jueves, 27 de diciembre de 2018
CAPITULO 34
Avergonzada, me escondí en el único lugar de aquella casa donde Pedro nunca entraría, en el garaje, ya que él no sabía una mierda de mecánica, lo que se demostraba con la batería que había comprado para su coche: la peor del mercado.
Habituada a mantener las manos ocupadas en algo mientras mi mente divagaba, me cambié de ropa y empecé a reconstruir el coche de Pedro, sin dejar de querer golpearme la cabeza una y mil veces contra el capó cuando estuviera colocado en su sitio, por lo estúpida que había sido al caer en los brazos de aquel seductor hijo de… ¿Cómo narices había podido dejarme embaucar por unas palabras que había creado sólo para manejarme a su antojo? Ese hombre era lo peor, y cuando hablaba con él nunca sabía si saldría a relucir esa parte tierna que conquistaba a todos o la otra, la ruda, que me hacía desear patearle las pelotas.
El sexo había sido maravilloso. Había tenido varios orgasmos y mis piernas habían acabado tan temblorosas como las de las protagonistas de aquellas fantásticas novelas de amor. La única pega era que no había significado nada, ya que aquel tipo no me amaba, y lo peor de todo era que yo empezaba a sentir algo por él, algo que me confundía y me desorientaba, algo que no sabía cómo definir, ya que me negaba rotundamente a creer que ese complicado sentimiento que me atormentaba fuese amor…
Deseo, pasión, tal vez locura transitoria, pero definitivamente, nunca sería amor.
Yo sería una estúpida si acababa enamorada de un sujeto como ése, aunque, de hecho, ya era una completa idiota por haber acabado acostándome con él. Pedro se había aprovechado de mí, me había utilizado vilmente sólo para que escuchara su advertencia y para que me rindiera de una vez y desistiera en mi insistencia para hacerle acabar su trabajo.
La rabia acumulada por lo ocurrido me sirvió de mucho a la hora de apretar con fuerza las piezas del coche, que en ocasiones se me resistían. No sabía cómo tratar con Pedro a partir de ese momento. ¿Debía esconderme cada vez que nuestras miradas se encontraran y rememorásemos ese tórrido momento? ¿O debía pegarle un puñetazo cada vez que recordara cómo me había engañado para que cayera en sus brazos?
Si hacía lo primero, sólo lograría que él sonriera satisfecho, y como no tenía demasiada fuerza para pegarle una paliza en condiciones, y golpearlo con la llave inglesa repetidamente en la cabeza tal vez se considerara asesinato, me lo tomé con calma. Catalogué ese momento en mi mente como un hecho aislado que no volvería a pasar y decidí hacer lo que seguramente más le molestaría a Pedro: ignorar cada una de sus acciones como si de un niño malcriado se tratase.
Después de descansar unos minutos de mi arduo trabajo, bebí un gran trago de la botella de agua que me había llevado al garaje, y, tras limpiarme las manos, leí el apasionante primer capítulo de la última novela de Miss Dorothy.
Tras terminar las primeras líneas, las mismas que Pedro tan apasionadamente había susurrado en mi oído, proseguí, muy interesada, con la descripción de aquella intensa escena llena de deseo. Y me quedé asombrada al leer que los protagonistas hacían el amor justo de la misma forma en la que Pedro me había tomado en su despacho.
Las únicas diferencias entre ellos y nosotros eran que en su caso sentían algo el uno por el otro, y que el protagonista masculino de esa escena no era un cabrón consumado que jamás en su vida diría una sola de las bonitas palabras que el hombre confesaba a su pareja, entregándole su corazón. Más que nada porque Pedro Alfonso no tenía corazón.
Una vez más me sorprendí de cómo alguien como él era capaz de escribir como
los ángeles, cuando en verdad era el mismísimo diablo. Lo maldije unas cuantas veces
antes de terminar mi trabajo en el garaje por ese día y de dirigirme hacia la cocina en
busca de un tardío almuerzo del que disfrutaría yo sola, ya que no estaba dispuesta a
volver a verle la cara a ese indeseable en lo que quedara de día.
Cuando salía de la cocina con un sándwich de pollo frío en las manos, decidida a volver a mi tarea, oí una conversación de negocios que estaba teniendo lugar en el salón entre Pedro y su molesto editor, que por lo visto, no paraba de atosigarlo.
Entreabrí la puerta de la estancia y escuché ese diálogo que, a juzgar por sus secas contestaciones, estaba sacando a Pedro de sus casillas. Y me regodeé al saber que no era la única con problemas a la hora de pretender ser escuchada en el mundo de la literatura, ya que mientras Miss Dorothy era adorada en todas partes, Pedro Alfonso
apenas era conocido como un pequeño y modesto escritor.
