jueves, 17 de enero de 2019

CAPITULO 99




Bueno, pues allí estaba yo, ante un centenar de personas que se preguntaban quién coño era aquel tipo y qué narices hacía allí, si todos ellos esperaban ver a una delicada ancianita. Tras pronunciar mi mensaje para la irracional mujer que se había negado durante todo ese tiempo a leer mi libro, me senté en el sillón de invitados y vi cómo la desencajada mandíbula de la presentadora casi caía al suelo ante la imponente y poco imaginable presencia de Miss Dorothy.


Sonreí malicioso, esperando la reacción de todos cuando se dieran cuenta de que yo era la esperada Miss Dorothy y que la historia de amor que había escrito era la mía.


Algunos del público fueron más rápidos en captar la verdad que la congelada presentadora, que todavía continuaba sin saber qué hacer ante mi presencia. La joven quiso dar paso a publicidad, quizá para echarme del plató, pero el director del programa, oliendo mi momento de darme a conocer como una primicia escandalosa, no lo permitió.


Yo, como siempre, permanecí imperturbable, ya que nada de lo que allí ocurriera me importaba. 


Que mi carrera se fuera a pique, que mi fama se esfumara o que yo perdiera todo lo que había ganado Miss Dorothy a lo largo de los años eran sólo simples y pequeños contratiempos que no me afectaban. Lo único que me importaba en esos momentos era que Paula me diera una respuesta, que al fin comprendiera lo necio que había sido y entendiera que mis palabras de amor eran sinceras.


Cuando la impertinente arpía contra la que ya me había advertido Natalie despertó de su asombro, intentó valientemente hacerme algunas de las insultantes preguntas de la entrevista que había preparado para la escritora que se suponía que estaría en ese asiento en ese preciso instante. ¡Qué pena para ella que yo no fuera un hombre con paciencia ni tampoco la inocente anciana que todos creían!


—¿Quién es usted? —comenzó bastante confusa, intentando salir del aprieto.


—Miss Dorothy, por supuesto —contesté amablemente, acomodándome en el sillón, dispuesto a hacer tiempo hasta que Paula apareciera.


—Se supone que usted debería ser una delicada y amable anciana, ¡y sin embargo veo a un hombre ante mí! —exclamó la joven, irritada por la jugada de Natalie.


—¡Vaya! Se ha dado cuenta usted también, ¿verdad? —dije irónicamente, a la espera de una de las impertinentes preguntas típicas de ese programa.


—Entonces, ¿está usted confesando que es el autor de todas las novelas de Miss Dorothy y que ha estado engañando a sus lectores durante años?


—Sí —contesté sin excusarme de ningún modo, porque era la simple verdad.


—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó ella, mostrándose falsamente apenada intentando con ello ponerlos a todos en mi contra.


—Por dinero, claro. Al fin y al cabo, ¿no trabajamos todos para eso?


—Parece que finalmente la vil Miss Dorothy ha sido descubierta y nos está mostrando que ha jugado con todos nosotros para… —El envenenado discurso de la presentadora, como yo esperaba, fue interrumpido por una de las entusiastas lectoras de mis libros, a la que no le importó mucho que mi nombre fuera otro o que yo no fuera una desvalida viejecita.


—¿Dónde está Paula? —preguntó mi fanática seguidora, a la espera de mi respuesta, dándose finalmente cuenta de lo que estaba ocurriendo.


—La estoy esperando. —Sonreí ladino, mientras observaba cómo la presentadora era ignorada por el público, que empezaron a hacerme incesantes preguntas, emocionados con la idea que la historia que tenían en sus manos fuera real.


—Entonces, ¿ella existe? —se animó otro de los presentes a expresar en voz alta sus dudas.


—Una mujer como Paula nunca podría ser una invención —contesté, exponiendo la verdad de mis pensamientos, algo que por lo visto les encantó, ya que comenzaron a suspirar y a hacerme todo tipo de molestas preguntas sobre mis sentimientos, cosa que, claro estaba, yo sólo estaba dispuesto a hablar con Paula.


De repente, el plató se quedó en silencio. Y en ese momento supe que ella estaba allí para darme su respuesta. Me puse de pie y, como en todas las empalagosas películas románticas, abrí mis brazos para que ella corriera hacia mí. 


Y Paula, con su dulce carácter, no me decepcionó en absoluto: lo hizo, corrió hacia mí y, cuando se halló a mi lado, me soltó una sonora bofetada que resonó por todo el plató.


—¡Cuatro meses sin llamarme o tener noticias tuyas, sin saber si me amabas y sufriendo por lo idiota que había sido al haberme enamorado de un hombre como tú! ¿Qué pretendes ahora? —me reprendió, mirándome muy molesta y enfadada.


—Pensé que un simple «te quiero» no bastaría, por lo que decidí escribirte una carta. Pero cuando empecé a explicar lo que sentía por ti, acabé escribiendo un libro. ¿Lo has leído? —pregunté, decidido a hacer que entendiera mis sentimientos.


—Aún no, ¿por qué crees que debería hacerlo? —preguntó Paula, mirándome con firmeza y dispuesta a escucharme. Por lo visto, con ella un libro no bastaba.


—Porque en él están todas las palabras de amor que siempre me has reclamado y que yo callé, porque explica todas las veces que guardé silencio ante tus palabras de amor y también las veces que intenté negar que te amaba mintiéndome a mí mismo sobre lo que sentía. Paula, necesito que lo leas, porque ese libro cuenta lo estúpido y necio que he sido y finalmente quiero que lo leas porque es nuestra historia de amor.


Cuando terminé mi confesión, oí a mis espaldas más de un mocoso llanto, probablemente proveniente de algunas de mis lectoras entre el público, pero yo sólo tenía ojos para la mujer que tenía ante mí. A sus ojos asomaron algunas lágrimas, y esta vez fue ella la que abrió sus brazos y yo quien acudió a ellos. La levanté por los aires con alegría y, abrazándola con fuerza, no pude evitar besar los labios que tanto había
añorado. Ella me devolvió el beso, confirmándome que aún me amaba, y me susurró al oído las palabras que más había querido volver a escuchar:
—¡Te quiero! —declaró Paula, haciéndome el hombre más feliz del mundo.


—Te quiero, Paula —repetí yo, dando gracias porque finalmente hubiera escuchado de mis labios esas palabras que tanto me había costado pronunciar.


Mientras nos alejábamos de las llorosas fans y de la anonadada presentadora, el libro que había sido mi confesión cayó al suelo. En su última página, Paula pudo ver que un enorme «te quiero» era el punto final de esa novela, un libro que significaría el principio de nuestra historia de amor.


Lo recogí del suelo y se lo entregué, mientras le recordaba unas palabras que a partir de entonces nunca osaría olvidar:
—¡Te quiero!



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