una indudable victoria de su equipo.
Pedro creía que al final todo saldría bien, que tras echar algunas risas ante la enorme trastada de sus hermanas, conseguiría quedarse con aquellos nuevos amigos.
Pero todo se vino abajo de repente ante una peculiar visión: la débil y anciana abuela de Pedro había conseguido salir de su habitación a pesar de que él se había asegurado de echar la llave. Como no les había dicho a sus amigos nada sobre ella, se sorprendieron un poco ante la súbita aparición de una anciana con un camisón blanco agitado por el viento y unos encanecidos pelos muy alborotados, que caminaba lentamente hacia ellos con los brazos extendidos y emitiendo algún que otro carraspeo, sin duda porque tenía seca la garganta, como si de una película de terror se tratase.
—¡Ah! Ésta es mi abuela... —dijo el joven Alfonso, sin conceder la menor importancia a su presencia.
Pero para su desgracia, su amigo Gaston tenía demasiada imaginación y no creyó sus palabras, o más bien las creyó a su manera.
—¡¿Tú también la ves?! —exclamó, señalando a la anciana aterrorizado, como si fuese un espectro. Y antes de que Pedro tuviera la oportunidad de explicarle que su abuela estaba viva y que no era ningún fantasma, Gaston corrió desesperado hacia la salida para no volver jamás.
Por suerte, Hernan se rio mucho a costa de Gaston y no pareció importarle demasiado la aparición de la octogenaria, hasta que ésta se puso a cantar una antigua canción inglesa. Algo que no habría sido para tanto de no haber ido acompañada de un bailecito que, antes de que a Pedro le diera tiempo a detener a su abuela o de advertir a su amigo, pasó a ser traumatizante, ya que la anciana alzó su camisón para mostrar,
como era su costumbre, su espléndida desnudez ante las visitas. Sin duda, otro que no volvería a pisar nunca la casa de los Alfonso.
Después de que Pedro acompañara a la anciana a su habitación, se dio cuenta de que alguien le había dado la llave para que pudiera salir a su antojo. Tras preguntarle amablemente a su desvalida abuela quién había sido el genio al que se le había ocurrido semejante despropósito y tratar de explicarle una vez más por qué no podía desnudarse delante de las visitas, Pedroobtuvo respuesta a sus dudas: como ya sospechaba, todo había sido obra de sus malvadas hermanas.
¡Pero como que se llamaba Pedro Alfonso que ésa sería la última vez que aquellas mujeres lo importunaban! El vil acto de hacer que se perdiera un importantísimo partido, y, lo que era más importante, haber espantado a sus nuevos amigos, eran la gota que colmaba el vaso de su paciencia. Ya era hora de que se
vengara de todas las maldades con las que aquellas cinco «individuas» lo habían atormentado desde pequeño. Y si algo había acabado aprendiendo de las mujeres era
que si la venganza es lenta se degusta mejor.
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