—Pedro, las ventas no van demasiado bien. Es que las novelas de intriga ahora mismo no están en auge… ¿Por qué no cambias a otro tipo de género donde puedas ser más leído? ¡Como los libros de pilates, por ejemplo! ¿Sabes algo de eso? ¡Últimamente están muy cotizados! ¿Por qué no cambias tu estilo y escribes uno de pilates? ¡Ya he conseguido colocar en dos grandes plataformas de venta a dos de mis autores que escriben sobre ello! Si tú…
—¡Por enésima vez en lo que va de día, Pablo: no pienso escribir un maldito libro de pilates! —rugió furioso Pedro, mientras yo contenía a duras penas la risa para no ser descubierta—. ¡Si ése era el mensaje tan importante que tenías que darme, ya puedes ir saliendo por la puerta! —añadió fríamente, señalándole la salida al pobre Pablo.— No, no era ése… Como estaba convencido de que tu respuesta sería justo ésta, vengo para decirte que… ¡te he programado una semana de gira a distintos lugares de los alrededores para firmar, presentar y promocionar tus libros! —reveló el editor, emocionado ante esta idea, mientras Pedro sólo dejaba salir de su boca el humo de su cigarrillo.
—Sí, ya recuerdo tus ferias y promociones de mis otros libros... ¡Me niego! —dijo al fin, algo que no llegué a comprender, ya que aquel estrafalario hombrecillo que era Pablo parecía poner todo su empeño en sacar a Pedro a la luz como un nuevo escritor.
—¡Vamos Pedro! Según tu contrato no puedes negarte a aparecer en algunos actos promocionales, a no ser que coincidan con tu trabajo, estés enfermo o tengas algún problema personal de gran relevancia —le recordó Pablo, creyendo que esa vez tenía las de ganar.
—Sí, y también, según mi contrato, hace tiempo que debería haber cobrado y recibido los informes de las ventas de mis novelas, lo cual aún no ha pasado —replicó bruscamente Pedro, apagando con furia su cigarrillo y señalándole una vez más la salida a Pablo.
—Ha habido unos pequeños retrasos en la empresa y…
—¿De cuatro años? —preguntó él irónicamente, cortando con ello las protestas del otro.
—¡Vamos, Pedro, no me hagas esto! ¡Que ya está todo programado! —suplicó Pablo, al que sólo le faltó ponerse de rodillas.
—Adiós, Pablo, tengo un esguince en una uña del pie, así que creo que no podré asistir a ninguno de esos actos —lo cortó Pedro tajante, abriendo la puerta de su casa y mostrándole la calle a su pobre editor.
—¡Ojalá fueras más racional! ¡Por una vez en la vida, me gustaría representar a una escritora tan amable y bondadosa como Miss Dorothy, por ejemplo! —dijo el editor, sabiendo que nunca podría hacer entrar en razón a aquel obtuso sujeto.
Tal vez, si no hubiera estado escondida, le habría podido advertir a Pablo de que aquél no era el mejor momento para pronunciar ese nombre, pero para ser sincera, prefería continuar escondida para ver lo que pasaba, mientras esbozaba una sonrisa cada vez más satisfecha ante la divertida situación.
—¡Fuera! —gritó airadamente Pedro, y por un momento creí que iba a coger al hombrecillo y arrojarlo fuera. Gracias a Dios, Pablo entendió que razonar con ese sujeto era imposible, y finalmente desistió, marchándose de casa de Pedro para dejarlo a solas con su mal humor.
Cuando la visita hubo concluido, no pude resistir ni un segundo más y mis estruendosas carcajadas resonaron por toda la casa. Pedro no tardó mucho en descubrir mi escondite y, después de abrir la puerta, me recibió con una de sus miradas enfadadas que tanto intimidaban a otros, pero que sobre mí no tenían ya el menor efecto.
—Por lo visto, Pablo también prefiere a Miss Dorothy —dije entre risas que no podía parar a pesar de que él me miraba bastante irritado.
Después de mis palabras, simplemente cerró con rabia los puños a los costados y se dirigió hacia su estudio. Mientras se alejaba, me pareció oír que murmuraba una y otra vez: «¡Maldita Miss Dorothy!», algo ante lo que no pude evitar reírme de nuevo, porque sólo Pedro Alfonso podía ser tan irracional como para tener celos de sí mismo.
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Wowwwwww, qué intensos los 3 caps. Pedro es un hueso duro de roer.
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